Por Carmen Posadas |
Una macro encuesta realizada recientemente en treinta países revela una tendencia inquietante. A pesar de que un abrumador 86 por ciento de los encuestados dice que prefiere vivir
en democracia, en la franja de edad 18 a 35 el 42 por ciento ve con buenos ojos un gobierno autoritario y más concretamente –agárrense a la brocha– uno militar. Cierto que este estudio se ha realizado
tanto en países del primer mundo como el del tercero. Pero no deja de ser sintomático que mientras el 71 por ciento de los encuestados mayores
de 35 años se decantan claramente por la democracia, los jóvenes en cambio ponen en duda sus virtudes.
¿Qué está pasado con este hasta ahora rara vez cuestionado sistema político? ¿Se trata solo de un espejismo o nos encontramos en el principio del fin la democracia? Días atrás el semanario The Economist dedicaba uno de sus números a otro enfoque de esta misma deriva. Bajo el título “Cómo los nacionalismos paranoides corrompen” escribía: “La gente busca fuerza y refugio en su tribu, en su fe o en su nación. Es fácil comprender por qué. Si uno siente empatía por sus paisanos resulta más fácil trabajar juntos por el bien común. Lamentablemente el amor al «nosotros» tiene como hermano feo el miedo y la sospecha del «ellos»”. A continuación, el semanario se hacía eco de algo que todos hemos pensado alguna vez: el amor al “nosotros” y el recelo de “ellos” es un arma muy eficaz que cualquiera líder, incluso un mediocre o un ignorante, puede utilizar en su favor siempre que sea lo suficientemente deshonesto y falto de escrúpulos (y ahí están para probarlo los ejemplos de Nicolás Maduro o de Daniel Ortega). Existe también una versión más sofisticada de este tipo de mandatario en la que podríamos encuadrar a Donald Trump, o algunos ejemplos patrios cuyas andanzas recientes no hace falta que les recuerde. Según explica también The Economist, el nacionalismo paranoide funciona gracias a una mezcla de exageraciones y mentiras y se vale de frustraciones y miedos de la gente, sean estos reales o puras invenciones. Por supuesto en esta película –y esta parte es ya de cosecha mía– siempre tiene que haber un malo del que los líderes del nacionalismo paranoide se ofrecen a salvar a su pueblo. A veces puede tratarse de un enemigo difuso al que se añade como ingrediente adicional una exaltación de lo “nuestro” como con tanta maestría hace Trump. En otras ocasiones el enemigo a batir puede ser el imperialismo depredador y/o –como tiene el tupé de esgrimir Putin– el “fascismo” ucraniano que amenaza sus fronteras. Obviamente no se trata de un fenómeno nuevo y ejemplos perfectos de nacionalismos paranoides de uno u otro signo político son tanto Hitler como Stalin o Mao. Yo no creo que estemos en una situación similar a la que propició los desastres de la primera mitad del siglo xx. Pero, de todo lo que acabo de señalar, lo que más me alarma es el dato antes mencionado de que casi la mitad de los jóvenes de países muy diversos abiertamente expresan sus simpatías por un régimen autoritario frente a los mayores de 35 años que abogamos por la democracia. Para los que fuimos jóvenes a finales del siglo xx e hicimos de la libertad nuestra bandera y de las autocracias el enemigo a derrocar, esta actitud resulta difícil de comprender. La única explicación que se me ocurre es que estos jóvenes que han vivido en libertad y han sido consentidos y mimados y no tienen ni idea lo que es carecer de ella . The Economist por su parte argumenta que otra de las razones de esta deriva tiene que ver con que la gente –tanto los jóvenes como el resto de la ciudadanía– se siente amenazada por fuerzas fuera de su control (cambio climático, violencia y desigualdades cada vez más notorias). También con que Occidente ha perdido su fe en su expectativa de extender la democracia mientras que el auge de China –otro ejemplo de nacionalismo paranoide– vende la idea de que valores universales de tolerancia y buena gobernanza no son otra cosa que una forma racista de imperialismo. Lástima sería que los jóvenes compren también ese relato.
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