Por Jorge Fernández Díaz |
En un mar de incógnitas y de dilemas de hierro, bajo la sombra de una bandada histérica de cisnes negros y en un país descompuesto y desconocido que baila al son de ciclotimias y batacazos, propongo una modesta ucronía. Supongamos por un momento que la rabiosa rebelión contra el catastrófico modelo peronista que fundió a la Argentina en lugar de surgir con un sesgo de derecha hubiera tenido una orientación de izquierda. Quiero decir: si los trabajadores independientes de la pobreza, los chicos del secundario, las nuevas generaciones munidas de ultratecnología en lugar de haber creado una ola arrasadora bajo la inspiración de Hayek lo hubieran hecho bajo la imagen de Trotsky. Posiblemente, Bregman ocuparía hoy el sitial de Milei, ya habría derrotado al “massismo neoliberal” y se dispondría a lanzar el ataque final contra Juntos por el Cambio.
Uno podría imaginar, en semejante escenario, la angustia que le provocaría a la Pasionaria del Calafate la constatación de que se produce una metamorfosis tan profunda en la sociología política, sumada al hecho específico de que esa moda joven y vigorosa vendría con un similar relato “emancipador” y antagónico del Fondo Monetario Internacional, el ajuste, la partidocracia y las corporaciones privadas, y con un gran respaldo popular de los segmentos más postergados. Un arrollador proyecto de reemplazo, una verdadera maldición bíblica para Cristina Kirchner –”a mi izquierda solo está la pared”–, atrapada en una coalición con sus antiguos enemigos pejotistas y “conservadores”, haciendo concesiones tácticas hacia la moderación y teniendo que ocultar y morigerar sus pulsiones más duras, y a tiro de perder claramente la oportunidad histórica de ser ella misma, con sus convicciones más íntimas, y subirse a esa impresionante correntada. En ese escenario hipotético, ¿qué pensaríamos si el día después de la derrota electoral se reuniera con Myriam Bregman y le ofreciera el respaldo de La Cámpora, e hiciera campaña activa y entusiasta para derrotar en segunda vuelta a sus mutuos y detestados contrincantes? Este articulista, al menos, pensaría que la arquitecta egipcia pugna desesperadamente por sobrevivir en la derrota, por salir del closet y volver a las fuentes, por echar lastre en su antigua alianza con sus dirigentes más impuros y por plegarse a la aventura ganadora: si Bregman triunfara en ese balotaje imaginario, Cristina estaría automáticamente dentro del nuevo gobierno como socia o mentora; si perdiera, la arquitecta egipcia quedaría igualmente en posición de liderar con ella una coalición distinta, coherente y robusta. Es dable pensar, en espejo, que Mauricio Macri cavila esta alternativa en secreto desde hace rato, y que eso explica la imposibilidad –tan corrosiva para su propia candidata– de repudiar abiertamente a Javier Milei durante la campaña de la primera vuelta. Ahora su repentino cambio de caballo en mitad del río, que operó personalmente y desde su propia casa, puede ser leído como la idea de romper la ya antigua sociedad política, ser por fin él mismo en cuerpo y alma, y conformar un inédito frente de derecha. Una derecha sin complejos ni “quintacolumnistas”.
El problema es que los republicanos de a pie son vocacionalmente cercanos al centro, y que jamás se han autopercibido como derechistas: cuando desayunan se presienten liberales, cuando almuerzan lucen como socialdemócratas, cuando meriendan huelen a librepensadores y cuando cenan parecen desarrollistas o a lo sumo peronistas republicanos. El republicanismo de base, con sus distintas alas, es un sujeto social enriquecido precisamente por esa mixtura democrática y sensata. Están también, por supuesto, los que se sienten encuadrados en una sola facción o creencia, pero lo cierto es que a unos y a otros al final los convence una cierta unidad plural y los cohesiona algo muy poderoso: la lucha contra un sistema feudal que quebró y corrompió a la sociedad y la hundió en este infortunio sin fin. El domingo por la noche, con los resultados finales en las pantallas, esos republicanos del “país normal” sintieron que los habían sacado a empujones del juego, que los habían confinado a las gradas y que a pesar de que eran más de seis millones de ciudadanos no tenían fuerza suficiente para modificar la historia. Hoy corren el riesgo de sufrir una grieta dentro de la misma granja, puesto que son objeto de múltiples psicopatías: simbólicamente, si no votás a Mussolini estás favoreciendo a Al Capone, y viceversa. Como de lo que se trata es de optar por el mal menor, es seguro que se votará alguna clase de mal posible. Y esto ocurre casi en cualquier balotaje, nerviosa definición por penales que dicho sea de paso siempre carga el diablo: ninguna elección es más emocional e imprevisible que una segunda vuelta. Sería importante, teniendo muy en cuenta este punto, que dentro del campo republicano no se crucen fronteras de ofensa y encono durante las próximas tres semanas, porque si el votante raso inicia con su vecino ideológico una guerra civil retórica y una escalada de insultos al cabo solo quedará tierra yerma, y eso le hará un favor incalculable al kirchnerismo. Algo de todo esto flota en el ambiente, porque junto con el boom de la derecha, en las últimas semanas parece registrarse un insólito reverdecer del centro. ¿Cómo se explica este fenómeno? El Teorema Bullrich indica, bueno es recordarlo, que cuando el movimiento justicialista se asienta en un lado de la cancha lo hace con tal potencia que desaloja a cualquier competidor del mismo color o pelaje: Menem ocupó el terreno neoliberal y para hacer política con éxito debían entonces operar desde los andariveles de la centroizquierda. Y, por el contrario, cuando los Kirchner se apropiaron del discurso progresista, la oposición hubo de hacerse fuerte en la zona de la centroderecha. El asunto es que Sergio Massa y su esposa –dos caciques con voluntad de eternizarse en el poder– utilizarán la máscara del centro único y que eso descolocará al radicalismo e incomodará a muchos centristas independientes que no comulgaron ni comulgarán jamás con las trampas y los latrocinios habituales de la oligarquía peronista.
No está tan claro, al cierre de esta edición, que Juntos por el Cambio deje de existir, ni mucho menos la efectividad real de la audaz y polémica jugada de Macri: se verá en la noche del domingo 19, cuando se abran las urnas y se hagan las cuentas. Las opiniones están muy divididas; hay quienes piensan que el ingeniero le regala el voto moderado al massismo y que pasteuriza al león, y quienes razonan que atempera la “locura” de Milei y le agrega gobernabilidad, sus dos flancos más débiles. Lo cierto es que para plegarse al libertario Macri debe confirmar los eternos prejuicios de la progresía, abandonar su referencia racional en Obama, Merkel y Macron, y asociarse a la internacional populista del trumpismo bajo la consigna de que cualquier cosa es preferible antes que facilitar un quinto gobierno kirchnerista. Algunos militantes macristas de las redes y ciertos trolls y youtubers del mileísmo se unirán en breve para instalar una nueva injuria: neutralidad, que es sinónimo de tibieza. Parece que resulta obligatorio optar entre las brasas y el fuego. Metidos en una encrucijada injusta por una sociedad caprichosa y frívola –nadie quiere criticar la responsabilidad colectiva y todos practican la demagogia–, conminados a elegir entre tiburones y caimanes, reducidos a esa clase de disyuntiva perversa e infantil –si se estuvieran ahogando tu padre y tu madre a quién salvarías primero– el voto nulo o en blanco no es una abdicación de la condición ciudadana, como erróneamente dijo alguna vez el gran escritor mexicano Carlos Monsiváis. Es, por el contrario, el derecho personalísimo a abdicar de la estupidez y el error.
© La Nación
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