Por Pablo Mendelevich |
Como la democracia es un valor consensual de la sociedad argentina que por su propia esencia constituye una propiedad colectiva estaría contraindicado personalizarla. Pero supongamos que Raúl Alfonsín, a quien muchos le dicen el padre de la democracia, se despertara ahora de su tumba y viera los resultados de la elección nacional de ayer. “¿Javier Milei?”, preguntaría absorto. “¿Y quién es ese mozo, a qué partido pertenece, de dónde salió?”.
Un outsider, doctor, habría que explicarle. Que casualmente irrumpe cuando se preparaban los cuarenta años de democracia. Alguien nuevo en la política, mundo al cual él se declama ajeno o, más aún, refractario. Casi sin partido, sin experiencia, excéntrico, iracundo, dueño de una extraordinaria capacidad para enojarse, o actuar la ira, y catalizar el enojo colectivo con eficacia inigualable. Claro, está dicho, la estrella de estas elecciones fue Javier Milei pero la gran novedad es ese enojo monumental, subterráneo, que lo incubó. Sonaron alarmas, es verdad. Pero una cosa son los presagios y otra es cuando el huracán llega y resulta ser mucho mayor de lo esperado.
Nunca había ocurrido un fenómeno así desde que existe el sufragio universal, secreto y obligatorio. La irrupción de Milei no se parece a nada en la historia electoral. Hubo, sí, recién llegados, pero no retadores exitosos, enfurecidos con la “casta” política. Eran apenas mansos aspirantes a incorporarse al sistema que procedían de otras jergas, políticos in vitro: Palito Ortega, Reutemann, el duradero Daniel Scioli y también aves de paso como Nacha Guevara. Quizás venga más a cuento el supermercadista Francisco de Narváez, porque fue su impactante victoria electoral de 2009 contra el propio Néstor Kirchner lo que llevó a este a amasar el engendro de las PASO. Kirchner pergeñó las PASO para que nadie más venga con infinitos recursos económicos de afuera de la política a ganarles una elección a los nativos.
Un Milei cuyo suceso no se basa en la plata ni mayormente en las ideas sino en la capacidad de representar el hartazgo social, no estaba previsto. Por lo menos una de estas dimensiones.
A lo sumo Milei podría ser visto como una reencarnación del subjuntivo anarquista de 2001, que se vayan todos, solo que ahora no se trata de consignas, gritos ni clamores sino de sagrados votos. Provisionales, es cierto, porque se trata de unas PASO, pero las reconfiguraciones en las elecciones generales suelen ser parciales.
Pero hay algo más, o tal vez lo principal, el tiempo dirá, que no se refiere a quien ganó sino a quién perdió y a la envergadura de la derrota. Milei se posicionaba anoche como el verdugo del kirchnerismo. Su impensada cosecha electoral abre un sinfín de interrogantes, que atañen incluso al futuro del peronismo.
Todo indica que las elecciones de ayer serán recordadas por mucho tiempo. Se pensaba que el desafío al sistema estaba en el ausentismo. Demasiada gente desganada frente a la obligación de sufragar. Hace no mucho las multitudes ocasionales aplaudían en forma espontánea y fervorosa a los trabajadores de la salud por considerarlos héroes en los peores momentos de la pandemia. Ayer los aplausos espontáneos se repitieron en varias escuelas, pero para condecorar a jóvenes que iban a votar por primera vez, como si ese también fuera un acto heroico y no un derecho que se empieza a ejercer.
Hay que concurrir a votar, rogaban ayer mismo con más inquietud que argumentos las autoridades y muchos políticos, sin percibir la dimensión de la apatía, prima hermana del voto bronca que arrasó en todo el país. Es probable que esas arengas bienintencionadas no hayan calado en el ánimo de quienes habían escogido otra colectora del hartazgo, la de quedarse en casa y despreciar, incluso, el voto en blanco o al candidato de la ira.
© La Nación
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