Por Arturo Pérez-Reverte |
Los turcos eran el problema. Y de los gordos. Una de las grandes paradojas de los siglos XVI y XVII en la fascinante historia de Europa fue que mientras a los pobres moros españoles del reino de Granada, que se dedicaban a trabajar y no se metían con nadie, los Reyes Católicos les habían hecho del todo la puñeta en 1492, expulsándolos a África, los turcos, que eran agresivos y peligrosos que te rilas, se paseaban por Europa oriental como Pedro por su casa y nadie se ponía de acuerdo para romperles el espinazo. Los pactos secretos de Francisco I de Francia con Solimán el Magnífico (animando el gabacho a los piratas otomanos a asolar las costas españolas para reventar a su odiado Carlos V de España y Alemania) son una muestra de por dónde iban los tiros.
Las cruzadas contra el Islam ya eran pretérito pluscuamperfecto: en la Europa cristiana, alterada por las tensiones religiosas y nacionales, cada uno iba a su negocio y los grandes acuerdos parecían imposibles. Los cada vez más definidos estados modernos se hallaban ocupados en consolidarse y trazar límites con sus vecinos, y sus monarcas ejercían ya un poder interior casi absoluto, que ni hartos de Jumilla habrían soñado sus abuelos. Entraba además en juego un elemento casi nuevo: el capitalismo en su sentido actual. Los monarcas, desde el primero al último, comprendían que lo de acudir al parlamento para que les aprobaran impuestos y recursos encabronaba a la peña, y a menudo les decían que te subsidie Rita la Cantaora, chaval. Anda y vete por ahí. Sin embargo, los banqueros soltaban la viruta muy a gusto (a cambio de privilegios, claro), sin que hubiera que rendir cuentas a nadie. Así, amparado por las monarquías, el capital europeo se puso tan gordo y lustroso como choto de dos madres. La palabra santa era dinero, y quien disponía de él dormía tranquilo. Todo eso, lógicamente, trajo consigo una nueva e inevitable libertad intelectual, con el desarrollo potente de las artes, las ciencias y las letras que habían fraguado en el Renacimiento. En ese registro de modernidad fueron ejemplares los Países Bajos, prósperos por su industria de paños y comercio internacional, unidos entonces en un solo espacio político (bajo la monarquía española, lo que traería problemas en un futuro inmediato), precedente de lo que hoy conocemos como Bélgica y Holanda. Las ciudades de Brujas y Amberes eran puertos internacionales de mucho tronío, con una potente burguesía local que estaba superpodrida de pasta, y sus barcos mercantes empezaban a moverse por el ancho mundo al socaire de los grandes descubrimientos de españoles y portugueses. En cuanto al imperio austríaco, en ese momento vinculado al español con Carlos V y luego (cuando Carlos abdicó en su hijo Felipe) por estrechos lazos de familia, era entonces la gran potencia indiscutible de Europa central. Habría sido ése, ojo al dato, un momento óptimo para dar en los morros a la amenaza turca y al Islam que seguía dando por saco desde Levante; pero los trajines domésticos y la falta de unidad europea hacían imposible tan deseable firmeza. Y fue una lástima, de la que todavía hoy sufre Europa las consecuencias. En los siglos XV y XVI la invasión turca fue la mayor desgracia que desde el fin del imperio romano afligió a Europa (eso fue Henri Pirenne quien lo dijo); y los pueblos que cayeron bajo su dominio, búlgaros, serbios, rumanos, albaneses y griegos, se vieron sumidos en un despotismo, crueldad y barbarie propia y ajena (la despiadada manera turca de hacer entonces las cosas) que no cesaron hasta el siglo XIX, con serios coletazos en el XX que incluyeron, hasta ayer mismo, las guerras de los Balcanes. Tiene mala sombra constatar que mientras los pueblos germanos que en otro tiempo habían invadido el imperio romano (todos más brutos que un sushi de panceta) acabaron adquiriendo virtudes y costumbres de los pueblos conquistados, cristianismo incluido, los turcos hicieron justo lo contrario. Los súbditos forzosos de su enorme imperio no les interesaron nunca un carajo excepto como chusma a explotar en todos los terrenos: laboral, militar, sexual y cuantos etcéteras quieran añadir ustedes. Durante cinco siglos, vivir bajo el yugo turco (casi nadie de allí se convirtió al Islam, salvo parte de los albaneses) fue una verdadera pesadilla, y cualquier insurgencia se resolvía con matanzas que ponen los pelos de punta. Para darle de hostias a la Sublime Puerta y expulsarla de Europa habría hecho falta una coalición de potencias occidentales como las que luego se formarían contra la Francia de Napoleón, contra la Alemania del Káiser y contra la de Hitler. Pero no hubo ganas, ni huevos.
[Continuará].
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