Por Arturo Pérez-Reverte |
El rey más pintoresco de la Europa del XVI, y posiblemente también de la historia de Inglaterra, fue Enrique VIII. Para no andarnos con circunloquios tontos, dejemos claro desde el principio que era un verdadero hijo de puta con garaje, piscina, balcones y macetas de geranios a la calle. Empezó como príncipe católico, e incluso el papa de turno le otorgó, a petición propia, el título de ‘Defensor de la Fe’; pero luego se complicaron las cosas. El tal Enrique, Tudor de apellido, estaba casado con una princesa española que se llamaba Catalina de Aragón, y no tenían hijos varones. Eso por un lado, y que Enrique era un cerdo lujurioso y sin escrúpulos a quien ninguna dama de la corte se le escapaba ni dando saltos, por el otro, lo convenció de separarse de su legítima y montárselo con una señora bastante trepa llamada Ana Bolena, que era como la Isabel Preysler de allí.
Pero como Roma (Clemente VIII al aparato) se negó a concederle el divorcio, el rey inglés se lió la manta a la cabeza y rompió con la Iglesia Católica por el morro (vean la peli La vida privada de Enrique VIII, donde el gran actor Charles Laughton está enorme). Al final se casó seis veces, el tío cochino; y para desembarazarse de las sucesivas esposas llegó a ejecutar a un par de ellas, incluida la tal Bolena (disculpen si me alegro, pero me caía mejor la aragonesa Catalina, que fue toda una señora), que inauguró el muy concurrido cadalso conyugal regio. De todas formas, lo del sexo guarrindongo del monarca inglés no fue más que una anécdota para su ruptura con el catolicismo, porque las causas fueron más serias y profundas. Enrique VIII, que se las daba de teólogo, consideraba a los protestantes luteranos como herejes de chichinabo: unos simples tiñalpas. El problema no vino por ahí. Ana Bolena fue sólo un pretexto para un proyecto más vasto y madurado, que convertiría al rey inglés en cabeza de una iglesia local independiente de Roma y bajo su control absoluto. Consciente de que la religión seguía siendo un formidable instrumento de poder, empezó Enrique con amagos y tanteos para ir calentando la cosa, y al final se tiró a la piscina (que era lo único a lo que le faltaba por tirarse) proclamándose chief protector of the church and clergy of England, como suena, por la cara. En todo este proceso destacaron en su ayuda algunos personajes notables que luego han ido saliendo mucho en el cine. Uno fue el canciller Tomás Moro, tipo culto e interesante, cabal, honrado, intelectual de campanillas (escribió Utopía, obra destacada de su tiempo), que al estilo de Erasmo de Rotterdam soñaba con una reforma humanista y moderada de la Iglesia Católica, sin violencias ni escándalos. Pero el cabroncete del rey pretendía ir mucho más lejos, tenía sus propias ambiciones, y el amigo Tomás, con su honrada conciencia de Pepito Grillo, acabó tocándole los cojones. Así que la cabeza del pobre canciller acabó rodando por el cadalso en aquella Inglaterra donde a esas alturas el verdugo hacía horas extras, pues la cosa se había puesto chunga para quienes no acataban de inmediato las órdenes o los caprichos del monarca. Lo de Enrique y su nueva iglesia fue un auténtico reinado de terror anticatólico; un despotismo moral nunca visto antes allí, que los cardenales, obispos y curas locales, puestos entre el patíbulo y la pared, se zamparon con el resignado entusiasmo que en tales casos suelen demostrar quienes prefieren seguir vivos y, a ser posible, comerse unas migajas del pastel. Con un Parlamento dominado por una nobleza que a su vez estaba dominada por el rey, aplaudiendo con el entusiasmo del converso, el alto clero inglés, dócil como el corderito de Norit, se puso a las órdenes de Enrique acatándolo como sumo pontífice y como lo que hiciera falta. Y no hubo más que hablar, porque a quien hablaba (como el obispo Fisher y algunos curas y monjes que tuvieron agallas para levantar la voz) se lo llevaban por delante. Artífice práctico de todo eso fue otro fulano notable, el jefe de gobierno Tomás Cromwell (también hay película, y no confundir con el Cromwell que vino luego), que formado en la escuela de los políticos italianos trabajó cuanto pudo por la omnipotencia absoluta de la corona británica. Su policía se convirtió en verdadera Inquisición, las cárceles se llenaron y nuestro viejo amigo el verdugo no daba abasto, todo el día chas, chas, chas, dale que te pego con el hacha. Ese período de terror y afianzamiento del poder real duró hasta que Enrique VIII pasó a peor vida, dejando una Inglaterra a punto de caramelo para cuando su hija Isabel o Elizabeth I (la pelirroja cuya interesante historia y la de María Estuardo contaremos cuando toque) ocupó el trono, empezando así el proceso que convertiría a Gran Bretaña en lo mucho que luego fue. Así que permanezcan ustedes atentos a la pantalla.
[Continuará].
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