Por Pablo Mendelevich |
Junto con el mediano y largo plazo, eternos ausentes del horizonte argento, algunos asuntos casi no están siendo mencionados en esta campaña electoral. Uno es la corrupción, que a lo sumo presta servicios destacados en modo insulto. Javier Milei, por ejemplo, se refiere a diario a la casta corrupta, a los periodistas ensobrados, a los empresarios prebendarios. Pero sería un error burdo confundir esas adjetivaciones de tribuna con una política anticorrupción o con posicionamientos frente al problema que plantean centenares de causas judiciales atascadas, nunca se sabe si adrede o por esa costumbre que tiene Comodoro Py de confundir las sentencias con buenos vinos y añejarlas.
Tampoco el marco constitucional al que deberá someterse quien asuma el 10 de diciembre parece funcionar como natural ordenador de lo que se puede y lo que no se puede. Si un senegalés, un burkinés, un rumano o un kazajo recién aterrizado en Buenos Aires se pusiese a observar la campaña para descubrir la forma de gobierno que rige en estas tierras, difícilmente la adivinaría. Basada en la división, control y equilibrio entre los tres poderes, la estructura organizativa republicana hoy está invisibilizada por un presupuesto psicodélico: que vendrá un gobierno fuerte, imparable, el cual coexistirá en dulce armonía con una oposición colaborativa, misericordiosa o por lo menos sumisa. Semejante dinámica, por si hiciera falta aclararlo, no registra en la Argentina un solo antecedente histórico ni por aproximación, muchísimo menos cuando se trató de gobiernos no peronistas.
Del Congreso y de la Corte Suprema casi no se habla. La campaña parece estar referida a los candidatos presidenciales concebidos como individuos autosuficientes, todopoderosos, y al ritmo transformador que a ellos les apetezca en su debido momento imprimirle a la realidad. Puede que saquen el cepo en un abrir y cerrar de ojos o en varios meses. Que dolaricen todo, desde la Quiaca hasta la Base Marambio, ni bien lleguen a la Casa Rosada o a lo largo de un año y medio. Ya se verá. La campaña no es demasiado precisa respecto de los “qué”, pero para ser ecuánime tampoco derrocha información acerca de los “cuándo”. Y con los “cómo”, queda dicho, no se mete demasiado.
Ser gradualista o, como el café que viene en frasco, instantáneo, estaría supeditado a tecnicismos de la medida bajo análisis, no a contextos políticos que la habiliten ni a acuerdos. Palabra tabú, acuerdo, que en nuestra democracia no debería ser pronunciada en vano: es blasfemia cívica. Vaya uno a saber qué castigo divino trae pensar en acuerdos. Ergo, el camino de la imposición está implícito. Aunque no cierre. ¿Y entonces?
Los contextos políticos en realidad no son atendidos en detalle. Es como si la célebre frase de Balbín “el que gana gobierna y el que pierde ayuda” fuera un precepto religioso que esta república impoluta nunca dejó de respetar. Democracia bucólica. Todo es posible. ¿Cuánto podrá llevar, por ejemplo, reconvertir el asistencialismo en fuerza laboral, cambio revolucionario que de un modo u otro ahora todos dicen querer llevar adelante, incluido el candidato del gobierno que fabricó más piqueteros que nadie? ¿Y los mientras tanto? El gradualismo, verdad de Perogrullo, está lleno de mientras tanto.
Lo que flota en el aire no es otra cosa que un cesarismo presidencial al taco. Las encantadoras melodías de campaña, en algunos casos sustituidas por rugidos temerarios, quedan circunscriptas al Poder Ejecutivo. A primera vista sólo es Milei el candidato que habla por encima de las reglas de juego, pero tampoco están muy claros los planes de los otros dos integrantes del club de los tres tercios en relación con el sistema político institucional, visto el pronóstico nada extravagante de una oposición de baja tolerancia al cambio (y al statu quo).
A Milei le pasa en el terreno político como a esos nuevos ricos que alardean con que no existe absolutamente nada que no puedan comprar, obscena omnipotencia que por falta de alcurnia, sin embargo, no incluye la aspiración de pertenecer a los círculos sociales exclusivos. Es Milei quien más votos acopia (y supuestamente por esas horas se le reproducen). Pero debido a que carece de historia, a que amasó su inigualable fortuna política de golpe, no pudo ni podrá hacerse valer de manera consonante entre los diputados, los senadores, los gobernadores ni los intendentes, tampoco entre jueces y fiscales ni en otros estamentos del sistema que él quiere controlar. Los controla “la casta”.
A las gobernaciones las vio pasar de lejos debido a que casi todas las provincias adelantaron sus elecciones locales para no quedar pegadas con candidatos presidenciales piantavotos, cronograma que se pensó cuando todavía Alberto Fernández y Eduardo de Pedro eran posibles postulantes del peronismo. En el federalismo existen relaciones estrechas de interdependencia y si bien no hay subordinación de las provincias al gobierno federal, durante muchas décadas las provincias fueron intervenidas sólo para ser alineadas partidariamente con la Casa Rosada. Ese es el trasfondo histórico que tendría un eventual presidente Milei, caso único, sin un solo gobernador propio. El peso de los gobernadores en el sistema político no necesita ser explicado, se lo pudo apreciar bien en las épocas de De la Rúa, Duhalde, Kirchner, Macri y ahora con Alberto Fernández.
El Congreso utiliza en la Argentina un raro mecanismo de renovación retardada que lo blinda contra los vientos repentinos del humor social. Al renovarse por mitades cada dos años, Diputados amortigua los cambios en un cincuenta por ciento, cuando la gran mayoría de las cámaras del mundo tiene renovación completa, no escalonada. El Senado es aún más conservador. Los senadores, que duran seis años, se renuevan por tercios cada dos años. Sólo Brasil, Chile y Haití poseen en América latina renovación parcial de la Cámara alta.
Esa es la razón por la que el huracán Milei, si persiste, no conseguirá arrasar en el Congreso: tiene pronóstico de tercera minoría en ambas cámaras. En Diputados se cree que Juntos por el Cambio será la primera minoría, pero en el calmoso Senado hasta podría permanecer como primera minoría el kirchnerismo, créase o no, si bien escoltado de cerca por la coalición de Patricia Bullrich. Sobre 72 bancas, Milei obtendría ocho. Sólo le faltarían 29 para llegar al quóurum.
Claro que si Milei fuera presidente, el Senado conducido por Victoria Villarruel podría paralizarse, como sucede ahora por decisión de Juntos por el Cambio con el fin de evitar que Cristina Kirchner inunde una vez más la Justicia con jueces amigos. En esa eventualidad, ¿Milei impondría su ley (sic) mediante decretos de necesidad y urgencia? Convertidos en hechos consumados, ¿conseguiría acaso refrendarlos después en el Congreso? ¿O terminarían judicializados en la Corte Suprema, que ejerce el control de constitucionalidad? ¿Y la Corte qué haría?
Entre los cuatro integrantes que hoy tiene, ya se sabe, no hay ni de lejos algo parecido a un libertario: tres jueces tienen corazón peronista, uno procede del alfonsinismo. Se trata del tribunal al que el gobierno de Massa sigue intentando voltear mediante un infinito juicio político cuyo único efecto importante ha sido el acalambramiento de los taquígrafos de la Cámara de Diputados.
Quiere decir que la gran novedad de esta era no es el resultado electoral de hace diez días como fenómeno inesperado y disruptivo sino lo que todavía puede venir. Un desajuste formidable entre las reglas del sistema y el huracán político resultante de la crisis de representación. Algo que la campaña, por ahora, esquiva con esmero.
© La Nación
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