Por Jorge Fernández Díaz |
Ignacio Camacho es probablemente el analista político más lúcido de España. Me lo presentó hace unos cuantos años en Madrid Arturo Pérez-Reverte, que es uno de sus lectores más consecuentes. Escribe cada día del Señor, de domingo a domingo y desde hace décadas, una influyente columna de opinión en el diario ABC, y hasta los articulistas y dirigentes ubicados en las antípodas de su pensamiento le reconocen su sensatez y clarividencia. Ignacio me pidió hace unos días que le enviara material sobre el fenómeno Milei.
Luego de estudiarlo me dio su conclusión: “liberalismo malversado” y, sobre todo, “dospatadismo”: “Yo esto lo arreglo en dos patadas”. Política de café. El primer concepto es ideológico, y en verdad conecta con “la nueva derecha”, que tomando a algunos pensadores liberales dogmáticos de los extremos y a los conservadores más religiosos y radicalizados acusan al liberalismo político y económico (y a los “tibios socialdemócratas”) de haber traicionado a la familia tradicional permitiendo la legalización del aborto, el matrimonio igualitario, la educación sexual en las escuelas, la diversidad, el feminismo y otros asuntos de la llamada agenda woke. Para esos nuevos derechistas, como para sectores recalcitrantes de ciertas iglesias cristianas, la democracia liberal engendra progresismo, incluso si la conduce la centroderecha, que “está domesticada y ahora también es políticamente correcta” (sic). El fanatismo y la soberbia progres, y sus imposiciones exageradas e intrusivas, que realmente bastardearon causas nobles y de avanzada, labraron así esta reacción virulenta.
La dinámica pendular, como siempre, parte de un error para llegar a otro; lo contrario de una gran desmesura es otra desmesura del mismo calibre. Y Trump y Bolsonaro son los héroes de toda esta corriente internacional, aunque comparar a Javier Milei con cualquiera de ellos podría inducir a error. En principio, porque el libertario argento no termina de encarnar en público esa “contrarrevolución” –así lo denominan– y después porque el populista norteamericano llegaba de la mano del partido más poderoso de Estados Unidos y de importantes segmentos del establishment económico, así como el populista brasileño venía con larga experiencia legislativa, y tenía el apoyo del decisivo partido militar y del fuerte empresariado de San Pablo. Milei llega con su hermana, cuatro perros, cinco operadores, tres intelectuales y un grupo de economistas jubilados a quienes les devolvió la alegría. Recordemos, de paso, que aquellas experiencias tan admiradas no acabaron bien: Trump y Bolsonaro naufragaron de manera rotunda, y Vox resultó el mejor aliado de Pedro Sánchez, porque dañó a la oposición y le sirvió de espantapájaros con algunos de sus delirios y cancelaciones de sentido contrario. Vox quiso censurar, en plena campaña electoral, Orlando, de Virginia Woolf. Para reafirmarse en su posición, los mileístas despachan a Cambiemos por haber fracasado, pero le rezan a Jair, que no solo resultó derrotado, sino que permitió la resurrección de su odiado antagonista del PT.
El “dospatadismo” del anarcocapitalista queda en evidencia cuando los periodistas interrumpen brevemente su histriónico stand up y le preguntan cómo aplicaría su famosa “motosierra”. Es entonces cuando emergen serios problemas: la improvisación, el voluntarismo, el desconocimiento institucional y la banalización de la política. Para no detenernos puntualmente en cada hipérbole, tomemos como ejemplo la voluntad de “meter presos” a los dirigentes sociales que se le planten. ¿Qué pasaría a continuación? ¿Mandaría arrestar a los jueces que los excarcelan, frustrado intervendría el Poder Judicial, intentaría modificar las legislaciones sin mayorías parlamentarias, negociaría con la “partidocracia corrupta” o cerraría el Congreso de la Nación? Estoy maximizando este tema con el solo fin de mostrar la inconsistencia. Una cosa es el imperio de la ley, otra muy distinta es tener un carácter imperial con una armada Brancaleone y tres espadas de bizcocho. Clausurar el Banco Central, por otra parte, es, según los especialistas, violatorio de la Constitución –¿buscaría una reforma?– y muchas de sus acaloradas propuestas de estos días romperían tratados internacionales y ahondarían dramáticamente nuestra condición de país paria: ¿no le importaría? Destruir el Mercosur –fundamental, entre otras cosas, para consumar el acuerdo con la Unión Europea congelado por el kirchnerismo–, darle la espalda a Brasil por meras antipatías ideológicas, o romper relaciones con China, potencia mundial ineludible, son muestras de un amateurismo suicida. Confundir inútiles y militantes indefendibles dentro del Conicet con su tarea crucial es como poner nitroglicerina en los cimientos de un edificio tan solo para fumigarlo.
En el siglo XX muchos otros teóricos de la economía les llevaron sus “planes perfectos” a regímenes militares, para que los dictadores les cumplieran los sueños que eran imposibles de realizar en la gris e incómoda democracia. Claro, con tanques y fusiles, y sin miedo al aislamiento, era todo más fácil, y aun así resultó siempre fallido. Las exposiciones mediáticas de Milei no distan demasiado de las extravagantes explicaciones que podría ofrecernos, por ejemplo, Myriam Bregman sobre la eventual implementación de una revolución trotskista: sus planes drásticos se podrían realizar, claro está, pero armando milicias populares y llenando las cárceles de disidentes. Milei y Bregman lo arreglan todo en dos patadas. Porque no son, esencialmente, idearios constructivos, sino proyectos de demolición. Y en el caso específico del libertario, tampoco se trata de una praxis probada, sino de una política claramente experimental. Se trata, en realidad, de experimentar con los argentinos. Extraño liberal que en lugar de imitar las formas virtuosas de los países occidentales que prosperaron inventa exotismos que pocos o nadie pusieron en marcha. ¿Occidente estará equivocado? ¿Merkel, Macron, Obama, Biden y Trudeau le parecerán también parte de la “casta”? Al contrario que los humildes republicanos de esta nación rota, Milei no anhela un país normal. Se regodea, como Carta Abierta, en ser una exuberante anomalía. La sociología del momento demuestra que persiste la misma patología mesiánica de siempre, solo que cambió de sujeto, de envase y de dirección. Un caudillo demagógico de nuevo cuño, un milagrero vendrá a salvarnos, y su programa se desarrollará definiendo ante todo al enemigo –la dirigencia política entera– y arreglándolo todo con dos patadas. Eso no quiere decir, por supuesto, que su diagnóstico de la debacle nacional no sea correcto. Pero ante un mismo diagnóstico de gravedad, dos médicos pueden aplicar tratamientos con resultados diametralmente opuestos: uno puede sacar al paciente adelante, otro mandarlo directo a la morgue.
En esta semana de pura espuma, donde mandan el exitismo y el rating, algunas figuras reconocidamente republicanas han caído subyugadas por esa propaladora enfática de conflictos con más tendencia al caos que al cambio. Los republicanos que se fugan hacia el trumpismo nacional nunca fueron, en verdad, republicanos de convicción. La Libertad Avanza, como el kirchnerismo, desconfía de las instituciones, y si gana habrá que seguir defendiéndolas con uñas y dientes porque estarán nuevamente en peligro. Que algunos de estos conversos de las últimas horas ya adopten la terminología macartista de toda esta derecha frívola –tachan a Patricia Bullrich de montonera y socialista– provoca estupor y tristeza. Que no perciban la satisfacción del kirchnerismo frente al triunfo de Milei, debido precisamente a los riesgos de una crisis de gobernabilidad propiciada por su irracionalidad e inexperiencia, constituye una asombrosa negación. Y recordemos: Bolsonaro facilitó con toda esta clase de torpezas vehementes el regreso de Lula, como Milei podría habilitar la vuelta de Cristina. Tres tercios y tres palabras quedaron en pie y en disputa después de las primarias: libertad, república y patria. Para los nacionalistas, puede haber patria sin república ni libertad. Para los trumpistas, puede haber libertad sin república y sin patria. Pero para los ciudadanos de la moderación y el “país bueno”, no hay patria ni libertad sin república. Quien quiera oír que oiga.
© La Nación
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