Por Arturo Pérez-Reverte |
Las luces —una roja y algunas más— se acercan por estribor, amenazadoras. Y además no se apartan de la demora que hace rato les has marcado, lo que significa que lleváis rumbo de colisión. Te encuentras a medio camino entre Menorca y el sur de Cerdeña, son las 03:46 de la madrugada y es el quinto mercante desde que empezó tu cuarto de guardia. Según los reglamentos internacionales, el velero, amurado a estribor con el foque grande y la mayor con un rizo —de noche, un rizo de más es un susto de menos—, tiene preferencia de paso. Pero llevas treinta años navegando y sabes que las preferencias son relativas. A estas horas, suponiendo que haya alguien en el puente del mercante, estará bostezando a punto de irse a dormir o anotando en el cuaderno de bitácora los pormenores de su guardia. Posiblemente no te vea nadie mientras el barco se te echa encima.
Bajas a la camareta y echas un vistazo al AIS: Monroke One, se llama el muy cabrón. En once minutos pasará a menos de dos cables, lo que significa leñazo seguro si alguien no espabila. Antes, cuando había menos chismes electrónicos a bordo, te habrías limitado a lanzar una llamada por radio al barco anónimo y luego intentarías ceñir el viento cuanto pudieras para buscar su popa, por si acaso, o quedarte parado. Ahora, sin embargo, puedes mencionar su nombre cuando oprimes el botón de la Sailor: «I call to the motor vessel Monroke One in my starboard; watch me, please». Que el nombre circule por la radio espabila mucho. Aun así, prudente, enciendes el motor y esperas minuto y medio, más tenso que el pescuezo de un cantaor flamenco. Al fin, el otro aumenta la velocidad y tú apagas el motor, retomas el rumbo y te recuestas en la bañera. Y cuando el mercante se aleja por la otra banda, quitas la luz de los instrumentos y vuelves a contemplar las estrellas, que parecen miles de alfilerazos en una hermosa semiesfera negra.
Amo y detesto navegar de noche. Detestarlo es fácil: basta con haber conocido la incertidumbre en la oscuridad, el cansancio de las guardias entumecido de frío, las continuas maniobras a mercantes en zonas de mucho tráfico, los barcos de crucero que parecen verbenas flotantes, los imprevisibles pesqueros, las redes y palangres que no ves, el miedo a dar con un objeto flotante que te abra una vía de agua, las drizas enredadas en el palo, la tensión para identificar ésta o aquella luz confusa en la marejada, las trampas del mal tiempo con una costa a sotavento, el aullar siniestro del viento en la jarcia, el agua que oyes romper en los escollos cercanos, las olas negras, enormes, sobrecogedoras, en cuyo seno hundes a ciegas la proa sin saber cómo acabarás remontándolas… Todo eso, o la cuarta parte de eso, basta para odiar la navegación nocturna, inevitable cuando haces viajes largos. Pero hay otros aspectos del asunto. Los que justifican las noches en el mar.
No necesito álbum de fotos, pues llevo tres décadas de navegación en la memoria: momentos imposibles en otro lugar. Nada hay como gobernar un velero que larga amarras y se desliza a medianoche hacia la bocana entre las luces silenciosas de un puerto. Nada como quince nudos de viento y la luna rielando en el agua mientras recorta al trasluz las velas desplegadas, o esos cielos cuajados de estrellas que parece vayan a caerte encima. Nada como apagar los instrumentos y guiarte durante un rato, como los marinos antiguos, por la estrella Polar. O, en mitad de un temporal duro que vienes corriendo desde hace ochenta millas, ver aparecer de pronto, en un desgarro del mar y las tinieblas, el faro de las Columbretes diciendo no te acerques, chaval, mantente lejos y seguirás vivo. Nada como la mole fosforescente de una ballena que emerge a tu lado, resoplando en la luz incierta del alba, mientras doblas dando bordos Punta dello Scorno. O como el momento mágico a poniente de Alborán, cuando hasta donde alcanza la vista el agua hierve bajo la luna con reflejos plateados, porque miles de pequeños atunes persiguen a un gran banco de peces que huyen de su voraz cacería.
Eso, y muchas otras cosas, es la noche en el mar: belleza e incertidumbre, la una como precio a pagar por la otra. La felicidad serena de avanzar en la oscuridad casi a tientas en una embarcación que conoces bien porque ella te conoce; que cuida de ti mientras habla con susurros precisos en cada movimiento, en cada crujido, en cada flamear de sus velas. Que te lleva, bajo las estrellas, allí donde cierta clase de hombres y mujeres —esto lo escribió Joseph Conrad— se sienten más felices y seguros que en tierra firme porque hay, al menos, diez millas entre ellos y la costa más cercana.
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