Por Nicolás Lucca
Había una vez un nene de seis años que vivía en una burbuja, como corresponde a cualquier niño criado por padres medianamente responsables de su salud psicológica. Ese niño recibía cada sábado un billete de unos cinco o diez australes –no recuerda bien– de mano de su abuelo paterno. Sabía que cada cuatro sábados, más o menos, podía comprarse un muñeco pequeño de Transformers en la librería del barrio.
En la zona residencial donde ese nene creció, una reserva forestal de concreto compuesta por varios barrios del Estado, los comercios eran multipropósito: la panadería te cocinaba el lechón, la mercería vendía ropa, el ferretero hacía arreglos de construcción. La librería, como corresponde, vendía juguetes.
En épocas en las que pagar un servicio implicaba una excursión al banco y ser atendido por un cajero, la madre de ese niño se lo llevó de la mano hasta la sucursal del Banco Mercantil. En el camino, pasan por la puerta de la librería y el nene pide entrar a comprar el juguete que deseaba. La madre, apurada, le promete detenerse al volver del banco. En tiempos en los que cualquier trámite debía ser efectuado en línea de cajas, no convenía llegar tarde: te cerraban la puerta en la cara aunque la cola diera la vuelta a la manzana.
Efectivamente, la cola daba la vuelta a la manzana. Unas horas después, la madre logra abonar la boleta de Segba y emprenden la vuelta. Frenan en la librería y la madre le pide a su hijo que señale en la vidriera el juguete que deseaba comprar. El nene queda atontado mientras señala: el precio había cambiado. Sólo unas horas habían transcurrido desde la última vez que lo vio y la plata que tenía en el bolsillo ya no le servía. Debía esperar una semana más. La madre, con el conocimiento de que esa semana más no llegaría nunca, puso la diferencia y el niño se fue con su juguete en la mano. Y con la cabeza llena de preguntas que la madre no sabía cómo explicar.
Ese nene casi nunca veía a su padre porque se pasaba el día en el trabajo y la noche sobre un remís. Los viernes, el padre cobraba un aumento “por planilla complementaria” y corría a la primera cueva que encontrase para comprar los dólares que pudiera. Eran tiempos difíciles en los que la economía se había visto brutalmente sacudida por un montón de factores de imprevisión del gobierno, pero que se vio agravada por una serie de sequías tan, pero tan brutales que hasta se secaron las cataratas del Iguazú. Sí, las cataratas más caudalosas del mundo, secas. No teníamos ni energía eléctrica. Los cortes programados, al menos, servían para expandir la imaginación. Por si faltaba algo, toda América Latina atravesaba una crisis hiperinflacionaria, al igual que otros países en vías de desarrollo de aquellos años, como… Israel y Taiwán.
Ese nene hoy tiene 35 años más y escribe estas líneas. Aparece más seguido por su casa que su propio padre gracias a que sus mil laburos le permiten trabajar donde haya una conexión. También laburó sobre un remís, aunque ahora tienen nombres más top.
Hoy me pregunto cómo es que un gobierno que no tuvo alzamientos militares, que no tuvo ni uno solo de los 13 paros sindicales con los que contó aquel gobierno, que no asumió después de una dictadura militar, termina de este modo. ¿Cómo pueden quejarse de una sequía? ¿Tuvieron algún contratiempo sindical que les impidiera llevar a cabo las reformas que necesitaban hacer? ¿Alguno de los piqueteros que tienen de funcionarios se iba a ofender si cambiaban las cosas en serio?
No me queda otra que afirmar que no se trató de impericia: fue a propósito, adrede, con dolo.
Sergio Massa se convirtió en un adicto al ascenso y se cargó al ministro de Economía para aparecer como el salvador del país. Se ve que venimos flojos de economistas en la Argentina, o que no contamos con personas que entiendan de números reales, y designamos a un abogado. El tema es que un abogado que se precie de tal comprende, mejor que nadie, el concepto de acción-consecuencia.
En su ambición por la presidencia, a Massa no le importó absolutamente nada. ¿Cómo terminó la joda?
Puedo dar muchísimos ejemplos de personas, pero como nada conozco más que aquello que me sucede, a los hechos me remito.
Este mes comencé a pagar el alquiler con un 105% de aumento respecto del mes anterior. Sólo entre el lunes y el miércoles me llegaron notificaciones de aumentos del 30% en el garage y de casi el doble en el seguro automotor. A la disparada del dólar se sumó el 25% de un nuevo impuesto que clavaron a las aseguradoras y que, obviamente, cayó sobre los boludos que tienen el tupé de contar con un rodado, aunque se trate de un Renault 12 de 1986.
Sumemos otro 25% a todo lo que cotiza en dólares: repuestos, granos, petroquímicos, aceites, perfumería y farmacia. Y se quedan cortos, porque para cubrir gastos futuros deben acceder a un dólar que sólo se consigue en mercados alternativos.
Miércoles. Aumentó 15% el pan y otro 35% las carnes de res.
Jueves. A los aumentos del 12,5% de todas las petroleras privadas se sumó la mismísima YPF, que para algo tenemos una petrolera de bandera. Por mera matemática, todos sabemos que el aumento es mucho menos de la mitad de lo que debería haber subido.
En menos de un par de semanas, el gobierno decidió subir la cotización del dólar para los granos con los que se produce el biodiesel de corte del combustible y, por si fuera poco, el precio de referencia internacional en la Argentina subió un 25% por decisión del gobierno.
Massa prometió que los combustibles no presentarán más aumentos hasta octubre. No aprende, el hombre. Esta semana vio lo que pasa cuando se agita demasiado una gaseosa y sigue sin entender que aquello que no fluye, explota.
En sintonía, mis ingresos no aumentaron su poder adquisitivo en esos dos días, sino que cayeron un 20%. Todo subió, mi poder adquisitivo bajó.
Pero sigo. Las petroleras informaron a las empresas de transporte un promedio de 25% de aumento en el costo del combustible a granel. Obviamente, también les cayó a las empresas el aumento del seguro. Y con el dólar montado en un cohete a la Luna, doy por sentado que todos los insumos para el correcto funcionamiento de los camiones, también se fueron al carajo. De entrada, los neumáticos también aumentaron un 25% en un día.
¿A dónde creen que va a parar eso? Les tiro una pista: al precio de todo lo que no aparece de forma espontánea en ningún comercio.
Esta semana cayó la calidad de vida de millones de argentinos. Y no me refiero solo a lo económico: los niveles de angustia, enojo, preocupación e incertidumbre se fueron a las nubes y no me refiero a la manga de forajidos que viven enquistados en el gobierno. Esos están hechos y lo único que les preocupa podrían tratarlo en terapia o comprarse una pelota Wilson para que puedan hablar las 24 horas sin romperle las pelotas a nadie.
Hablo del boludo pagaimpuestos de a pie, el que esta semana hizo cola para cargar nafta, del que se queda sin otra alternativa que pagar aumentos a causa de eventos que escapan a su control. Esta semana, demasiada gente, quedó con el culo mirando al norte, angustia en el pecho y los ojos caídos de cansancio.
Viernes. Recién me doy cuenta que las jugueterías están vacías. Entro a consultar a la de mi amigo Hernán. No vendió un pingo en toda la semana.
La semana del Día del Niño.
No sólo me pregunto cómo quedará la cabeza de los comerciantes –algunos ejemplos ya los vimos llorar por tevé– sino que también pienso en todos los padres. Pasaron de comprar algo de marca a conformar a sus hijos con versiones truchas de cualquier cosa. En el país campeón del mundo, las únicas camisetas de la selección que se pueden conseguir son truchas. Si eso no sirve de parámetro, no sé qué más puede hacerlo. De allí para abajo, lo que se imaginen.
Esos mismos padres que ya recurrían a una decimoquinta marca de juguete de dudosa calidad, esta semana se privaron del gusto de celebrar a sus niños en su día. ¿Cómo quedan las cabezas de quienes sienten que no pueden darle un gusto a sus hijos, nietos, sobrinos o hijos de amigos?
Para tranquilidad de todos, los ansiolíticos, antidepresivos y estabilizadores se fueron a las nubes. Quiero retruco: hay faltantes de componentes de los antidepresivos más efectivos porque, aunque se elija la marca nacional, son ensamblados: la droga viene de Europa.
Con todos los descuentos de una obra social o prepaga, un paciente con trastorno psiquiátrico básico –supongamos un Trastorno de Ansiedad Generalizado, una depresión o un Desorden de Regulación Emocional– pagó en julio unos 14 mil pesos en pastillas. Sin descuentos, ese montó se eleva a 30 mil pesos o más en el peaje mensual para ser funcionales en una sociedad disfuncional. Sin contar los honorarios del profesional. No quiero ni pensar lo que deberán abonar en agosto, ni puedo imaginar septiembre.
Un país cada vez más psiquiátrico al que se lo tortura: por la situación te alterás, por alterarte te medican, por el costo de los medicamentos te alterás más.
De todo este recuento semanal, hay una sola cosa que es gratis: el precio que paga el Gobierno por dejar a un país entero al borde del chaleco de fuerza. Lo que quedaba del Presidente se tomó el palo. Nadie sabe de él. Fue un acto en tres pasos: primero desapareció el hijo menor. ¿Recordás que tuvo un pibe? Luego, Fabiola dejó de facilitar tantas cosas que un día dejamos de recordar que existía una Primera Dama. Fue todo tan de a poco, que un día desapareció el señor de bigotes y ni nos enteramos.
Y si bien todas las técnicas de campaña electoral fueron un delirio, hay una puntual que merece una consecuencia real y lineal.
Todo lo ocurrido esta semana en materia económica es motivo más que suficiente para iniciar una causa penal contra, por lo menos, el flamante candidato de Unión por la Patria, el abogado Sergio Massa. La devaluación de la cotización oficial del dólar al día siguiente de las elecciones y la difusión del índice de inflación 48 horas después, son una prueba irrefutable de ocultamiento de información y de manipulación de la economía con fines personalísimos.
Si él sabía lo que había que hacer, si no lo hizo a sabiendas de lo que, indefectiblemente, ocurriría, administró de forma fraudulenta. Si tomó el aparato del Estado para torcer los destinos económicos con un fin absolutamente personal, su administración fraudulenta generó un perjuicio imposible de cuantificar en términos reales y de daños psicológicos a una porción enorme de la sociedad argentina. No hay una víctima: hay millones.
El abogado Massa ni siquiera puede alegar desconocimiento. No es un justificativo para delinquir porque la ley se presume conocida por todos. Sí, por todos, aunque las entrevistas y opiniones de esta semana demostraron que, al menos los comunicadores y sus entrevistados, no conocen, siquiera, la Constitución Nacional.
Pero en el caso de Sergio Tomás, al haber cursado la carrera de derecho, debe recordar que el artículo 173, inciso 7, del Código Penal dice que sufrirá una pena de prisión de un mes a seis años “el que, por disposición de la ley, de la autoridad o por un acto jurídico, tuviera a su cargo el manejo, la administración o el cuidado de bienes o intereses pecuniarios ajenos, y con el fin de procurar para sí o para un tercero un lucro indebido o para causar daño, violando sus deberes perjudicare los intereses confiados u obligare abusivamente al titular de éstos”.
Es más, seguramente sabe que el artículo que le sigue, el 174, en su inciso 5, dice que sufrirá pena de dos a seis años de prisión “el que cometiere fraude en perjuicio de alguna administración pública”.
Repito: lo sabía. Lo recontra sabía. Sabemos que lo sabía. Él sabe que sabíamos que sabía. El resto de los candidatos saben que sabía y, si no lo registran, alguno de sus asesores saben que sabía. Los fiscales federales saben que el ministro sabía. Los organismos de control saben que sabía.
Y nada.
Hacer cumplir la ley no es judicializar la política ni embarrar la cancha. Por una puta vez alguien tiene que pagar por su delirio de ambición. Alguien, alguna vez, en este bendito país, tiene que rendir cuentas por todo el daño causado a tantas personas para satisfacer un interés tan pajero como el ego.
Podemos discutir si Massa sabe o no tiene idea de la fiesta de millones de dólares que se fugan en los negocios clandestinos de una aduana controlada por uno de sus asesores de mayor confianza. Qué se yo, vamos a darle el derecho a que lo cague su mano derecha. Podemos discutir si sabía o no que el Indec hace selección de marcas y barrios a la hora de contabilizar la inflación. Quizá no es muy hijo de puta sino muy boludo, porque no existe una tercera opción.
Pero si vive en la Argentina, es muy difícil que no se entere. ¿Acaso no tiene una PlayStation 5 en su casa? ¿Acaso no usa un iPhone 39 tanto él como sus hijos, esposa, suegros y Mami Mo? ¿Cómo los obtuvo, cómo los ingresó? ¿Por qué él sí y nosotros no? ¿Y los relojes de los aduaneros? ¿La pilcha, la tecnología, sus marcas exclusivas? ¿Por qué ellos sí y nosotros no? ¿Acaso no hay faltante de dólares? ¿Nadie revisó los patrimonios de todos estos tipos para ver si se encuentra todo en orden?
No sé, quizá sea yo quien ve fantasmas. Vieron que cuando los medicamentos escasean, la cabeza falla.
Pero este país triste, en el que “darse un gustito” para un jubilado no es regalarle algo a su nieto para el Día del Niño sino comer un churrasco una vez por semana, es producto de una manga de manipuladores del sistema. Este país en el que los que están a favor y en contra de Milei o de Bullrich viven entre la euforia y la desesperación, es producto, consecuencia directa de una banda manipuladora.
¿Se quejan de la poca educación cívica del votante promedio? No sé, mi cielo: ¿quién maneja los contenidos educativos del país hace más de tres décadas? ¿Viste esos dos años que dejaste sin clases a los niños y adolescentes? Un cuarto de ellos votan. ¿Con quién nos quejamos de que no sepan normas básicas del funcionamiento constitucional e institucional de un país?
En fin, les daría consejos financieros para conservar los ahorros pero, preventivamente, me dí a la tarea de estar en cero. Así que sí puedo aconsejarles que, cuando alguien sabe que hará daño y no le importa, tiene consecuencias penales. Aplica para cualquiera.
Quizá, alguna vez, se nos dé. Mientras tanto, a juntar las monedas para las pastillas.
Y a cuidarse, que no todos estamos medicados.
© Relato del Presente
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