miércoles, 30 de agosto de 2023

Por un lector vampiro

 Por Guillermo Piro

Hubo un tiempo en que alguien como Lord Byron llamaba a las poesías de John Keats “idioteces banales”, o que Virginia Woolf decretaba que las obras de James Joyce eran “tonterías”. Eso lo recuerda un artículo de The Economist (los artículos de The Economist no llevan firma). El artículo tiene razón cuando dice: “En la vida literaria de hoy, satisfacciones como esas son cada vez más raras”. Resulta un auténtico consuelo saber que en Gran Bretaña también desaparecieron las críticas negativas de los diarios y las revistas especializadas. A juzgar por lo que se lee todo es relevante, indispensable, imprescindible, necesario u obligatorio. Nada causa vértigo y ganas de vomitar. La literatura sigue siendo escrita por escritores, de donde podemos deducir que nada cambió por ese lado.

Algo cambió del lado de la crítica: se ablandó, se volvió irrelevante, o lo que es peor, conformista. Alguien lo llamó “la inflación endémica de los juicios positivos”. Buena noticia para los escritores; mala para los lectores.

Robert Douglas-Fairhurst, profesor de inglés en la Universidad de Oxford, recuerda que en la época victoriana “las reseñas eran consideradas una forma de higiene cultural”: los críticos no se limitaban a golpear al enemigo, sino que limpiaban las habitaciones sagradas de la literatura. Mucho más acá y de este lado, Enrique Anderson Imbert llegó a decir de Borges: “Sus libritos, engendrados sin sangre y sin fuerza en sus entrañas mal alimentadas, van apareciendo año tras año, pero muertos”. Y Mark Twain de Jane Austen: “Cada vez que leo Orgullo y prejuicio me entran ganas de desenterrarla y golpearle en el cráneo con su propia tibia”. Y Evelyn Waugh refiriéndose a En busca del tiempo perdido: “Estoy leyendo a Proust por primera vez. Muy poca cosa. Creo que era un retrasado mental”. Los lectores actuales estamos privados de bellezas como esas.

The Economist encuentra el origen de este reblandecimiento crítico en internet: “La red alteró tanto la economía de la crítica (los diarios adelgazaron y tienen pocas páginas dedicadas a los libros, por lo que los redactores las llenan con los libros que hay que leer, no con los que deberían evitarse) como su oportunidad. (Los insultos que en una época eran divertidos se vuelven aburridos cuando quedan online por toda la eternidad).” Luego está el anonimato: en el pasado la mayor parte de las reseñas no iban firmadas y esto le garantizaba a los reseñistas cierta inmunidad, la misma que le brinda a The Economist que sus artículos se publiquen sin firma.

Nadie cuando es chico dice: “Cuando sea grande quiero ser crítico literario”. Los chicos quieren ser bomberos, policías, astronautas. La crítica literaria no es una vocación noble: en ninguna ciudad se encuentra la estatua de un crítico, “pero tampoco hay estatuas de ingenieros constructores de desagües cloacales y de cirujanos de próstata, aunque estaremos todos de acuerdo en que son muy útiles”, dice The Economist.

Aquí mismo, en este suplemento: pocas cosas me resultarían más felices que encontrarme un día con la crítica despiadada de un libro. Pero eso no ocurre jamás, y si yo fuera lector me sentiría levemente estafado: no es posible que solo se publiquen libros egregios. O tal vez ser reseñista es eso: alguien que solo recomienda lecturas. Habría que renovar el amor por la yugular, fomentar el nacimiento de esos críticos que no abandonan una lectura cuando les desagrada. Hacen falta lectores vampiros. Aunque sea firmando con seudónimo, pero diciendo la verdad: el lector la merece. En vez de dedicarse a señalar paisajes hermosos e inolvidables, paseos hermosos a través de bosques encantados, el reseñista debería avisarle al paseante dónde están los pozos, los derrumbes y las arenas movedizas. Y si al autor no le gusta, bueno, es escritor, siempre puede defenderse.

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