Por Guillermo Piro |
Hace poco la Embajada de Chile en la Argentina dio a conocer un video de cuatro minutos y medio que pretendía ser un homenaje al poeta Gonzalo Rojas, fallecido en 2011. El video suscitó un pequeño escándalo porque estaba plagado de errores: biográficos (decía que el poeta había nacido en 1914 en vez de 1916), bibliográficos (le asignaba dos obras que en realidad pertenecen al mexicano Alí Chumacero) y ortográficos. Pero lo que más llamaba la atención era que cuando se escuchaba la voz del poeta leyendo su poema “Veo un río veloz brillar como un cuchillo”, la actriz de la pantalla leía Poema de Chile de Gabriela Mistral.
Dejando de lado las razones del equívoco –no nos interesan: la poesía es un bello país, pero este es un asunto que tienen que arreglar los chilenos–, resulta al mismo tiempo comprensible, hasta diría razonable, que el nombre de Gabriela Mistral haya escalado posiciones de manera tan equívoca y violenta, casi como si en Chile leer un libro de poesía fuera sinónimo de leer a Mistral, o como si los chilenos leyeran a Mistral hasta cuando leen a Gonzalo Rojas.
Un secreto pudor me lleva a no creer que la razón de ese fanatismo sea que el primer mandatario de Chile, el joven Gabriel Boric, haya dicho en alguna ocasión que era su poeta preferida. Que un presidente sea el responsable del impulso dado a un poeta es algo que suena vergonzoso hasta para quien siente el mismo interés por la poesía que por la vida sexual de las almejas. De modo que esa explicación queda descartada desde el vamos. Lo que pasa es otra cosa. Veamos si logramos desentrañar algo.
Al igual que Pablo Neruda, Mistral usaba un seudónimo. El verdadero nombre de él era Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, y el de ella Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga. Al igual que Neruda, Mistral se dedicó a la política y fue diplomática. Y como Neruda ganó el Premio Nobel, solo que veintisés años antes que él, en 1945.
Desconozco cómo es Mistral como poeta, ya no habito esos lugares, pero sé que la dictadura de Pinochet, durante los años 70 y 80, se ocupó de difundir una imagen equivocada de ella. Pinochet tomó el poder en 1973, y en ese entonces Neruda era algo así como el poeta nacional, solo que un poeta nacional ateo y comunista, lo que significaba que el nuevo régimen necesitaba un nuevo poeta nacional, y Mistral se ajustaba mejor.
La poeta había muerto dieciséis años antes y no era muy conocida. Aprovechando este desconocimiento, la dictadura pudo promover una imagen un poco deformada de ella, insistiendo en ciertos aspectos de su biografía más que en otros, particularmente en su labor como maestra rural y en su fe católica. Se la veía en los billetes de 5 mil pesos, donde aparecía ya anciana, con expresión seria y adusta (nadie ríe nunca en los billetes), y sus poemas comenzaron a aparecer en los manuales escolares, pasando por alto sus ensayos políticos, su orientación pacifista y feminista, y saltándose algunos aspectos de su vida privada. Siempre conviene que las madres de la patria sean solteronas, y sobre todo no es conveniente que sean lesbianas.
Pero en la década del 90 algo pasó: la imagen de Mistral empezó a mutar, sobre todo a partir de 2007, cuando se publicó el intercambio epistolar que mantuvo con Doris Dana, una escritora estadounidense treinta años menor que ella que durante muchos años se empeñó en presentarse como “benefactora” de la poeta. Hoy la figura de Mistral, sus poesías y sus escritos son muy conocidos, y se volvió un símbolo para muchas feministas y para la comunidad Lgbtq+ chilena. Tan conocida es que sus libros aparecen hasta donde deberían estar los libros de Gonzalo Rojas.
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