Por Loris Zanatta |
El triunfo de Milei es la revuelta de la clase media. No sé si los estudios de flujos electorales lo confirmarán, pero esta es la impresión: la clase media argentina explotó, reventó como un corcho de champán. Y contagió a otras clases, incluso a las más pobres. Suena epocal, revela una conmoción cultural. Sí, porque normalmente eran las clases medias, su parte más culta, las que se subían a las caravanas del “pueblo”. La hegemonía kirchnerista fue un ejemplo de ello. ¿Se dio vuelta la tortilla? El abanderado de los pobres, el piquetero del Papa, apenas cosechó un 5% de apoyos en un país donde los pobres son mayoría. El glorioso peronismo se detuvo en poco más del 27%, irrisorio. ¿Con qué cara subirá a partir de ahora a un escenario un dirigente sindical, un intelectual nacional-popular, un gobernador feudal a invocar al “pueblo”? ¿Qué pueblo? “Dios, patria y pueblo” ya fue.
No diré que me lo esperaba porque sería mentira, no así. Y no seré yo quien se suba al carro del ganador porque este ganador no me gusta. Pero no deberíamos estar sorprendidos. La clase media argentina fue el corazón palpitante de un país vital y dinámico. Miren cómo se ha reducido. ¿Por qué no habría de rebelarse? Sus condiciones de vida no han hecho más que empeorar. Paga los impuestos de todos, pero tiene que comprar los servicios que debería recibir a cambio. ¿El éxito? Está mal visto. ¿La prosperidad? Es pecado. ¿El talento? Debe ser mortificado. ¿El ahorro? Fue masacrado. Su mayor orgullo son los logros de los hijos emigrados.
Pero las condiciones materiales son solo la punta del iceberg. ¿Y el resto? ¿La humillación permanente? Desde el advenimiento del peronismo, desde el del kirchnerismo aún más, la clase media ha sido tratada como extranjera en su propia patria, “oligarquía cipaya” y “vehículo de la ‘colonización cultural’”. El “pensamiento nacional” la llamó “clase colonial”; la teología del pueblo, “antipueblo”; el marxismo, “pequeña burguesía alienada”. Recuerdo una entrevista con el papa Francisco: “¿Por qué –le preguntó un periodista– no tiene pastoral para la clase media?”. “Lo pensaré”, respondió.
Comprensible y justificada, la revuelta de la clase media no es, sin embargo, en sí misma una panacea. Depende de si será constructiva o subversiva, de si hará política o seguirá con la guerra. Las revueltas de las clases medias han parido monstruos varias veces, engendrado populismos aun peores que los populismos que combatían. Por ahora, el 30% de Milei me recuerda al 30% con el que Beppe Grillo sacudió la política italiana en 2013: sus mítines se llamaban “vaffanculo days”, el libro más vendido se titulaba entonces La casta, sus propuestas eran más impactantes que realistas, poco prácticas, pero muy moralistas. Viva la circulación de las elites, oxígeno de la democracia, siempre y cuando las nuevas sean más competentes e ilustradas que las viejas. En Italia se vio de todo: milagreros y aventureros, magos y bandidos, demagogos y amateurs. Pasó una década, llegó la reculada.
Así llegamos a Milei, el hombre al que la clase media argentina coronó líder de su revuelta. Me inquieta. El lenguaje violento, el narcisismo caudillista, el extremismo mesiánico no son para mí. Tal vez el raro sea yo: desconfío de santos y héroes, mucho más de Mussolinis o Evitas, Kirchners o Berlusconis, Mileis o Bolsonaros. Claro, soy muy consciente de que una revuelta no es “un almuerzo de gala”, dijo un entendido. Nadie espera que su jefe desfile en librea lanzando flores a la multitud. Pero me pregunto: ¿es un político haciéndose el poseído o un poseído haciéndose el político? Hay una gran diferencia.
De su lado, hay que decirlo, Milei tiene una carta poderosa, la más poderosa para liderar la revuelta de la clase media: ya basta de paternalismo estatista, de demagogia asistencialista, de autarquía proteccionista. Ya basta de vivir en un mundo muerto y enterrado. No funciona, es deletéreo, es enfermizo. Alimenta corporaciones parasitarias y camarillas clientelares, corrupciones y colusiones, rentas y privilegios. Ay de desdeñar a Milei: en todo esto le sobran razones. De hecho, es la perfecta némesis del campo nacional-popular, el espejo invertido del consenso panperonista, el fantasma surgido de sus ruinas. Casi diría que el populismo se lo buscó y se lo merece. Siempre es así: a sus muchos daños, los populismos suman el de fabricarse adversarios opuestos, pero parecidos.
¿Cuál es, entonces, el problema con Milei? Concedido que nadie sabe cómo gobernaría, que figuras similares a veces lo rompen todo (véase Trump), pero otras veces se dan baños de realidad (véase Meloni), tengo dos temores. El primero es este: solemos pensar que la clase media es más reflexiva y pragmática, más racional y consciente que las clases populares. Lo dudo. Los comentarios en las redes sociales de los electores “libertarios” exhiben un amplio muestrario de fideísmo e irracionalismo, pensamiento mágico y violencia reprimida. No todos, claro, pero muchos, dan más miedo que él: buscan al demiurgo que “lo arreglará todo”, al descabezador que matará al dragón.¿Cómo soportarían la frustración de descubrir que no es así cómo va la vida, cómo camina la historia? ¿Cómo enfrentaría los obstáculos su oráculo? ¿Negociando o a cabezazos?
Lo que me lleva al segundo y mayor temor. Veo que muchos, tanto entre los que votaron por Milei como entre los que lo detestan, piensan que esto es “liberalismo”. Palabra sobre la cual planea así un viejo malentendido, la damnatio memoriae del liberalismo latinoamericano, la extendida creencia de que sea una doctrina económica sin fundamento ético ni cultura democrática. Ética y cultura que, al revés, forman parte de su esencia, a la par de la libertad económica. ¿El Estado de Derecho? ¿El equilibrio de poderes? ¿Los sacrosantos derechos sexuales? ¿La paridad de género? ¿El sano escepticismo del reformista? ¿El sabio gradualismo del realista? No veo que todo esto preocupe a Milei: homo oeconomicus, todo para él parece ser economía. Excepto dejar asomar sombras xenófobas y prejuicios moralistas, ajenos al espíritu tolerante y cosmopolita, más propios de la parafernalia populista. Surge entonces la pregunta: ¿qué quiere la clase media? ¿Cambio o venganza? ¿Avance o retroceso? ¿Construir ladrillo a ladrillo un edificio mejor o adorar un nuevo ídolo?
© La Nación
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