Por Pablo Mendelevich |
Como presidente de la Confederación Argentina, Justo José de Urquiza vivía en el Palacio San José, Entre Ríos, el mismo lugar donde cayó asesinado. Bartolomé Mitre alquilaba en San Martín 336, Sarmiento vivía en la calle Belgrano (después se mudó a la actual calle Sarmiento 1251, donde hoy funciona la Casa de la Provincia de San Juan), Roca habitó como presidente una casa en San Martín 557, a una cuadra de la de Mitre, y Luis Sáenz Peña estaba aún más cerca de la Casa Rosada, en Moreno, entre Defensa y Bolívar.
Pero en 1910 -huelga aclarar que en Buenos Aires no se habían inventado aún las residencias presidenciales- Roque Sáenz Peña, el hijo de Luis Sáenz Peña, encontró una solución habitacional singular: se fue a vivir a la mismísima Casa Rosada. Algo que ningún otro presidente hizo.
Debido a que Sáenz Peña (nos referiremos de acá en más a Roque) era diabético, la decisión de mudarse a su lugar de trabajo se la atribuyó a sus dificultades para movilizarse, pero es posible que hayan pesado otras consideraciones más íntimas relacionadas con su concepción del poder.
Inquilino exigente, antes de mudarse hizo varios arreglos. Entre otras cosas puso un jardín de invierno (que en los años veinte el presidente Alvear convertiría en oficinas) y amuebló y redecoró en forma señorial todos los salones de su nuevo hogar. Él y su esposa vivían en el primer piso, donde hoy está el despacho presidencial. Ahí mismo funcionaba el espacioso comedor.
Aunque a la Casa Rosada, que desciende de un fuerte, no se la solía llamar palacio, en esos cuatro años lo fue. Los sirvientes vestían librea, calzón corto, medias blancas y zapatos con hebilla. La vajilla fue traída de Europa. Sáenz Peña se sentía en Versalles.
¿Cómo se explica que este conservador recalcitrante -un conservador romántico, dicen-, haya sido quien nos legó algo tan avanzado en 1912 como el sufragio universal, secreto y obligatorio, que habilitaría el acceso de los partidos de masas al gobierno? La lucha por el sufragio popular había animado, revoluciones incluidas, las dos décadas anteriores. Hipólito Yrigoyen amenazaba al orden conservador con el abstencionismo y la protesta, pero el propio Sáenz Peña se reunió con él en secreto y le aseguró que la reforma electoral iba en serio. Sáenz Peña no llegó a enterarse de que Yrigoyen ganaría las siguientes presidenciales. Murió en 1914, a los 63 años, transcurridos dos tercios de su mandato.
Es curioso, la misma enfermedad dejó inconclusa la causa democrática de los dos presidentes del elitismo conservador que se propusieron terminar con el sistema fraudulento, paradójicamente el mismo que a ellos les permitió llegar a presidentes. Roberto Ortíz estuvo cerca de fulminar el fraude en los cuarenta -y quién sabe cuál habría sido entonces la suerte del coronel Perón-, pero la diabetes terminó antes con él.
Si los luchadores que con esfuerzo, sacrificio y vidas humanas lograron imponer el sufragio obligatorio se levantaran de sus tumbas y vieran que en la Argentina del siglo XXI la deserción voluntaria de las urnas va camino a alcanzar un tercio del padrón, quedarían perplejos. Tal vez su perplejidad podría competir con la de un contemporáneo al que le cuesta entender que hace 111 años la consigna “quiera el pueblo votar” salió de las entrañas de la aristocracia que venía dominando con métodos impiadosos el juego político. Las contradicciones argentinas, se sabe, reclaman el derecho a formar parte del paisaje a la par de la Cordillera.
Se escucha a veces algún ninguneo de la Ley Sáenz Peña. “¡No tenía nada de universal el sufragio, porque las mujeres no votaban y los extranjeros, que eran muchísimos, tampoco!”. Opinión certera si no se tiene en cuenta que para la época -y vistos los antecedentes- la universalidad masculina ya era un paso revolucionario. La ley electoral de 1857 -cuatro años posterior a la sanción de la Constitución, la cual no contiene limitaciones acerca de quiénes pueden votar- fijaba el derecho al sufragio para los varones, pero en los hechos votaban muy pocos, poquísimos, y las elecciones no eran para nada limpias. En cuanto al sufragio de la mujer, impulsado desde la década del diez por feministas de varias extracciones políticas, sobre todo del socialismo, tardó, es cierto, 35 años más. La promulgó el peronismo en 1947 y se estrenó en 1951.
Sáenz Peña creó un registro electoral con control de los padrones fiscalizados por la justicia federal y se descentralizaron las mesas electorales. Entre los artículos más disruptivos de la ley 8871, conocida con el nombre del conservador que vivía en la Casa Rosada, al 5° le sobra elocuencia: “El sufragio es individual, y ninguna autoridad, ni persona, ni corporación, ni partido o agrupación política puede obligar al elector a votar en grupos”.
El número de votantes aumentó más de trescientos por ciento. En 1916, cuando ganó Yrigoyen por primera vez, votó el 62,85 por ciento del padrón. Para 1928 votaba el 81 por ciento.
Cuando volvió a haber elecciones libres, en 1946, el presentismo fue de 83,38 por ciento. En 1951, primer sufragio mixto, 87,95. Para la siguiente elección confluyeron en Arturo Frondizi los votos propios y los de buena parte del peronismo como resultado del pacto Perón-Frigerio, lo cual generó una ola de esperanza colectiva muy intensa. Votó el 90,86 por ciento. El récord histórico.
En 1963 (Arturo Illia) la participación fue del orden del 85 por ciento, muy parecida a las de las dos presidenciales de 1973 (Cámpora y Perón). Al reinstaurarse la democracia en 1983 (Alfonsín) bajó a 81,12, pero volvió a subir en 1989 (Menem) a 84,60. En 1999 (De la Rúa) fue de 82,32. En 2003, después del colapso, el porcentaje cayó a 78,21.
La caída más importante, sin embargo, ocurrió antes del colapso, en las legislativas de octubre de 2001, las elecciones del “voto salame” que introdujeron el enojo activo con la política. Votó el 75,47 por ciento. En las siguientes legislativas (2005) el descenso se acentuó: 73,33. A partir de entonces la participación osciló entre aproximadamente 74 y 81 por ciento, hasta que llegaron las PASO de 2021, plena pandemia, en las que se produjo la marca más baja de la democracia: 67,78.
Pero quizás el antecedente más directo a ser considerado con miras a las PASO presidenciales del domingo 13 sea el de hace cuatro años, cuando concurrió a votar el 76,40 por ciento. Hoy hay alarma por lo que se ve en todas las elecciones provinciales. Menos concurrencia, con la sola excepción de Tucumán (84,94 por ciento). En las recientes PASO de Santa Fe votó sólo el 62,67 por ciento. El domingo pasado en Chubut, el 69,28 por ciento. En total hubo hasta ahora elecciones en 17 provincias, en las cuales no fue a votar un 32 por ciento: algo más de cinco millones de personas. A la vez subió el voto en blanco, que en el conjunto de esas elecciones alcanzó el 6,81 por ciento. La torta de los votos positivos se redujo.
Vale la pena recordar, por si hace falta, que la Ley Sáenz Peña sigue vigente, lo cual supone, como todo el mundo sabe, que el sufragio en la Argentina es obligatorio (tal como en Australia, Bélgica, Bolivia, Brasil, Chile, Grecia, Líbano, Perú, Congo, Suiza, Tailandia y Uruguay, entre otros).
La obligatoriedad, así como el secreto, fueron instituidos para evitar la trampa, que en aquel momento no desapareció del todo pero se redujo en forma muy significativa. Se sobrentiende que si el sufragio es voluntario resulta mucho más sencilla la manipulación, gracias al terreno fértil de la disuasión, por decirlo amablemente, tan común hasta 1912. En estos 111 años se generó el hábito moral de la obligatoriedad del voto, ajeno a las sanciones usuales o a su amenaza, a menudo nimias o directamente inexistentes. El sufragio es a la vez una obligación y un derecho, y su supresión por parte de las seis dictaduras del siglo XX contribuyó a fortalecerlo como derecho.
Los análisis coinciden en atribuir la caída registrada a la desesperanza, con la sola excepción de los comicios celebrados en medio de la pandemia. Se habla de abstención, pero quizás no sea lo más apropiado. Ese término se usó históricamente para designar un acto de desobediencia cívica, un comportamiento electoral organizado, ya sea delante de elecciones contaminadas, con proscripciones o francamente fraudulentas. El radicalismo tiene una larga tradición en materia de abstenciones, desarrollada entre 1892 y 1933.
Pero el ausentismo actual en las elecciones provinciales, en modo abúlico, no está organizado por nadie. Es una sumatoria de actos individuales motivados por el desencanto, el enojo, quizás una falta de opciones electorales atractivas a los ojos de quien decide quedarse en su casa o escepticismo en cuanto a las perspectivas personales de cambio. Categoría que se suma a la franja estructural de ausentes que hay en toda elección por motivos de salud, movilidad o razones de índole meteorológica.
Por si faltaran motivos de incertidumbre en la Argentina, el del presentismo que se registrará en las próximas elecciones acecha a los jefes de campaña, a los candidatos, los dirigentes y todos los que el 10 de diciembre tienen la ilusión de celebrar 40 años de democracia saludable.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario