Por Arturo Pérez-Reverte |
Poco a poco, la idea de unos estados nacionales independientes, que no era nueva pero estuvo muy diluida en el pasado, cuajaba en la Europa de los siglos XV al XVI, a la que un italiano llamado Nicolás Maquiavelo había dado un importante toque práctico teorizando sobre lo que los gobernantes de la época hacían ya: conquistar el poder y mantenerse en él por encima de toda moral (Enseñé a los reyes a ser tiranos, pero también a los pueblos a librarse de ellos, escribió el cabroncete). Aquello señalaba sin paños calientes la realidad del Estado moderno, donde la religión católica funcionaba como un medio más, pretexto y herramienta de poder, y no como auténtica guía moral a la que atenerse.
Sería injusto, sin embargo, decir que la Iglesia no contribuyó a los modernos sentimientos de nacionalidad. Al contrario: fue su eficiente organización la que a menudo facilitó escenarios y mecanismos administrativos, y el patriotismo popular se desarrolló vinculado al religioso, e incluso estimulado por él. El antiguo dulce et decorum est pro patria mori retornaba matizado. Ahora, morir por la patria era también morir por Dios, y viceversa. Cada vez más sometidos a los príncipes o conchabados con ellos, con un pie allí y otro en Roma, los obispos los ayudaban a gobernar, y unos y otros vivían felices como perdices. En cualquier caso, la idea de una nación-estado de la que los gobernantes sólo eran administradores temporales iba ganando terreno. España se había autodefinido con los Reyes Católicos, y Francia e Inglaterra cuajaban bajo la autoridad de sus monarcas. Alemania, adscrita al Imperio pero fragmentada en principados territoriales, aún buscaba su camino; mientras Italia, como escribió Jean Touchard, aunque dividida, redescubría el ideal de la unidad fuera de la perspectiva cristiana. En Escandinavia hubo un amago unitario que no funcionó, pero terminó definiendo a Suecia (que se hizo la más chula del norte), a Noruega y Dinamarca. A esas alturas, Hungría y Polonia tenían ya carácter propio; e Iván III, primer soberano que gobernó una extensa Rusia convertida en estado nacional, reivindicó la tradición romano-bizantina, se proclamó césar (o sea, zar) y empezó a transformar aquello en la gran potencia que acabaría siendo y que todavía es. En términos generales (para más detalles, acudan a historiadores de verdad) tal era el panorama de la Europa que se adentraba en el siglo XVI, y que giró en torno a tres grandes personajes: Carlos V, rey de España y emperador de Alemania (nieto de los Reyes Católicos), Francisco I de Francia (refinado y ambicioso, primer rey absolutista moderno) y un tercero que no era europeo, aunque ayudó mucho como enemigo: Solimán el Magnífico, soberano del poderoso imperio turco. Ellos fueron los tres grandes protagonistas de su época hasta que intervino un cuarto que pondría parte de aquel mundo patas arriba. Lo curioso es que éste no era príncipe ni papa, sino fraile alemán: un tal Martín Lutero, hombre atormentado, oscuro, que aún vivía en el escolasticismo medieval, ajeno a las luces del humanismo y el Renacimiento, pero que se había quemado las pestañas leyendo a San Pablo. Y el fulano triunfó por dos razones principales. De una parte, la Iglesia, desdeñando el efecto que sobre la puta chusma tenían la predicación y la enseñanza en lenguas locales, mantenía su estructura aristocrática y olvidaba tocar la tecla popular. Por otra parte, mientras los reyes poderosos amparaban a sus clérigos frente a las exigencias de impuestos y prepotencia de la Curia Romana, Alemania, fragmentada en pequeños estados débiles, era incapaz de proteger a los suyos; así que el alto clero se quedaba allí con la viruta, trajinaba nombramientos, vendía indulgencias y bienes espirituales. Protestó Lutero contra ese despelote fijando en las puertas de la catedral de Wittenberg sus famosas 95 tesis (año 1517), que fueron rápidamente impresas y difundidas (sin el invento de Gutenberg habría sido imposible). En Roma, grave error, se descojonaron del asunto, considerándolo querella de frailes; y tal vez no habría ido a más si no se hubieran dado dos circunstancias. Una, que los dominicos, o sea, la Inquisición, entablaron proceso contra Lutero, lo que dio a éste, que hasta entonces era un simple tiñalpa, una notoriedad extraordinaria. La otra fue que independizarse de Roma y del muy católico emperador Carlos significaba, para algunos príncipes alemanes, trincar ellos el negocio. Así que la Reforma les vino como pedrada en ojo de boticario. El elector Federico de Sajonia, señor natural de Lutero, fue el primero en frotarse las manos y amparar a su díscolo monje. Y éste, crecido, pidió que le aguantaran el cubata: rompió vínculos con Roma, lideró el nuevo movimiento religioso y abrió un abismo (que iba a ser sangriento) entre las naciones de Europa.
[Continuará]
© XLSemanal
0 comments :
Publicar un comentario