Por Guillermo Piro |
Todos los ladrones felices se parecen unos a otros, pero cada ladrón infeliz lo es a su manera. A lo largo de siete años, entre 1994 y 2001, Stéphane Breitwieser robó trescientas obras de arte en pequeños museos europeos, por un valor que se estima en dos mil millones de euros. Pero la particularidad de Breitwieser no es solo esa: este ciudadano francés de 51 años no robaba para enriquecerse vendiendo las obras en el mercado negro, todo el botín lo atesoraba en su casa, y lo que lo movía no era el lucro sino el amor por el arte.
Muchos de nosotros, educados bajo el sino de Robert Wagner en Ladrón sin destino, tendemos a creer que los ladrones son seres preparados, llenos de recursos, de planes y de instrumentales. Pero Breitwieser robaba prescindiendo de todo eso, guiándose por la intuición, sin plan alguno. Daba vueltas por un museo, y recién cuando se encontraba frente a una obra de arte que deseaba poseer, pensaba en una estrategia para robarla. Algunos robos resultaron riesgosos, y otros de una facilidad banal. Por ejemplo, una tarde fue de visita al castillo de Gruyères y vio una ballesta colgando de un hilo del techo. Como estaba demasiado alta para alcanzarla por sus propios medios, tomó una pesada silla y la arrastró hasta donde estaba la ballesta, se subió y desenganchó el arma del hilo. Una vez, en una feria de arte y anticuariado, los guardias detuvieron a un sujeto que estaba intentando robarse algo, y sin pensarlo dos veces Breitwieser aprovechó la ocasión, sin que nadie lo advirtiera, y se llevó bajo el brazo una pintura renacentista.
Sus objetivos no eran los grandes museos, donde existen sofisticados sistemas de seguridad y difícilmente hubiese podido salirse con la suya, sino pequeños museos de Francia y Suiza, aunque también robó obras en Austria, Bélgica, los Países Bajos y Dinamarca.
Sin embargo Breitwieser nunca se consideró a sí mismo un ladrón, sino “un coleccionista poco ortodoxo”. Para enriquecer su colección, Breitwieser usaba una sola herramienta, o mejor dicho dos: un cortaplumas suizo y un sobretodo amplio y ligero. No llamaba la atención echando miradas furtivas y haciendo movimientos sospechosos. Cortaba, destornillaba, prestando atención siempre en no dañar la obra, metía el botín en un bolso o debajo del sobretodo y se dirigía tranquilamente a la salida. Su estrategia consistía en no comportarse como un ladrón. Hablaba con los guardias, pedía alguna indicación, hacía alguna broma, saludaba y se iba llevándose una obra que a lo mejor costaba millones de dólares. Su única limitación era la dimensión de las obras: nunca debían superar las de una caja de pizza.
Fue arrestado en 2001 en el Museo Richard Wagner de Bayreuth, en Alemania, intentando robar un corno de 45 mil dólares. Alguien lo había visto el día anterior en la vereda de enfrente observando el museo, y al toparse con él en una sala avisó a un guardia, que no le sacó el ojo de encima. Pero luego de su arresto sucedió algo increíble: la madre de Stéphane, que sabía de las actividades delictivas de su hijo, arrojó a un canal varias pinturas de los siglos XVI y XVII, que se perdieron, y muchos objetos de arte, algunos de los cuales nunca se recuperaron.
En 2005 fue condenado a tres años de prisión por un tribunal de Strasburgo. En 2011 la policía allanó su casa y encontró treinta obras robadas, por lo que en 2013 fue nuevamente condenado a tres años de cárcel. En 2016 lo atraparon tratando de vender un pisapapeles que había robado del Museo de la Cristalería de Saint Louis y volvió a ser arrestado.
Ahora está libre, sigue viviendo con su madre. Él asegura que no, pero seguramente está pensando en robar algo.
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