Por Jorge Fernández Díaz |
“Los pueblos también son responsables por aquello que deciden ignorar”, escribió alguna vez Milan Kundera, que murió esta semana en París y que fue una voz insumisa contra los regímenes totalitarios de izquierda y de derecha. La sentencia no solo pone en cuestión la supuesta infalibilidad del pueblo y tampoco se agota en la complicidad que a veces adopta en relación a determinados asuntos graves, sino que va un poco más allá: sugiere que el inconsciente colectivo suele desarrollar un fuerte mecanismo de negación. El tema nos toca de cerca porque la actual campaña electoral progresa dentro de una bruma de mala fe y de confusión, y sobre todo de un negacionismo sistemático acerca de determinados asuntos gruesos y escandalosos que nadie quiere ver.
Esa actitud conforma una neurosis silenciosa y transversal, pero quizá quienes mejor la encarnan en público sean los autopercibidos “progresistas”, que fueron acompañantes terapéuticos de los Kirchner y carne de cañón de sus psicopatías, y que incluso durante estos casi cuatro años han sido albertistas vergonzantes. Este colectivo pequeño sustrae olímpicamente del análisis político problemas nodales de la Argentina.
Hablan muy poco del alarmante expansionismo del narcotráfico y de cómo los kirchneristas le permitieron asentarse en las barriadas más pobres; invisibilizan también el hecho de que le cedieron a la policía corrupta su gerenciamiento; ignoran por lo general las infracciones institucionales y la destrucción de la cultura del trabajo, y miran para otro lado ante al crecimiento patrimonial de la oligarquía sindical, organizada todavía alrededor de la Carta del Lavoro y hoy preocupada por respaldar al ministro de Economía que hambrea a sus obreros. Naturalizan que infiltraron el Estado con más de veinte mil militantes de La Cámpora, que le han otorgado un flujo impresionante de dinero a caudillos del pobrismo y los han convertido en máquinas callejeras de la extorsión, y que le han cedido grandes negocios a un rancio capitalismo de amigos, que está dispuesto a financiar una eventual “resistencia”. A esto se agrega un cierto modo de hacerse el gil, que consiste en rechazar de manera activa o pasiva la evidencia incontrastable de que en los últimos veinte años se empoderó a distintas mafias y se edificó un Estado fallido, se destrozó la escuela, la sanidad y la seguridad pública. Y que ese mismo modelo clientelar y anacrónico generó una pobreza y una indigencia inéditas. Todavía para muchos esta última situación social es culpa del “neoliberalismo”, los “poderes concentrados” o la “sinarquía internacional”. El peronismo poco o nada tuvo que ver con esos resultados; es un punto ciego y nuestro nervio óptico ya no tiene sensibilidad para localizarlo en el centro del drama. Claro está que si toda esta calamidad se relativiza o directamente se la borra de la mesa de discusión, lo que queda es un mero sainete ideológico, un petardismo vacuo, un panelismo indignado y algunos árbitros de buenos sueldos para pitar los golpes bajos o los atentados contra la corrección política. Una vez más: cierta progresía es la expresión tilinga y cabal de la enfermedad, pero esta se extiende como una gangrena en el subsuelo de la patria y en todas las direcciones; en algunos casos porque mirar de frente lo que debemos modificar resulta intolerable. Mejor ignorarlo.
Es así como figuras salientes del oficialismo pueden lanzar admoniciones sobre un virtual futuro oscuro, sin hacerse cargo de haber labrado este presente negro. En plena campaña del miedo, por ejemplo, les explican a los jubilados que sufrirán lo indecible cuando ya los han sometido a estos estipendios de miseria y a este maltrato infame. Profetizan un infierno que ellos mismos prodigan y hablan desde torres endogámicas de lujo: nunca estuvieron tan lejos las elites de los ciudadanos de a pie. Basta imaginar lo que pueden sentir los sufridos bonaerenses que salen a trabajar cada mañana y no saben si regresarán con vida, cuando escuchan a su gobernador advertir que con la oposición correrá “sangre”: matan día y noche a vecinos en su propio territorio y por su negligencia, y Axel Kicillof –tan humanista– no derrama una sola lágrima por ellos. Porque además hay muertos de primera y de segunda en la Argentina, como quedó demostrado en Jujuy con el caso de Virginia Florez Gómez, una mujer que, bloqueada por un piquete de diez horas, se descompensó y murió esta semana. Si hubiera muerto un manifestante durante una violenta intifada –Dios no lo permita– ya habría intervenido Amnistía Internacional, y el kirchnerismo estaría fabricando remeras con su rostro. A Florez Gómez, ni justicia.
Este crudo panorama contrasta con la “conversación” que se entabla cada día en medios y redes, donde reinan las operaciones de momento y los ingeniosos contrapuntos, pero donde se escamotea la realidad de fondo que debería cambiarse. Y la interna republicana no ha sido eficaz para explicarnos cómo afrontará semejante faena. Una facción liderada por Horacio Rodríguez Larreta propugna como mantra el consenso, algo loable: ¿quién puede estar en desacuerdo con esa palabra centrista y tan sanadora? Pero más allá de las imprescindibles alianzas parlamentarias, ¿se puede consensuar con bandas armadas, corporaciones feroces y parcialidades en pie de guerra? Y las leyes conseguidas, ¿tendrán autoridad de aplicación con una política de leones herbívoros? La lógica diría que en todo caso se necesita consenso para entrar en conflicto. Porque no hay cambio sin conflicto en este país loteado. No se trata, por supuesto, del conflicto populista, que es un truco para inventar enemigos, dividir a la sociedad y someterla a su yugo hegemónico. Pero resulta risible pensar siquiera que tantas patotas y tantos privilegios gansteriles –factores fundamentales de esta decadencia– se allanarían a una perestroika democrática. Nunca creyeron en la democracia, y lucharán con denuedo para destituir al reformador.
A su vez, Patricia Bullrich ofrece esencialmente un temperamento: no es posible ni siquiera conseguir consenso sin antes ser fuertes, y no se puede lograr eso sin demostrar valentía y contundencia frente a los ultras. Su consigna de campaña hace acordar a la vieja canción setentista de Tejada Gómez: “Hay que dar vuelta el viento como la taba; el que no cambia todo, no cambia nada”. Suena poético y a la vez riesgoso, por obvias razones: los republicanos quisieran construir un país normal, pero no perdonarían radicalizaciones ni siquiera por esta gran causa. Bullrich se caricaturiza al presentarse como una “dama de hierro”. Uno podría recomendarle la milonga de Borges: “Suelen al hombre perder la soberbia o la codicia; también el coraje envicia a quien le da noche y día”. Ahora bien, se trata de una campaña interna, y parece que la mano firme tiene más pregnancia que la fofa. Leyendo las últimas encuestas, el kirchnerismo salió atolondradamente a destruirla y ya no sabe muy bien cómo estigmatizarla: por momentos la presenta como una especie de Meloni del subdesarrollo –rodeada por socialdemócratas, qué raro– y luego la muestra como una violenta guerrillera de Montoneros: de hecho, el ministro de la “derecha corporativa” que consagró Cristina Kirchner como su gran candidato mandó imprimir carteles macartistas donde se la escrachaba a Bullrich por su pasado en la JP Tendencia. Si al final ella triunfara se podría decir irónicamente que se cumplió entonces el deseo manifiesto de la arquitecta egipcia: una integrante de la “generación diezmada” alcanzó por fin el sillón de Rivadavia. El problema es que Cristina, en su intento de escribirse un pasado heroico, reivindica esa “juventud maravillosa” que tomó las armas y Patricia, que realmente formó parte de ella, hizo autocrítica y piensa que se trató de una equivocación espantosa. Farsa y realidad, apología y autocrítica mirándose a los ojos, frente a frente. Aunque sean pamplinas. Porque con toda esta insoportable levedad de la campaña, el Gobierno logra al fin y al cabo que se ignore el cadáver maloliente de su propio fracaso. Si la oposición y la sociedad se lo consienten se consumará el pecado que señalaba Kundera: todos seremos responsables por aquello que decidimos ignorar.
© La Nación
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