William Shakespeare
Por Renato Salas Peña (*)
De Shakespeare tanto como de Homero se han levantado innumerables olas de chismografía literaria que, si hoy vivieran, los imagino en algún talk show dando rienda suelta a sus orígenes demográficos o autorías falsificadas.
Este Cisne de Avon, que vio la luz a finales de un abril de 1564, nació en la humildad de Stratford-upon-Avon que hoy sobrevive turísticamente gracias a la fama de su ilustre bardo. Pero la suerte de nuestro autor no será tal en su nacimiento: su padre John había perdido el norte de su próspero negocio y el rancio abolengo materno de Mary Arden no alcanzaría para darle a William una educación que soporte, según sus críticos, esa maremótica creatividad literaria, y llenos de envidia como buenos críticos intentaran quitarle méritos a sus escritos.
Tal vez es esa necesidad económica o esa hambre de todo que llevó a William Shakespeare a casar con Anne Hathaway, algunos años mayor que él (casi 10), matrimonio que por el apuro con que se dio las lenguas que aún no hablaban exactamente inglés presumían de un embarazo temprano o una dote importante de la musa en cuestión. Lo cierto es que de esta unión vieron la luz Susana, Hamnet y Judith y sus posibles correrías en el arte amatorio y de la infidelidad quedan perdidas en los libros que nadie leerá.
Tal cual Jesucristo, Shakespeare tiene algunos años que se pierden en la cronología y será recién con casi 25 años que reaparezca en su propia escena, de la mano de la que será luego su propia compañía teatral Lord Chamberlain´s Men, la que incluso será protegida más tarde por el mismo monarca inglés adoptando el nombre de Kings Men.
Uno de los golpes más fuertes fue la muerte de su hijo varón con tan solo 11 años, lo que hizo que ponga todos sus intereses en la maternidad de sus hijas pero sin los resultados de ese árbol genealógico deseado. Para esto la fortuna que había amasado era más que envidiable y lo había hecho “apropiarse” de grandes terrenos y casas e incluso hacerse de un teatro al cual llamó El Globo, que un día de esos, como un aerostático, se prendió en fuego y se llevó la mayoría de sus manuscritos.
Mucho se ha escrito sobre la autoría apócrifa de sus obras; es más, se tejen varios nombres de posibles verdaderos autores: Bacon, Marlowe y un largo etcétera o que en realidad muchas de sus obras son “copiadas” de otras ya existentes: Hamlet de la leyenda Amleth o la misma Romeo y Julieta de un cuento de Bandello. Incluso, le auscultan hasta la firma, que no guarda firmeza y sería prueba del casi analfabetismo por el que rondaba nuestro autor. Más allá de un poético alcoholismo que le quitó la vida de manera temprana e incluso un rumor de homosexualidad. Toda una neblina londinense que no ha podido opacar el genio de este psicólogo creador de los más alucinados prototipos humanos que ha brindado la literatura mundial.
Tras pasar su etapa de actor callejero, en la cual se enfrentaba al humor y cantidad de vino que había bebido el vulgo, logra posicionarse en las primeras locaciones, que ya podrían adquirir el nombre de teatros, en donde lograba reunir a todas las clases sociales que iban del acomodarse como pudieran a estar cómodamente sentados y atendidos en una zona que hoy sería el equivalente al VIP.
Se estrena como autor, muy probablemente con una comedia, cuando bordeaba los 26 años, La comedia de las equivocaciones, aunque para mi gusto serán sus tragedias las que verdaderamente marquen a esos personajes que el día de hoy se pasean por nuestra ciudad buscando ese amor juvenil que se embriaga de pasión y que es capaz de llevarse en remolino seis vidas de un tirón. Ya no serán ni Montescos ni Capuletos, pero sí Quispes y Mamanis, quienes peruanicen esa geografía de Verona y Mantúa en un Villa el Salvador o Comas, y tras beber veneno para ratas en algún hostal de Lima se quiten la vida en nombre de su amor.
Hamlet, ese hombre que duda, que se entrega a la locura que muchas veces es la mejor manera de poder pasar desapercibido en esta realidad y se venga porque esa es la única forma de cobrar lo que nos quitan, lo que nos roban.
Shakespeare era un asesino. En sus tragedias no queda nadie con vida, solo uno que se encargaba de cerrar el telón y despedirnos de ese celoso extremo que cegó la vida de la nívea Desdémona en otélico ataque o ese pobre Rey Lear que termina aniquilado más por el dolor que le inflige ver a sus hijas destruirse por el poder o tal vez un Macbeth que se envenena con su propia ambición, esa que te hace traicionar a los que de verdad te quisieron y terminas, a pesar de todo tu poder, muerto, porque siempre habrá un Macduff que vengue los destinos.
Pero, así como se paseaba por la tragedia, también lo hizo por la comedia, en donde resaltamos de todos sus títulos El mercader de Venecia, Sueño de una noche de verano, La fierecilla domada, Las alegres comadres de Windsor, Mucho ruido y pocas nueces, La tempestad, y es básico también citar sus denominados dramas históricos: Ricardo III, Enrique VIII y los sonetos que a ritmo de alejandrinos hizo que expresen esos amores que se hilaron a través de sus 51 años, breves pero intensamente creativos, que le dan el título hoy del Padre del Idioma Inglés, y más allá de todas esas cuestiones shakesperianas y de calendarios julianos y gregorianos nos dejan a ese autor que ha hecho de sus creaciones seres que caminan el día de hoy a nuestro lado y que sin leerlos forman parte de nuestra tragicomedia que llamamos vida.
(*) Lima-Perú 1971 - Docente universitario, Licenciado en Educación con especialidad en Lengua y Literatura, asimismo llevó una Maestría en Docencia a Nivel Superior y Gestión Educativa y actualmente un Doctorado en Humanidades.
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