Por Edgardo Moreno
Desde los márgenes del sistema político están llegando señales hacia el centro: aquello que meses atrás parecía emerger como una novedad disruptiva para la polarización ahora está perdiendo viento.
Durante un tiempo, la revuelta de Javier Milei se propuso como la expresión eficiente para el enojo contra el sistema de coaliciones vigente. El cronograma electoral arrancó con una sucesión de comicios provinciales en los que Milei decidió no participar. Con esa decisión optó por mostrar la fragilidad de su armado territorial y reducir su candidatura a un enigma: la de su protagonismo personal en las presidenciales. Eligió además que su propuesta no sería -al menos fuera del área metropolitana de Buenos Aires- la última valla de contención antes de la abstención de los votantes.
Esa serie de decisiones de impacto estratégico para Milei no parecen haber sido resueltas de manera voluntaria. Más bien surgieron como consecuencia del caos organizativo de su sector y de la incapacidad del propio Milei por entender que la simple contestación no alcanza para armar una construcción política. Para más, surgieron evidencias -admitidas por el propio jefe de los libertarios- del uso de un mecanismo inconfundible de las castas políticas: la venta de candidaturas para ocupar espacios en el Congreso de la Nación.
Milei intentó justificar el procedimiento con el argumento de que esos trasiegos son transacciones meritorias, propias de la economía de mercado. Quedó en evidencia lo contrario: la compra de bancas no habla de las virtudes de la oferta y la demanda, sino de un vacío de propuestas licitado al mejor postor. Toda una descripción de lo que sería una eventual presidencia de Milei: una excursión de cacería de las corporaciones más potentes en el coto de caza de un gobierno vacío.
En el otro extremo de la escena, Juan Grabois es el síntoma de un repliegue similar, aunque con otra tipología. Grabois consiguió ubicarse como el tapón que le evitará al oficialismo la fuga por izquierda de los votos para Sergio Massa. El delegado del Papa ofrece una solución eficiente: con una confesión oportuna y una penitencia accesible -dos padrenuestros y otro par de avemarías- el kirchnerismo puede obtener la indulgencia para votar a Massa con la conciencia liviana. De otro modo, la generación diezmada tendría que enfrentarse a su verdadero dilema existencial: la capitulación de Cristina.
La combinación de estas novedades en los márgenes del sistema político comienza a dibujar de nuevo una polarización conocida. Massa ya está en campaña con todo el gobierno a disposición. Es ahí donde aparecen los beneficios, pero también los problemas de ser el candidato de un gobierno que, en medio de luchas internas de un salvajismo inédito, desbarrancó la economía hacia el umbral de una hiperinflación no admitida.
Nestorismo
Esa incomodidad explica el nuevo discurso de Massa sobre la relación con el FMI. En 2010 trascendieron documentos reservados de la embajada norteamericana donde Massa calificaba a Néstor Kirchner como “un monstruo y un psicópata”. Ahora que es candidato, Massa promete ser Néstor. Hacer como él, que juntó reservas para pagarle al FMI y sacarlo del país. Es la forma que tiene de explicarle al peronismo que continuará con los ajustes que comenzó al reemplazar a Martín Guzmán
El rol de Massa en el primer conflicto que enfrentó en la doble condición de ministro y candidato puede ser sintomático. Frente a un paro de transporte que afectó a Buenos Aires, Massa dijo que la culpa de esas desdichas es de los empresarios que se devoran los beneficios de una tarifa subsidiada. Habló como un candidato enojado, pero es el ministro que eligió mantener la distribución de ingentes recursos fiscales para evitar tarifas que impacten en la inflación.
Massa se presentó además como un competidor acechante para los empresarios del transporte. Los culpó del conflicto advirtiéndoles sobre la eventual caída de las concesiones asignadas por el Estado. Si se observa la gestión de las áreas que el massismo se reservó en el acuerdo inicial de la coalición oficialista -agua, saneamiento, transporte y energía en la zona metropolitana- no hay por qué descartar otros signos de nestorismo genuino: el avance desde la gestión arbitraria de los subsidios al manejo de los negocios mediante un capitalismo de amigos. Del diezmo a la propiedad. Se trata de un manejo, además, en el que integró a la sociedad política desde la cual proyecta para la opulenta intendencia de Tigre a Malena Galmarini. Otra pincelada de nestorismo político para que el sistema anote y subraye.
El discurso a todo o nada que estrenó Massa es en cierto sentido un producto –acaso un logro- de la tensión provocada por Patricia Bullrich desde el espacio de oposición. Algo que Bullrich consiguió esperando que la alternativa Milei decaiga por su propio peso y ejecutando una estrategia de diferenciación muy estricta contra Horacio Rodríguez Larreta. Bullrich propone consignas directas, como que la corrupción no se termina por consenso, o que con el narcotráfico no se negocia. En esa escena, su discurso al electorado muestra a Massa siempre sonriente. Es el político que sonríe, en medio de la desgracia del pueblo argentino.
A Horacio Rodríguez Larreta, el regreso del debate desde los extremos al centro le conviene, pero el discurso a todo o nada le demanda un esfuerzo de refutación. Tiene para exhibir lo contrario de Milei: los triunfos distritales más notorios de Juntos por el Cambio se operaron desde su armado político: San Luis empezó a dejar atrás a los Rodríguez Saá, y San Juan a las décadas de dominio peronista, por el tejido de alianzas que labró el larretismo. Si ese armado se consolida para Larreta en la vasta densidad demográfica del área metropolitana de Buenos Aires, la competencia con Bullrich será para alquilar balcones.
© Diario Río Negro
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