Por Pablo Mendelevich |
Ahora sí. Acaba de empezar el baile en serio. El país entró en modo electoral pleno, con cinco etapas bien diferenciadas. La primera es la campaña para las PASO, que son en un mes. Desde hoy miércoles a las 8 de la mañana faltan 744 horas para que se abran las mesas electorales.
A ninguna persona, digamos, normal, debería importarle este dato para organizar su rutina, pero existe un selecto grupo de sujetos frenéticos, ultracompetidores, cuando no obsesivos, generalmente workaholics, quienes en este momento no están pensando en otra cosa que en cómo sacarle el jugo a cada minuto de esas 744 horas.
Son los jefes de campaña, gurús electorales, asesores de imagen y, por supuesto, candidatos, a los que les va la vida en la tarea de encantar a las masas -sustantivo dicho sin doble intención- para que en el cuarto oscuro ensobren una determinada boleta y no otra.
La segunda etapa comenzará el domingo 13 de agosto por la noche. Va hasta las elecciones nacionales del 22 de octubre. Son 70 días.
Una probable tercera etapa, de cuatro semanas, desaguará en el 19 de noviembre, el domingo reservado para el ballottage (si alguien tuviera la fortuna de ganar en primera vuelta, en el proceso sencillamente habría una etapa menos).
Sigue la cuarta, ya con dos presidentes conviviendo, uno entrante y otro saliente, camino al recambio del 10 de diciembre. Son justo tres semanas, debido a que este año la fecha fija de asunción cae domingo: del mismo modo que Menem en 1995 y Néstor Kirchner en 2003, al nuevo presidente le tocará asumir el día sagrado en el que Dios terminó lo que había hecho y descansó, según, la Biblia. Sólo que para este agraciado de carne y hueso, el escogido, será recién el principio de todo. Posiblemente no pueda descansar por cuatro años. Un momento crucial, sin margen para siquiera esperar a arrancar el lunes.
La quinta etapa consiste en acceder al gobierno -faltan 119 días- y se dirá que esa ya es otra historia. He aquí un problema: que se piense que ganar las elecciones sea una cosa y gobernar, otra.
Las etapas de un año electoral como el que acaba de comenzar oficialmente quizás se parecen a las fases de propulsión de un cohete tipo Saturno camino al espacio, que van cayendo displicentes al vacío mientras al cohete nadie le saca la vista de encima. En cada nueva etapa los políticos dirán cosas distintas respecto de las que ya dijeron, no necesariamente en cuanto al contenido y las profundidades de su pensamiento sino, sobre todo, al tono, al énfasis, a la modalidad de la confrontación, al nivel de agresividad, a los pactos y las desavenencias. Por lo general en el vértigo electoral los vaivenes discursivos anestesiados bajo el manto piadoso “estamos en campaña”, un mantra, ayuda a que las etapas vencidas se olviden rápido.
Es que no es lo mismo pelear contra un rival de adentro para quedarse con una candidatura que enfrentar a los adversarios de afuera o que tener que seducir en el ballottage a los votantes de aquel al que hasta hace quince minutos se vapuleaba sin piedad. Todo lo cual a su vez puede necesitar ser recalculado de nuevo en el momento de sentarse a gobernar.
¿Sostendrá a rajatabla Horacio Rodríguez Larreta el perfil del buscador de acuerdos o Patricia Bullrich la impronta “a todo o nada” a medida que avance el proceso? En tal caso, ¿cómo piensan hacer la amalgama entre ellos cuando uno haya perdido la interna y el otro la haya ganado? Una vez en el gobierno, para los que llegan es apenas el tiempo verbal del manto piadoso lo que cambia: “estábamos en campaña”. Menos jurisprudencia hay sobre cuánto se puede tensar la cuerda dentro de cada coalición sin que después de la interna estatizada (eso son las PASO, un dispositivo relativamente nuevo) haya fugas de votantes en el flanco derrotado. Este domingo empieza una prueba de elasticidad en Santa Fe, donde la precandidata Carolina Losada, en un récord de antagonismo, anticipa que después de las PASO “no va a estar” con Maximiliano Pullaro, su rival.
Cada etapa tiene sus dictados, explica la literatura especializada, tan abundante como el cine del subgénero, que produjo clásicos como Colores primarios y que ahora va por las series. A propósito, ¿recordará el Carlos Menem encarnado por Leo Sbaraglia, ahora en producción, el concepto rector “si yo decía lo que iba a hacer no me votaba nadie”?
Para adaptarse, los estrategas electorales necesitan el dato de contra quién hay que ir en cada momento. Para tomar decisiones esperan el tablero actualizado. Estrategas electorales debieron ser, por ejemplo, quienes le recomendaron decir en los últimos días a Axel Kicillof que “la derecha” en caso de ganar está dispuesta a “asesinar gente” o a Gildo Insfrán, del mismo sector, que con Juntos por el Cambio vendrá un ajuste “con derramamiento de sangre”. Es de suponer que estos gobernadores peronistas no improvisan, sólo aplican, en forma premeditada y programada, la conocida receta de la campaña del miedo, de dudoso fair play. Eso sí, tal vez algo temprano.
En las presidenciales de 1999 Carlos Ruckauf ganó por primera y única vez la provincia de Buenos Aires desde un partido distinto del que triunfaba en forma simultánea en la nación, tras acusar violentamente de abortista a su rival Graciela Fernández Meijide y de decir que en materia de seguridad había que “meter bala” a los delincuentes. Las encuestas daban más o menos parejos a Ruckauf y Fernández Meijide. Luego del sablazo, la siguiente medición ya fue la del escrutinio, inapelable. El modelo Ruckauf le resulta inspirador al kirchnerismo, porque se sabe perdedor en la nación y sueña con retener la provincia de Buenos Aires.
Lo más complejo de todo es lo que viene ahora, en esta primera etapa, las PASO. Complejo en primer lugar para el pobre elector que tiene que entrar al cuarto oscuro solo y encontrarse con las boletas de los 27 candidatos a presidente (sí, hay 27 personas que se autoperciben en condiciones de gobernar la difícil Argentina de hoy), de las cuales debe escoger una. En algunos partidos de la provincia de Buenos Aires habrá una boleta de un metro, o apenas unos centímetros menos, dividida en ocho secciones. Material que si se quisiera cotejar y contrastar puntillosamente se le recomendaría al elector hacerlo una semana antes en su casa, mate en mano, con conexión a Internet. La oferta puede llegar a ser de más de 50 boletas diferentes con cientos de nombres en cada una. La mayoría son desconocidos.
Por eso los especialistas dicen que para no marearse en la infinitud del cuarto oscuro lo mejor es ignorar el papelerío y llegar con la boleta preferida en el bolsillo, atajo que todavía con mayor énfasis sugieren los punteros. Para eso ellos las reparten a granel, deseosos de ahuyentar vacilaciones de último minuto y achicar márgenes de error.
Las PASO, que entre otras cosas sirven para encoger la oferta dado que el chiquitaje no llegará a las generales (se requiere obtener más del 1,5 por ciento de los votos válidamente emitidos en el distrito de que se trate para la respectiva categoría) constituyen el mayor episodio logístico que existe en el país. Mayor, incluso, que una campaña de vacunación masiva.
Bajo la custodia algo paradójica de las Fuerzas Armadas, que en el siglo XX tuvieron memorables cortocircuitos, por demás costosos, con las urnas, en el término de diez horas 32 millones de ciudadanos salen de sus casas y vuelven, en todo el territorio del país, para sufragar en cien mil mesas electorales ubicadas en once mil establecimientos.
Y después hay que contar voto por voto sin equivocarse, para satisfacer la misma noche del domingo la voracidad por los resultados de una sociedad que se acostumbró a tenerlos aquí y ahora, dando por cierto el escrutinio provisorio cuando el válido es el definitivo. Más vale que ambos escrutinios no difieran, como afortunadamente, en líneas generales, viene ocurriendo.
© La Nación
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