lunes, 3 de julio de 2023

La Biblia

 Por Carmen Posadas

Tenía que ocurrir. Después de condenar a la hoguera de “libros indecentes” obras tan sexistas, pornógrafas y homófobas como Harry PotterLa casa de la pradera o Matar a un ruiseñor, ha llegado la hora de añadir la Biblia a la purgante pira. En Utah, varias escuelas elementales y medias han decidido prohibir su lectura tras la denuncia del padre de un alumno que alegó que el libro contenía pasajes inaceptables de incestos, violaciones y prostitución. Por lo que se ve, este caballero acaba de caerse de un guindo. A pesar de que se estima que en cada hogar de los Estados Unidos hay al menos un ejemplar de la Biblia, él nunca antes se había reparado en su contenido. 

En efecto, es así. El Libro por excelencia está lleno de pasajes inadecuados. No solo los que menciona el denunciante, también de atroces injusticias, leyes disparatas y castigos bíblicos en el más riguroso sentido de la palabra. La controversia sobre conveniencia o no de su lectura es muy vieja. Hasta el siglo xv no solo estaba prohibida la interpretación privada de la Biblia sino que aquellos que se atrevieron a traducirla del latín acababan en la hoguera. El más conspicuo defensor de la libre interpretación de la Biblia fue Lutero. Tras la Reforma protestante auspiciada por él, el Concilio de Trento [1545-1563) fijó la postura de la Iglesia de Roma al respecto y lo hizo en estos términos: “Para controlar los espíritus desenfrenados, nadie basándose en su propio juicio podrá –en asuntos de fe y moral referentes a la edificación de la doctrina cristiana– presumir de interpretarlas contrariamente al sentido que la Santa Madre Iglesia, a quien pertenece el derecho de juzgar su sentido de interpretación verdadero”. Se estimó entonces que, si se ponía el libro sagrado en manos de laicos, surgirían “distorsiones grotescas que llevarían a los creyentes a la deriva y probablemente al tormento eterno”. Por uno de esos curiosos ritornelos que tanto gustan a la Historia, resulta que los censores de Utah acaban de llegar a la misma conclusión que los redactores del Concilio de Trento aunque por razones bien distintas. Los primeros trataban de evitar que los fieles hicieran su interpretación de la doctrina cristiana, mientras que los segundos pretenden evitar a los jóvenes el shock de enterarse–por ejemplo–de que la humanidad es hija del incesto (¿cómo sino iban a procrear Caín y Abel si, según el Génesis, no había más mujer que una al Este del Edén?). En fin. No quiero meterme en berenjenales teológicos. Al fin y al cabo, el Antiguo Testamento son una serie de textos escritos por y para un pueblo de pastores milenios atrás. Pero aun así, desde niños usted, yo y todos los miembros de nuestra cultura hemos convivido con esta y otras historias bíblicas igualmente incorrectas y no parece que nos hayan traumatizado. De hecho es ahora, cuando a los de Utah les ha dado por prohibirlas cuando en las redes se ha empezado a prestar una atención inusitada a la Biblia. Me imagino a los niños de Utah haciendo algo que ni sus padres ni sus abuelos ni sus bisabuelos ni sus choznos hicieron jamás. Acceder furtivamente ese ejemplar de Biblia que, como toda familia norteamericana, tienen en sus casas y husmear. Por desgracia para ellos–y por suerte para sus padres– el Libro de Libros   es tan apasionante como prolijo y para encontrarlas partes sabrosas hay que tragarse páginas y páginas de considerable tedio. Dicho todo esto, y aun a riesgo de quedar fatal y arruinar mi discurso anterior, debo hacer una confesión personal y decir que estoy en parte de acuerdo con los savonarolas de Utah– o más atinadamente –con los redactores del Concilio de Trento. Leer la Biblia por cuenta de cada uno es riesgoso. Lo dice alguien que casi pierde para siempre la fe después de adentrarse con diecinueve primaveras y sin guía ni brújula en las páginas del Pentateuco. A pesar de sus muchas arbitrariedades, atravesé sin mayor problema el Génesis pero naufragué en Éxodo. Fue cuando leí ese pasaje en el que Yavé ordena a Moisés que vaya a ver al Faraón y le exija que deje salir a su pueblo de Egipto. Y luego, a renglón seguido, añade que Él endurecerá el corazón del Faraón para que no les deje marchar así poder asolar Egipto con diez brutales plagas que de fe de su poderío. Años tardé en entender que ese Yavé no tenía nada en común con el Dios que buscaba amar. Otros, menos perseverantes que yo, no llegan a entenderlo nunca.

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