Por Roberto García |
El único litigio serio a resolver en las próximas internas corresponde a la pugna Horacio Rodríguez Larreta versus Patricia Bullrich. Menos de 30 días para esa definición. El resto son diferenciales, si Javier Milei saca 15 o 30, o si el expropiador de votos de Sergio Massa, Juan Grabois, le arranca un porcentaje mínimo para negociar después. Hoy el jefe de Gobierno porteño se multiplica para enmendar las encuestas, las celulares en contra o las favorables “presenciales”, mientras ella más bien reposa para que no se muevan las aguas. Uno sufre, la otra se divierte.
Hasta Patricia les canta el feliz cumpleaños a los que van a sus actos. Evitó esa ocurrencia artística en la cena con 800 invitados (a razón de 4 millones por mesa), en el Palacio San Miguel, la mayoría aportantes empresarios. Feliz ganadora, aunque le han vuelto a observar la fundación que colabora con ella a través de su amiga Oneto. La candidata hizo un sobrio discurso, aunque en los actos interactúa con sus devotos en un stand up símil al de Menem o de Alfonsín que reclamaba “un médico a la derecha, por favor”.
En cambio, a Horacio no se le da lo de los gentíos, padece el síndrome de la clase media argentina: estancamiento, retroceso, el dolor de haber sido. De triunfador seguro, rico y organizado, a combatir por los deshechos electorales con una mujer que hasta se permite utilizar como slogan un precepto que caracterizó a la extrema y violenta izquierda, a la que osa repudiar: “Todo o nada” (título no casual, además, de la biografía de María Seoane sobre Roberto Mario Santucho, jefe del ERP). Una alternativa de vida que, por otra parte, parece lo menos político y electoral de la profesión.
Quizás nadie haya evaluado el residuo que produjo el Covid en la sociedad, un rechazo manifiesto contra la actividad política, como si responsabilizara a ese sector de la desgracia del virus. La consecuencia política de la pandemia afectó a todos, benefició inesperadamente a Javier Milei, por derivación a la Bullrich. A su vez, Larreta —tan cercano en el espejismo al Alberto Fernández de entonces— le agregó errores a sus pérdidas. Para esta ocasión electoral, primero no discernió entre una interna y un comicio general: para él, resultaba el mismo trámite. Como si ni siquiera fuera un trámite, tremenda soberbia.
A ningún empresario, sin embargo, se le ocurre ofrecer un producto igual para demandas distintas: es utópico vender helados en el Polo cuando al mismo tiempo se agotan en el Caribe. Es que HRL suponía que su mensaje abarcatorio, centrista, convergente e indiscriminado para conquistar voluntades ajenas valía igual que la captación de los propios. No entendió la fidelidad y las identidades, las confundió con la eventual necesidad de una totalidad de la audiencia. El PRO parece un exclusivo club en el que se realiza un solo deporte, impera un criterio acendrado de repulsa al kirchnerismo, casi una moda en sus simpatizantes.
Olvidó también el jefe de Gobierno que en esta etapa le habla a un mercado no solo más reducido, sino que en verano consume más gaseosas que caldos hirvientes. Al menos, las sopas que él pretende vender. Confiesa ahora que su osadía era pensar en la elección nacional como si fuera la partidaria: tarde descubrió que aún no había sido candidato y, encima, hasta se peleó con el jefe de la agrupación, Mauricio Macri (hoy de viaje, quien tuvo a su nieto de 8 meses en grave situación hospitalaria entubado).
Tal vez creyó que podía repetir la puja contra otra mujer, como aquella en la que venció a Gabriela Michetti: no fueron las mismas condiciones ni respaldos. Ahora intenta cambiar, darle una vuelta inversa a su campaña. De pacífico a intransigente, incluyendo a su vice Gerardo Morales en ese propósito.
Con tropiezos: se equivocó en acercarse a Juan Schiaretti antes de realizar la interna — debió reconocerlo públicamente—, se lanzó contra Sergio Massa cuando todos lo imaginan socio del ministro de Economía, y ha dudado en pronunciarse a favor de Jorge Macri, su ministro, como candidato en contra de Martín Lousteau (mientras varios de su equipo frontalmente juegan a favor del radical).
Esta suma de situaciones provoca entuertos en su Gabinete, conflictos entre su influyente novia Milagros y uno de los responsables de la campaña, Federico Benvenutto. Ni hablar del disgusto con otros asesores contratados. Eso sí: advirtió a tiempo estas anomalías, nadie sabe si alcanza a modificarlas.
Ahora se ha propuesto reforzar la campaña en Capital Federal, la búsqueda de una diferencia con la Bullrich: si no gana cómodo en el reducto que preside, inútil encarnar cualquier otro sueño. También piensan bajarle el tono a la crítica y operaciones contra Milei: se dio cuenta que los votos que pierde el libertario, si los pierde, van a parar a la casa de su contrincante femenina. Una necedad. Le queda zanjar otra cuestión: la reserva con la cual su enviado a la provincia, el postulante a gobernador Diego Santilli, realiza la campaña. Omiten el nombre Larreta en muchos de los carteles ya pegados en varios distritos (en particular zona sur) y hay temores para evitar cortes de boletas con intendentes siempre acomodaticios a los vientos.
Está en revisión Horacio: descubrió también que el daño anónimo de las redes es peor que el favor de los medios y sus costosos personeros. Modifica la estrategia con prisa, aparece más en la pantalla, revela un temperamento oculto que sus coaches le impedían mostrar y confía que en los últimos 20 días, cuando dicen que se definen las elecciones, pueda dar vuelta su competencia con Patricia. En la Fórmula Uno se ha demostrado que no alcanza con el talento del piloto, importan la escudería y la táctica para encarar las carreras. No alcanza solo la plata del sponsor. Mejor saberlo antes de que se prenda la luz verde del semáforo.
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