Por James Neilson |
El kirchnerismo está empapado de nostalgia por los años setenta. Para Cristina y sus soldados más belicosos, la Argentina sigue siendo un campo de batalla en que ellos, los buenos, luchan a muerte contra distintas manifestaciones de “la derecha” que, huelga decirlo, es malísima. “Macri, basura, vos sos la dictadura” gritaban cuando el ingeniero encabezaba el gobierno nacional. Y, según Axel Kicillof, la misma derecha, es decir, todos aquellos que quisieran frenar la inflación reduciendo el gasto público como se hace en el resto del mundo, es tan inerrablemente cruel que, para llevar a cabo el ajuste que tiene en mente “está dispuesta a asesinar gente”. Puesto que por ahora cree que le es necesario congraciarse con Cristina, Sergio Massa ha agregado los eslóganes favoritos de los ultras K a su arsenal retórico.
Para tales personajes, casi nada ha cambiado en el medio siglo que nos separa de la “guerra sucia” que se libraba entre bandas igualmente sanguinarias que rendían homenaje a la muerte y que, en el fondo, tenían mucho en común que los diferenciaba del grueso de sus compatriotas que sólo querían vivir en paz. No se cansan de reivindicar “la lucha”; atrapados en una versión burda del eterno retorno nietzscheano, fantasean con reeditar una y otra vez los enfrentamientos de la década gloriosa, si bien dan por descontado que los resultados inmediatos han de ser muy distintos.
Nadie ignora que las advertencias de Kicillof y compañía conllevan una amenaza apenas velada. Están preparándose para reaccionar con violencia extrema frente a cualquier intento de reordenar una economía que, gracias en buena medida al apego del gobernador bonaerense y de Cristina a teorías voluntaristas arcaicas, los kirchneristas han programado para que se autodestruya.
Para colmo, se las han ingeniado para hacer de la depauperación de millones de personas un bien político sumamente valioso. Cuando a los arruinados por la gestión del gobierno de Alberto, Cristina y Sergio les es casi imposible llegar al fin de semana, y ni hablar del fin de mes, es natural que muchos se aferren con tenacidad al statu quo aun cuando intuyan que es insostenible.
La estrategia de los kirchneristas que se suponen representantes de lo que Cristina llama “la generación diezmada” tiene una lógica setentista. Los militantes más fogosos dan por descontado que, en la guerra que están librando contra “la derecha”, la violencia es legítima. Aunque les conviene afirmarse respetuosos de la “democracia burguesa”, luego de una eventual derrota electoral se replegarán a sus bastiones con el propósito de aprovechar todas las muchas dificultades que enfrentará un gobierno usurpador. En su opinión, será meramente una reedición enmascarada de la tiranía castrense.
De resultas de todo eso, el ministro de Economía y candidato presidencial Massa se ve ante un dilema. Tiene que elegir entre asegurar que un hipotético gobierno de Patricia Bullrich o Horacio Rodríguez Larreta -descartaremos por ahora la alternativa ofrecida por Javier Milei- reciba una bomba que está a punto de estallar, y arreglarse para que uno propio herede una economía que por lo menos sea manejable. Desde el punto de vista de muchos kirchneristas, sería mejor que perdiera la elección el candidato “de unidad” del peronismo porque ansían poner en marcha cuanto antes la rebelión contra el ajuste severo que ven acercándose, pero es de suponer que Massa mismo, un optimista empedernido si los hay, se cree capaz de ganarla.
Conforme a los criterios tradicionales, los kirchneristas y sus compañeros de ruta están bien a la derecha de sus adversarios más destacados, pero tanto aquí como en otras partes del mundo, militantes de movimientos autoritarios y oligárquicos han logrado trastrocar los esquemas que imperaban hasta hace aproximadamente sesenta años. Así pues, políticos que en el pasado no muy lejano hubieran sido categorizados como centristas o incluso socialdemócratas se ven ubicados hacia el extremo derecho del mapa ideológico, mientras que personajes que en otros tiempos hubieran figurado como fascistas ocupan nichos en el espacio reservado para la izquierda progresista. En la Argentina actual, estar a favor de la estabilidad monetaria y la disciplina fiscal que suele acompañarla es “derechista”. También lo es oponerse a la corrupción rampante y querer que los condenados terminen entre rejas.
Los oficialistas que insinúan que Juntos por el Cambio quiere instalar un remedo de la dictadura militar cuentan con una aliada importante: Elisa Carrió. Con palabras virtualmente idénticas a las empleadas por Kicillof y el gobernador vitalicio de Formosa, Gildo Insfrán, que hace poco habló de “la crueldad” de los macristas y profetizó “derramamiento de sangre” si tales monstruos regresaran al poder, Carrió acusó al ex presidente y la precandidata Bullrich de estar resueltos a aplicar a la clase media “un ajuste muy brutal” e insistió en que no titubearían en reprimir con ferocidad asesina a quienes se animaran a protestar contra tamaña infamia.
De tomarse al pie de la letra lo dicho por Kicillof, Insfrán y, desde luego, Carrió, el próximo gobierno, sea de Juntos por el Cambio, la patria peronista o las huestes de Milei, tendrá que optar entre permitir que la economía se caiga en pedazos y procurar mantenerla intacta aun cuando, para defender el orden público, se vea constreñido a hacer uso de la fuerza como es habitual en tales circunstancias en todas las democracias del planeta. Se trata de una disyuntiva nada agradable pero de una que, mal que les pese a muchos, quienes estén en el gobierno necesitarán enfrentar en los meses próximos porque el destartalado “modelo” kirchnerista está por desintegrarse.
Si los políticos se nieguen a encargarse del ajuste que viene, lo hará el mercado que, huelga decirlo, no prestará atención alguna a quienes protesten contra los golpes que a buen seguro asestaría a sectores muy amplios de la población. Resistirse a asumir la responsabilidad por lo que en tal caso ocurriría podría parecer atractivo a políticos que quieren llamar la atención a la sensibilidad social propia, pero sucede que es debido a la cobardía moral así supuesta que la Argentina corre peligro de compartir el destino de países hundidos en el caos y la miseria como Venezuela y Haití. Lo comprendan o no quienes se creen “dirigentes”, a veces les corresponde tomar decisiones antipáticas porque rehusar hacerlo tendrá consecuencias aún peores.
Es de suponer que, cuando comenzaban su gestión, Cristina y quienes la rodean tomaron muy en serio las recetas heterodoxas que habían confeccionado Kicillof y otros de mentalidad similar. Se habrán imaginado dueños de una alternativa superior a los planteos austeros recomendados por los economistas anti-populares de organizaciones imperialistas como el Fondo Monetario Internacional. Se trataba de una fantasía, pero en vez de abandonarla en cuanto se hizo evidente que el voluntarismo facilista no funcionaba en el mundo real, eligieron mantenerse en sus trece.
Como sus amigos cubanos, se consolaron asegurándose que lo que se habían propuesto era tan maravilloso que tendrían que defenderlo aún cuando significara dejar que el país que gobernaban cayera en un abismo de miseria. Será por tal razón que han decidido intentar sacar provecho de su propio fracaso adoptando un plan de acción basado en la consigna “cuanto peor, mejor”. Quieren que le vaya muy mal a la Argentina porque esperan que el próximo gobierno nacional termine consumido por las llamas.
Para los dispuestos a subordinar absolutamente todo al poder político que necesitan para conservar su libertad personal y las fortunas que han acumulado, amenazar con hacer ingobernable el país no carece de sentido, pero sucede que entraña el peligro para ellos de que el electorado, debidamente asustado por quienes acusan a los de Juntos por el Cambio de querer masacrar a piqueteros, sindicalistas díscolos y manifestantes rentados, procure salvarse eligiendo a Massa. En tal caso, los kirchneristas más maquiavélicos caerían víctimas de su propia astucia. Si bien no vacilarían en hacer uso de la fuerza para reprimir una eventual rebelión que atribuirían a “la derecha”, se hallarían a cargo de una economía que ellos mismos habrán quebrado y que el entonces Presidente Massa trataría de reparar con medidas que los extremistas K denunciarían por “neoliberales”.
Los que han puesto en marcha el proyecto miedo oficialista no pueden sino entender que tiene forzosamente que fracasar; si resulta ser eficaz, caerán en la trampa que han tendido. Con todo, un tanto prematuramente, hablan como si ya estuvieran en el llano y necesitaran pertrecharse de pretextos para justificar la violencia callejera. Cristina misma y los caciques de La Cámpora se trasladaron a un “espacio” opositor hace tiempo. Por un rato, los demás miembros del elenco oficialista se resistían a seguir su ejemplo, pero parecería que incluso Massa ha sumado su voz al coro K que está tratando de impedir que un gobierno que todavía no ha asumido logre llevar a cabo reformas estructurales para que la economía del país se recupere de la enfermedad degenerativa que durante tantos años la ha mantenido postrada, con consecuencias trágicas para decenas de millones de personas.
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