Por Gustavo González |
En marzo, un periodista muy cercano al oficialismo puso en boca de Alberto Fernández una supuesta declaración en off the record en la que afirmaba que iba a terminar con veinte años de kirchnerismo.
Siempre creí en la desmentida del Gobierno sobre ese dicho. No por ingenuidad, sino porque el Presidente nunca confrontó con el kirchnerismo. Ni en público ni en privado.
De hecho, él se reivindica kirchnerista, del mismo modo que lo hacen muchos de sus colaboradores más cercanos y gobernadores. Reivindican en especial los años de Néstor Kirchner en el poder, del cual la mayoría de ellos fueron funcionarios y se consideran discípulos.
Su confrontación desde que renunció al gobierno de Cristina Kirchner siempre fue con ella. Salvo la frágil tregua que duró desde que fue elegido candidato en 2019 hasta la derrota en las elecciones de 2021.
Por eso, lo que sí pudo haber dicho Fernández en aquel off es más preciso y contundente. La contundencia que da una conversación informal: iba a terminar con el cristinismo.
Como otros en el oficialismo, él diferencia kirchnerismo de cristinismo (como otros diferencian ambos ismos del peronismo). Asocia cristinismo a camporismo y a todo ese sector con posiciones extremas que lastiman al peronismo y que siente haber sufrido en carne propia.
Cuando el viernes anterior por la noche se conoció la fórmula del oficialismo, sin ningún cristinista integrándola, recordé aquella supuesta promesa presidencial.
Seis elecciones. Los elegidos, Massa y Rossi, mantienen, a fuerza de pragmatismo, una relación cordial con Cristina y los suyos. Aunque vienen de pasados y de prácticas muy distintas y, como Alberto, ambos reivindican su pasado kirchnerista. Alejados de los símbolos y de la práctica de La Cámpora.
La fórmula oficialista fue sorpresiva, pero representa la continuidad de una tendencia que expresa la pérdida de un liderazgo hegemónico en el peronismo y la expectativa por la aparición de uno nuevo. Un fenómeno que comenzó hace una década, cuando en las elecciones legislativas de 2013, el Frente Renovador de Massa superó al cristinismo en la provincia de Buenos Aires por 10 puntos.
Dos años después, en 2015, Cristina ya había cedido el primer lugar de la fórmula presidencial a un no-cristinista como Scioli, pero colocando como acompañante a un hombre de su confianza como Zannini. En 2019, volvió a dejar en manos de otro exadversario como Alberto Fernández la primera candidatura, reservándose para sí el segundo lugar.
De doce años (tres elecciones) en los que Cristina y Néstor fueron los líderes excluyentes del peronismo y sus candidatos presidenciales, se pasó a ocho años (dos elecciones) en los que ella debió entregar una parte de la boleta. Aunque con la expectativa de controlar igual la suma del poder. Con la derrota de Scioli frente a Macri no se pudo saber lo que hubiera pasado en ese sentido, pero con Alberto se probó que la cuota de poder que obtuvo fue sustancialmente menor que la que imaginaba.
Lógica del despoder. Estos comicios presentan dos novedades significativas. Serán los primeros en los que ni el candidato a presidente ni a vicepresidente representan al cristinismo. Y, además, serán los primeros en los que ninguno de los dos lugares fue elegido por ella, que se limitó a dar su visto bueno final.
La pregunta es por qué la expresidenta perdió su poder de decisión total sobre la elección de los candidatos presidenciales. La siguiente duda es si aquella advertencia del jefe de Estado sobre el fin del cristinismo tuvo algo que ver con lo que terminó ocurriendo.
Descreo del poder de un individuo para cambiar el rumbo de la historia, aunque lo habitual es personalizar en un apellido los grandes giros de la humanidad. Lo que no quita que haya líderes que logren acelerar o retrasar los procesos históricos.
También creo que, dentro de ese limitado nivel de influencia que aporta un individuo, no es despreciable el poder que significa el despoder. Lo escribí hace un mes (“El poder del despoder”), poniendo a Alberto Fernández como ejemplo. Porque cuando el Presidente perdió el poder de ser reelecto y cuando su relación con su vice dejó de tener vuelta atrás, ya no tuvo mucho más para perder. Lo que le quedaron son las heridas de la guerra interna, la lapicera presidencial que usará hasta el 10 de diciembre y la ligera sensación de que la venganza es un plato que se sirve frío.
Su táctica de subir a la contienda electoral a un competidor como Scioli (capaz de poner en riesgo el triunfo del hijo político de Cristina, Wado de Pedro) y a otro cuyo nombre es importante para el peronismo como Agustín Rossi, terminó siendo exitosa para llegar a esta fórmula de síntesis no-cristinista.
Decía en aquella columna que hay que tener cuidado con el poder de los que perdieron todo. El Presidente, sin nada que perder, pudo esperar hasta el último minuto a que fueran a negociar con él. Si no iban, no perdía nada, porque ahí estaba Scioli. Como amenaza para ganar, para perder por poca diferencia o, al menos, para molestar. Y si iban, como fueron, para dejar a la fórmula sin representantes de la vicepresidenta, acentuando así la crisis de la hegemonía cristinista.
En cambio, Cristina y el camporismo sí tenían que perder si no aceptaban una negociación de última instancia. No ceder los hubiera expuesto a una eventual derrota interna que habría sido terminal. Y habría repercutido en la cantidad de legisladores propios electos, que es hoy su objetivo de mínima: no perder el peso actual en el Congreso e intentar conseguir un par de bancas adicionales en el Senado.
La herencia. El dogmatismo de Cristina siempre encuentra un límite en su inteligencia política. Sabe que cualquier mala opción peronista es preferible para ella al regreso del macrismo al poder. Aunque tiene todo el derecho a sospechar que, aun ganando, Massa no sea mejor que Alberto para cumplir con sus deseos y necesidades.
Ese es el dilema de fondo de una líder que durante tanto tiempo supo retener el poder. Cómo terminar de generar una herencia política que la trascienda.
No es habitual que los grandes líderes políticos promuevan a sus sucesores. Parece ir en contra de su naturaleza. Pero es el primer paso que ella debería dar si pretende revertir la curva descendente del espacio que ella y su marido fundaron. El segundo paso será elegir a una terna de posibles sucesores (¿Máximo, Kicillof, De Pedro, otro u otra?) y convencerlos de que son capaces de decidir por sí solos.
Después dependerá de ellos si quieren, y pueden, abrir la estructura a otras ideas y dirigentes, quitarse de encima el concepto de “orga” e intentar transformarse en una corriente mayoritaria dentro del peronismo.
O si deberán aceptar que la era de los Kirchner será continuada por otro peronista que herede la mitología de ese movimiento, pero ya sin la carga ideológica de lo que ese apellido marcó en las últimas dos décadas.
Como hizo Menem con Perón. Como hicieron los propios Kirchner con Menem.
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