Por Roberto García |
Como se sabe, el Caballo de Troya parece que fue un terremoto. Aunque la atractiva leyenda griega contada por Homero y otros autores impuso el mito del gigante artilugio de madera con soldados ocultos para ocupar la ciudad. Como se sabe también, interesa más aceptar el ardid bélico que la catástrofe climática: siempre rinde un embuste bien contado. Además, aquella presunta artimaña militar sirvió como habitual ejemplo del periodismo poco imaginativo para describir situaciones políticas. Como hoy ocurre con dos casos para las próximas elecciones del 13 de agosto: Patricia Bullrich debe admitir que el peligro del Caballo de Troya se llama Javier Milei, mientras en menor medida a Sergio Massa lo acecha Juan Grabois como émulo ecuestre de aquella fábula de la Odisea con los pícaros aqueos.
Son dos dimensiones diferentes a progresar antes de las PASO, al menos como versiones interesadas. Aunque responden a la aritmética. Milei comparte con Bullrich cierta identificación ideológica, no pertenecen a un mismo espacio y hasta ahora se estimaban en la relación personal. Inclusive, en las instancias finales del proceso electoral serían más socios que adversarios. Pero hoy se restan votos entre sí, pueden neutralizarse, en particular, el libertario desde otro partido le quita adhesiones a la dama en su pugna interna contra Horacio Rodríguez Larreta. Curioso daño: el jefe de Gobierno es más odiado por Milei que por la propia Patricia.
El candidato de los jóvenes, como suele identificarse, dispone de un vademécum de agresiones en contra que le endosó el alcalde porteño, hasta miserables cuestiones íntimas. Indeclinable ese enojo. Distinguía a Patricia, en cambio, pero la evolución de la campaña lo indujo a cambiar de opinión: sostiene, como Pereira: “No soy como ellos dos, yo no soy así”. Y los unifica en agravios. Si antes reprochaba operaciones mendaces de Rodríguez Larreta sobre su salud, agrega en esta instancia otras patrañas de Patricia. Por ejemplo, unas denuncias anómalas que le hicieron en el distrito de Tigre con un hombre de la candidata y, al margen de otras imputaciones, la más significativa: el caso de que lo involucraran como “antijudío” cuando, se sabe, hasta estudia con un rabino la Torá, la Biblia hebrea. Se ofendió al extremo de que, por no aprobar a libro cerrado una declaración de Diputados sobre el atentado a la AMIA, la conducción de ese instituto lo descalificó como un enemigo. Para Milei, en esa agresión participó el esposo de la Bullrich, Guillermo Yanco, hombre vinculado a la embajada de Israel.
Desengaños aparte, la competencia por el mismo territorio electoral provoca estos desenlaces. Lo mismo ocurre en el oficialismo peronista: Grabois, como gajo ortopédico del sector, quizás le impida a Massa convertirse en el candidato más votado en los comicios venideros. Un objetivo más simbólico que efectivo del esposo de la Galmarini. Aunque luego, mansito, el experto Grabois en entrismo se entregue para cederle el voto a Massa. Según pide Cristina a todas las facciones sociales, católicas e izquierdistas que dicen seguirla, incluyendo al mejunge rentado de La Cámpora, para establecer un mojón en la revolución que está por venir. Hablan igual que el trotskismo burgués, diría Santucho. O, para reclamarle a Massa, una mayor porción de poder en el caso de que su proyecto cinematográfico y presidencial tenga éxito.
En la sordidez de esos conflictos hay que incluir la flamante disputa por el recorrido de las calles en La Matanza, donde dirimían respaldos a Massa el grupo tradicional de Fernando Espinosa y los adictos a Patricia Cubría, esposa de Emilio Pérsico, un Camilo Cienfuegos de entrecasa. Solo por la apariencia, claro. No solo hubo amenazas entre las partes, intimidación de armas de fuego y participación de cotizadas barras bravas futbolísticas (Almirante Brown versus Laferrere): a ese pobre nivel se redujo la transformación política que prometen y protagonizan hace décadas. Espinosa, quien en su administración albergó a gran parte del aparataje cristinista (de Feletti a Batakis, sin olvidar a otra multitud de funcionarios de la viuda de Kirchner, incluyendo camporistas), ahora padece la traición —según él— de aquellos a los que les dio casa y comida. Repetición de otros casos históricos de los 70, en particular de los sindicatos (asesinato de Augusto Timoteo Vandor, vendido por sus mismos protegidos).
También alude esta reyerta a otros recuerdos. Cuando Montoneros y los gremios se peleaban a tiros por estar más cerca del palco, sea de Perón o de cualquier otro sustituto. Se mataban literalmente por figurar —una tendencia general de los argentinos, como diría el papa Francisco— en la proximidad de la escena con el propósito de que sus carteles y pancartas fueran protagonistas de filmaciones o fotos. Parece macabro que corriera sangre por esa disputa. Esa misma disposición para aparecer en el cartel francés, custodiando a Massa en La Matanza, fue la razón del conflicto entre Espinosa y Persico, quien amenazante suele recordar que compró la casa de Mario Firmenich (no vaya a ser que alguien no la considere monumento nacional al terrorismo).Hubo intimidaciones guerreras, nadie se achicó, finalmente Massa decidió suspender su recorrido proselitista para evitar consecuencias mayores. No fuera a ocurrir que también, volviendo a la historia, se reiterara la aparición del cajón de Herminio Iglesias en el gran acto del Obelisco.
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