jueves, 27 de julio de 2023

Baja participación: no es casual, y puede tener consecuencias graves


Por Daniel Santa Cruz

“Tenemos que saber equilibrar los derechos con los deberes. El primer deber es la obligación del ciudadano de ir a votar. No puede ser que el voto no sea obligatorio”, sentenció el expresidente de Chile, Ricardo Lagos, en una entrevista en octubre de 2019 en la que analizaba el estallido social que se convirtió en un hecho bisagra en la política contemporánea trasandina.

Lo que planteaba Lagos estaba relacionado con la alarmante baja participación electoral en su país antes de la protesta callejera que nadie pudo predecir. La escasa voluntad de participar de la ciudadanía estaba a la vista de todos. Chile pasó de una participación del 97% de los ciudadanos habilitados en el plebiscito de 1988, que les permitió recuperar la democracia, a un escaso 47% en las elecciones de marzo de 2018 que llevó a Sebastián Piñera al poder. Menos de siete millones de chilenos eligieron presidente sobre un total de 14 millones habilitados.

En la Argentina se instaló en la agenda pública, como resultado de las elecciones realizadas este año, la baja participación electoral como un dato alarmante. A pesar de contar con el voto obligatorio, las provincias promedian menos del 70% de participación, incluso por debajo de las elecciones de 2021, cuando aún existía el miedo, como excusa para no votar, que generaba la pandemia. El dato más relevante lo aportó la ciudad de Córdoba el domingo pasado, una urbe históricamente politizada, con el promedio de graduados universitarios en relación con su población más alto del país, sede del Grito de Córdoba que desembocó en la Reforma Universitaria de 1918 o del mismo Cordobazo de 1968, donde en las elecciones para intendente apenas votó el 58% de los ciudadanos habilitados, la participación más baja desde el retorno de la democracia.

Muchos analistas hablan de una desconexión entre la dirigencia política y la sociedad como razón para comprender la caída de la participación cívica, ante un fenómeno que se repite en distintos países del mundo, con sistemas democráticos altamente consolidados y consagrados sin discusión social respecto a su validez. Sucedió en las selecciones de los Estados Unidos en 2020, allí la consigna de los demócratas era “Stay woke: vote” (Mantente despierto: vota), en una campaña para alentar la participación de la juventud negra por una razón que los preocupaba mucho: frenar la creciente abstención que afecta a los EE.UU., que escalaba notoriamente. Existen datos sobre abstención electoral en otros países con baja participación que no alcanzan el 50%, tomando en cuenta las últimas elecciones presidenciales en países donde el voto no es obligatorio. En ese conjunto está Chile, pero también Eslovenia, Mali , Serbia, Portugal, Lesoto, Lituania, Colombia, Bulgaria y hasta Suiza. También, en la segunda vuelta de las presidenciales francesas de 2022, la participación fue la más baja desde 1970. Dato a tener en cuenta: hay países de todos los continentes, desarrollados y emergentes. Pero la participación también cae en el grupo de países con voto obligatorio, allí están al tope México, Grecia y Paraguay, con porcentajes que promedian el 35% de abstención. Un indicador al que la Argentina se está acercando este año, y debe ser el dato más preocupante a tener en cuenta.

Como vemos no es un problema local, es una tendencia que se está dando en el mundo, pero sin dudas no existe una razón global para encasillar el problema, cada país tiene sus razones. En la Argentina las hay, comenzando con las de organización institucional por la cantidad de veces que somos citados a votar en un mismo año y eso puede cansar al elector, que ya sabe que existe una norma para castigar al que no concurra a votar y no pueda justificarlo, pero que de todos modos es como si la misma no existiese porque no se aplica. No vota y no pasa nada, mucho más si desde el mismo gobierno desalientan la participación avisando que “no hay sanción” para el que no vote, como sucedió en Córdoba este año. Algo que también se ve reflejado en temas relacionados con la corrupción y la justicia: a un argentino cansado de la impunidad y de que disfracen una condena por una proscripción no lo asusta no cumplir con un deber cívico si no se siente convocado o interesado en participar.

Y están las razones políticas. En los 80 y principios de los 90, votar y participar era una manera de defender el sistema ante la posibilidad del regreso de un golpe militar, hoy esa chance es inexistente y, para muchos, especialmente los más jóvenes, la ausencia de ese fantasma le quita esa importancia de poder cívico al voto. Otras son más visibles, dados los resultados obtenidos en las últimas gestiones de gobierno en lo concerniente a la situación económica y social, en ese contexto no se puede negar que exista un desencanto con la dirigencia que pide el voto. Tampoco sucedió en vano, y dejó sus huellas, que durante casi dos décadas el populismo argentino se “arrimó” ideológicamente a modelos dictatoriales que nada tienen que ver con la democracia. Se cansaron de mostrarnos las bondades del modelo venezolano, que claramente fue un fracaso expulsando a más de 6 millones de venezolanos de su país, generando pobreza y violando sistemáticamente todos los derechos humanos. Del mismo modo existió un modelo de “amistades peligrosas” con autocracias poderosas, como Rusia, y una relación reprobable desde todo punto de vista con Irán. Daba la impresión de que se nos mostraba algo aspiracional, que obviamente entusiasmaba a un sector de la sociedad a enfrentarse con la democracia libre y participativa.

Hoy, la Argentina es una fábrica de pobres donde las políticas populistas hicieron de sus gobiernos una suerte de toma del estado como un espacio partidario y no como un bien público, donde la clientelización de la pobreza quedó instalada en un modo de “hacer política”.

Esas formas llegaron a tener una importante aprobación pública, sin reparar que cautivar un voto de esa manera, cambiando las reglas de juego entre lo que debería ser una política social seria y no una dádiva estatal, es inmoral y no debería encajar con la democracia participativa, porque la sola existencia de una coerción formal destruye la posibilidad de que el ciudadano se exprese libremente. Este modelo se ve notoriamente reflejado en las provincias más pobres y en los sectores más rezagados del conurbano bonaerense. Además, las medidas que castigan a quienes producen o intentan hacerlo, ir contra los supuestos privilegios de sectores que son altamente necesarios para salir de la crisis, como el campo, demostrarle a la sociedad que la educación no fue prioridad, algo por demás notorio en este último gobierno, hace que la participación ciudadana quede desalentada, preguntándose para qué votar si nada va a cambiar.

Raúl Alfonsín conmovía a las masas en la campaña de 1983 cuando afirmaba que “con la democracia, se come, se cura y se educa”. Cuarenta años después, Alfonsín sigue teniendo razón, el problema es que la democracia por sí sola no resuelve los problemas, necesitamos de gobiernos eficientes que sientan la demanda social sobre los temas que afectan nuestra calidad de vida. La dirigencia de Chile, claramente con mejores indicadores sociales y económicos que la Argentina, no supo ver el estallido que cambió su historia reciente que aún hoy tiene al país empantanado en una reforma constitucional que paraliza gran parte de su actividad política. A eso se refería Ricardo Lagos cuando hablaba de “derechos y obligaciones” y la necesidad de hacer obligatorio el voto. Ahí está lo grave del problema: si a un país como el nuestro, que contiene un sector creciente que no cree en las instituciones, en la representatividad republicana y se autodefine “asambleísta”, convencido de que las demandas se dirimen en la calle, siempre al filo de la violencia social, le agregamos una baja participación cívica en las elecciones, podemos quedar frente a la posibilidad de que la bronca social termine erigiendo a un “iluminado” que elija por todos nosotros.

© La Nación

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