Por Arturo Pérez-Reverte |
Y ahora, ya que con una historia de Europa estamos, no queda otra que hablar de España. Porque de esta península-mosaico de reinos cristianos (cada vez más) y musulmanes (cada vez menos) que llevaban ocho siglos dándose sartenazos entre sí iba a surgir la primera nación moderna y coherente de Europa. Y además (que se mueran los feos), la dinastía más poderosa de ésta y tal vez del mundo. La cosa se debió a una afortunada combinación de casualidades y talento político; y por una vez, sin que sirviera de precedente, a los españoles nos salió tan bien capado el cochino que los efectos positivos duraron un rato largo.
En aquel animado siglo XV, la península ibérica tuvo cuatro reinos perfectamente definidos. Uno, el moruno, se reducía al reino de Granada, que fue liquidado por las bravas en 1492. Otro era Portugal, casi ajeno a las luchas territoriales europeas y volcado en el comercio marítimo con Oriente gracias a las expediciones navales impulsadas por la Escuela Naval de Sagres, fundada por don Enrique el Navegante (1394-1460). El tercer reino ibérico era Aragón, que gracias a la burguesía comercial catalana mantenía una política de expansión muy activa en el Mediterráneo, lo que incluyó (con el muy renacentista Alfonso V el Magnánimo) la posesión de Sicilia y Nápoles. Y el cuarto reino, que fue realmente la madre de todos los corderos, era la vieja Castilla que face a los homes e los desface, como escribió un cronista, aunque en aquel tiempo principalmente los hacía de enorme talla. Y no sólo a los hombres, sino también a las mujeres. Porque fue una señora, Isabel I de Castilla, quien ató la mosca hispana por el rabo. Era firme, ambiciosa, audaz y los tenía bien puestos. Su matrimonio con Fernando II de Aragón (a partir de 1479 gobernaron en común) hizo posible la conquista de Granada, Canarias, Melilla, Orán, Argel y Trípoli, la anexión de Navarra, la agresiva política mediterránea e italiana, la unificación bajo una sola autoridad religiosa, la inmisericorde rotura de espinazo a los nobles que daban problemas y la creación de una especie de Guardia Civil rural llamada Santa Hermandad… Todo eso, y bastantes cosas más (de Colón y América hablaremos más adelante), con sus brillantes luces (el cardenal Cisneros, con la universidad de Alcalá y la Biblia políglota) y sus siniestras sombras (expulsión de moriscos y judíos e instauración de la Inquisición, que ya existía en otros lugares de Europa), que aquel matrimonio realizó o hizo posible, convirtió a la antigua Hispania, ahora llamada de nuevo España, en un estado fuerte y sólido bajo la autoridad de quienes el mundo conocería, en adelante, como Reyes Católicos. Lo que no era ninguna tontería, oigan, cuando en el resto de Europa los estados nacientes aún andaban discutiendo que sí o que no, como la Parrala. Uno de esos estados era Francia, también con serias aspiraciones de cuajar como nación y potencia internacional, cuyos monarcas ambicionaban el norte y el sur de Italia. También los papas, que además de ser cabeza visible de la Iglesia regían los llamados Estados Pontificios, tenían algo que decir al respecto. Así que la península italiana se convirtió en escenario de intrigas políticas y enfrentamientos militares que se prolongarían durante mucho tiempo. Se rompió así (año 1494) una etapa de llevarse más o menos bien entre italianos y extranjeros gracias a la llamada Paz de Lodi, que cuarenta años antes había logrado un equilibrio razonable entre la Santa Sede, Milán (familia Sforza), Venecia (familias comerciantes locales), Florencia (familia Médici) y Nápoles y Sicilia (españoles). Fue entonces cuando aquel delicado statu quo se fue al carajo, porque el rey francés Carlos VII se puso flamenco e invadió Nápoles, dispuesto a barrer para casa. Pero el muy pringado calculó fatal, porque reinaba allí Ferrante, hijo bastardo de Alfonso el Magnánimo, y por tanto pariente de los españoles Isabel y Fernando. Así que éstos, que llevaban tiempo buscando pretextos para romperle los cuernos al vecino recortándole los apetitos, enviaron a Italia un ejército mandado por un artista de la cosa bélica, Gonzalo de Córdoba, que en dos campañas sucesivas les dio a los gabachos las suyas y las del pulpo en las batallas de Ceriñola y Garellano, expulsó de Cefalonia a los turcos y devolvió Ostia al papa, porque se habían apoderado de ella los franceses. Eso le valió el sobrenombre de Gran Capitán; y a su muerte, para que se hagan idea del nivel, adornaron su túmulo funerario dos pendones reales y doscientas banderas enemigas tomadas en los campos de batalla, que se dice pronto. Pero lo más notorio es que don Gonzalo formó y fogueó un ejército profesional, los famosos tercios de infantería españoles, que durante un siglo y medio iban a tener a Europa bien agarrada por los cojones.
[Continuará]
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