miércoles, 7 de junio de 2023

Un sistema que habla pero no escucha

 Por Pablo Mendelevich

Ha sido de una riqueza inesperada el episodio de la mujer que el jueves pasado quiso arrebatarle el micrófono al gobernador Axel Kicillof durante un acto en Coronel Brandsen. La mujer no hizo revelaciones ni sacó a la luz verdades que el gobierno ocultaba. Tampoco su intrepidez alertó a los poderes públicos sobre sofisticadas fallas que habían pasado inadvertidas y que ahora sí, gracias a ella, podrán ser tratadas. La cosa no viene por ahí.

La riqueza está en las reacciones que el incidente despertó, sobre todo en el gobernador, quien pasó de asimilarlo con un atentado criminal a decir que su tarea consistía en ayudar a los que tienen un problema, para recibirla luego en la Casa de Gobierno.

De manera torpe, indiscutiblemente inapropiada, con su intrusión la mujer pretendió denunciar problemas en las áreas de salud y educación. Pero no alcanzó a dar demasiadas precisiones. La custodia del gobernador la redujo tirándola al piso, donde varios agentes la sujetaron, se aprecia en los videos, con un aparente derroche de violencia, maniobra a la que luego Kicillof se refirió como “el protocolo de seguridad”.

“No hay hospitales, no tenemos seguridad, no tenemos pediatras en el hospital, los chicos no aprenden nada en el colegio”, alcanzó a gritar Fernanda, como se la identificó en los medios. Nada que sorprenda. Un catálogo de quejas probablemente certeras que podría haber vertido en el apacible marco de una cámara Gesell casi cualquier ciudadano bonaerense ofrecido como voluntario para un estudio de opinión pública. Cosas, en fin, no más graves que las que se escuchan a diario en los bares, en las puertas de los colegios, en los medios, en la política. Fuera del oficialismo, claro.

Personas que en distintas partes del mundo irrumpen en escenarios para improvisar proclamas o logran ingresar a campos de juego para venerar o agredir jugadores o árbitros, por otra parte, tampoco son algo infrecuente. A veces la frontera entre actos individuales de factura psiquiátrica y cierto activismo político moderno se vuelve difusa. Los militantes ecologistas, que parecen llevar la delantera del rubro, invocan la divinizada búsqueda de “visibilidad” para justificar sus provocaciones, últimamente ensañadas con terceros de dudosa responsabilidad en el calentamiento global, como Van Gogh, Monet o Picasso.

Se supone que formas irregulares de protesta pueden ser necesarias en una dictadura. Además allí requieren de mucho coraje. Pero esas formas no maridan bien con la democracia, donde la libertad de expresión ocupa un lugar preponderante y bien o mal están garantizados los derechos tanto de expresión como de participación, entre los cuales no figura el de manotearle el micrófono a un gobernador en un acto.

Una vez que los canales fallan, cuando la institucionalidad se debilita, el agua baja de la montaña por donde encuentra un cauce. La repetición de lo anormal se vuelve normal. Así se ensalza el derecho a la protesta en formato corte de calles, de autopistas, puentes, vías de tren o incluso provocando demoras de vuelos internacionales: se descubrió hace poco que una interrupción de la autopista Riccheri puede servir para elevar la mira y conseguir hasta la extravagancia del corte aéreo, todo sea por ofrendarle “visibilidad” a la propia causa, cualquiera fuere. Distorsionada por goteo, la rutina modela nuevos paisajes. ¿Hace falta recordar las inauguraciones tormentosas de la Feria del Libro en las que grupos kirchneristas se impusieron sobre la palabra de escritores o ministros de Cultura designados para inaugurar la muestra?

Este medioambiente desvirtuado tal vez sea lo que contribuyó a añadirle alguna confusión al episodio protagonizado por la “denunciante” Fernanda.

La primera reacción del gobernador fue inobjetable: “esperame, esperame un segundo”, la persuadió sin perder la compostura cuando la mujer intentaba apropiarse del acto para purgar sus verdades. Pero el poco profesional forcejeo del personal de seguridad con la intrusa, quien terminó en el piso, paradójicamente resultó antagónico con la referencia que minutos después hizo Kicillof al riesgo de sufrir un atentado.

“Si sufro un atentado me puede pasar lo de Cristina, que ni siquiera se va a investigar”, dijo. Ahora bien, si Kicillof teme sufrir un atentado -es verdad, nadie está exento-, ¿no debería tener una custodia más atenta, en primer lugar, para prevenir que en un acto que se está llevando a cabo en un local cerrado nadie vaya como pancho por su casa a pulsear por su micrófono? No sólo la custodia dejó la impresión de que, cuando por fin reaccionó, le aplicó a la mujer una violencia desproporcionada con el cuadro planteado. Mucho más desproporcionado fue el propio gobernador, acto seguido, al meter de prepo la palabra atentado.

Quizás lo hizo al influjo del slogan “todo tiene que ver con todo”, un argumento cristinista diseñado para introducir como sea y cuando sea el latiguillo discursivo de turno. Se sabe, Cristina Kirchner casi no hace ninguna declaración este año sin mencionar que a ella la quisieron matar en un atentado que la Justicia no quiere investigar debido a que los autores están relacionados con opositores que regentean a los jueces.

Kicillof lo dijo con mayor sencillez. “Cuando las cosas le suceden al peronismo no se investigan”. Y en cierto modo tiene razón. La masacre de Ezeiza, que fue el mayor enfrentamiento entre peronistas que haya habido, jamás fue investigado. Hasta hoy -dentro de dos semanas se cumplen cincuenta años- ni siquiera se sabe cuántas decenas de muertos hubo. Huelga recordarlo, cuando la masacre ocurrió había un gobierno peronista, el de Héctor Cámpora.

Sin embargo, debe reconocerse la entrega de Kicillof, que frente a la hipótesis de sufrir un atentado lo que le preocupa no es que resulte lastimado sino que, por tratarse de algo que le sucedería al peronismo, después no sea investigado.

Mencionar un intento de magnicidio, por lo demás, no parece muy armónico con esta otra frase de Kicillof sobre Fernanda: “vamos a tratar de contactarla a ver si hay algo puntual en lo que podamos ayudar, porque es mi trabajo”.

Tal vez no haya que exigirle excesiva exquisitez con las palabras, pero el trabajo de un gobernador no es ayudar sino gobernar. Ayudar es el trabajo de Cáritas. Gobernar significa conducir y administrar los bienes y recursos del Estado y por supuesto que eso exige escuchar al pueblo, conocer sus necesidades. Que no es lo mismo que atenderlos uno por uno. Ni con la mayor abnegación Kicillof podría en toda su vida ayudar en forma individual a los 17.569.053 habitantes que tiene la provincia de Buenos Aires, muchos de los cuales probablemente tampoco estén satisfechos con los servicios de educación y de salud que la provincia a su cargo brinda. Ni qué decir si encima hay que sumar a los que se quejan de la seguridad.

La democracia directa ya es imposible –ni en Atenas la pudieron practicar-, mucho más lo contrario, un gobernador con atención personalizada que “ayude” a cada ciudadano a resolver sus problemas.

Por supuesto que está lo simbólico y que en ese sentido Kicillof hace bien en escuchar a esta mujer, siempre que esté seguro de que ella no tendrá ahora decenas de imitadores. Finalmente estuvo una hora reunida con el gobernador, aunque no es mucho lo que se sabe sobre ese encuentro, cuyo valor simbólico se expande a la coyuntura electoral.

Quizás no deje de producir alguna empatía el enojo de cualquier persona con el gobierno, con el sistema (aunque sea municipal el hospital donde se denuncia falta de pediatras, no provincial), cuando fermenta el hartazgo de una parte de la sociedad, abunda la desesperanza y sube en las encuestas el candidato de la ira. De algún modo, Fernanda sintetiza el mal funcionamiento de los canales institucionales que deben trasmitir el inconformismo de un sistema que habla pero no escucha.

© La Nación

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