Por Arturo Pérez-Reverte |
En 1976, la guerra del Líbano estaba en todo lo suyo. Se combatía con mucha bestialidad en la última fase de la que se llamó batalla de los hoteles, en Beirut, y mi periódico —después del Sáhara me habían enviado de corresponsal a Argel— me dijo que fuese a cubrir aquello. Así que, como el aeropuerto beirutí estaba cerrado por exceso de candela, tomé un vuelo a Damasco y desde la capital siria fui por carretera hasta la frontera libanesa. Allí, en un lugar llamado Masnaa —si al mundo tuvieran que ponerle un supositorio se lo pondrían exactamente por allí—, el taxista sirio se negó a seguir y me dejó tirado con mi mochila, un mapa, una lata de sardinas y una navaja suiza.
Estuve un día y una noche buscándome la vida junto a una especie de bar donde vendían cigarrillos y gasolina, pero no pasaba nadie. Hasta que al amanecer se detuvo un coche con tres chicos jóvenes, de mi edad, y los convencí para que me llevaran a Beirut.
Por el camino, que fue largo y accidentado, simpatizamos. Dos eran hermanos, Sami y Fadi, y el tercero, su primo, se llamaba Farid. Eran cristianos libaneses y regresaban a su país para alistarse y combatir. Farid, un muchacho bigotudo, alto y melancólico, se admiró de que un español al que nada le iba en aquello se metiera en semejante pifostio. Así que se ofreció a alojarme en su casa y a contactarme al día siguiente con las autoridades militares. Así lo hicimos, y de eso surgió una amistad que duraría el resto de nuestras vidas. Durante los primeros días dormí en su casa y traté a su familia: su padre, su hermano, su guapa hermana Najat y su madre, una libanesa de ojos enormes que había sido una belleza en su juventud y a los sesenta años lo seguía siendo. Me quería mucho y me trató como a un hijo.
Dejé la casa de Farid a los pocos días, haciendo mi trabajo: el final de la batalla de los hoteles, el asedio y matanza de Tel al-Zaatar, los violentos combates del barrio de Hadath. Después mi periódico me mandó a otros lugares, aunque regresé al Líbano muchas veces durante la guerra, que fue larguísima, primero para Pueblo y luego para Televisión Española: una docena de viajes durante diecisiete años, incluida la invasión israelí de 1982. Y cada vez, estuviera con el bando que estuviera —al final cubrí esa guerra con todos, israelíes y palestinos incluidos—, siempre me las arreglaba para encontrarme otra vez con Farid.
Quizá por nuestra amistad aprendió español oyendo canciones sudamericanas, de las que yo traducía las palabras difíciles. Él seguía combatiendo con los suyos, y varias veces lo acompañé en eso. Era sereno, humilde y muy valiente. Algunos de sus camaradas también fueron mis amigos. Vivimos juntos muchas aventuras y compartimos sobresaltos, cigarrillos, confidencias. En el segundo viaje, agradecido, le regalé a Farid una pequeña cruz de oro que me había dado mi madre y que yo llevaba colgada al cuello con la chapa de identificación. Y en cierta ocasión, cuando llegué otra vez a Beirut y fui a su casa, su madre me abrazó llorando emocionada. Has salvado la vida de mi hijo, sollozó. Has hecho un milagro. No comprendí a qué se refería hasta que me enseñó unas radiografías: Farid había sido herido en un combate y la radiografía mostraba, junto a la bala alojada en la clavícula, la cruz que le habían apartado a un lado del cuello para hacerle la placa radiológica. Tu cruz, decía la madre, desvió la bala.
Un día acabó aquella guerra, aunque en el Líbano, tan lejos de Dios y tan cerca de Siria e Israel, nunca acaban del todo las desgracias. También yo dejé la vida de reportero, y nunca volví a Beirut. Pero he seguido en contacto con mi amigo. Mientras funcionó el correo le mandé mis novelas; ahora nos telefoneamos de vez en cuando y cambiamos mensajes electrónicos por Navidad. Tiene los mismos años que yo y lo pasa mal: el país es un desastre de políticos y gentuza sin escrúpulos, y los que como él combatieron y quemaron allí los mejores años de su vida están arruinados y olvidados. Tras haber vendido la casa de sus padres, sin un céntimo en el bolsillo, Farid malvive en el campo, arreglándoselas como puede. Cuando hablamos por teléfono se nos quiebra la voz, recordando a los dos muchachos que se conocieron en Masnaa. Uno de mis mayores remordimientos es no poder compensarlo por lo mucho que le debo: por su generosidad cuando éramos tan jóvenes que las palabras combate, vida, futuro, lealtad, aún tenían sentido para nosotros. De todas ellas apenas nos queda la última, y ni siquiera a ésa soy del todo fiel. Una y otra vez pienso que debo viajar allí por última vez, a abrazarme con Farid antes de que muera uno de los dos, pero no lo hago. Y no es porque el Líbano esté lejos. Soy cobarde porque temo mirarme en el espejo del tiempo perdido.
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