Por Roberto García
Pocas veces, como esta semana, la política se alineó como una actividad deportiva. Fútbol, básquet, golf, rugby. Un juego profesional, pago, en el que sólo se trata de ganar. Para llegar, coronarse o subsistir en otro evento electoral. Así han cerrado las alianzas partidarias: convicciones aparte y tapándose un ojo o la nariz, según los casos. Piratería de la conveniencia.
Basta el retrato de un participante: la UCR admitió el ingreso de José Luis Espert como integrante de Juntos por el Cambio. Sin rencores, hasta olvidó el centenario partido los diversos insultos que le brindó el economista durante años, el más reciente —en un exceso de machismo implícito— tratando de “puto” al mendocino Alfredo Cornejo. A los gritos. Del mismo modo que antes carneó al partido, de Yrigoyen a Alfonsín, sin distinciones ni paradas. Siempre un poco menos brutal en sus expresiones sobre el peronismo, eso sí.
Protagonista de la forzada disuasión a los radicales fue Horacio Rodríguez Larreta, hombre de diferentes desvíos en su carrera, quien sirvió en el gobierno de Fernando de la Rúa como antecedente. Se supone que la conciliación lograda se inspiró en su propia conveniencia: Espert le quita adhesiones a la rival en la interna del jefe de Gobierno, Patricia Bullrich.
Por otra parte, la generosidad radical para doblarse se manifestó en un congreso de hace pocas horas: acordaron en ampliar la base de la coalición, en incorporar a Cambiemos a fracciones de otro pensamiento, liberales por ejemplo, odiosos ejemplares que solían provocarle urticaria (recordar que, en tiempos de Raúl Alfonsín, el finado mandatario y jefe del partido expulsó por disidentes a Ricardo López Muphy y a Adolfo Sturzenegger, padre de Federico).
Pero la nueva apertura no alcanza a cualquier liberal ni, mucho menos, habilita a pensar que el partido retoma una senda alvearista: la UCR tapia el acceso a otras figuras de esa tendencia, prohíbe que Javier Milei —por ejemplo, si quisiera— se acerque a la coalición, establece un cordón sanitario para quien piensa como Espert, ya que juntos desparramaron la prédica liberal por buena parte del país.
La discriminación entonces se ha vuelto individual y Gerardo Morales, titular del radicalismo, sostuvo que él nunca aceptará negociar con un traficante de órganos como Milei. Palabras semejantes a una dama de Cambiemos que una vez dijo: “Mi limite es Mauricio Macri”. Y, más tarde, terminó comiendo milanesas en su casa
Ahora Morales y su compañía radical prefieren ennoviarse con parte del peronismo clásico, vía Juan Schiaretti, le temen más al pelilargo economista que a los que combatieron con bombas en 1955. Como si Milei representara en la crisis un peligro superior a lo que, en su momento, ellos llamaban “dictadura”.
Este episodio es una de las tantas perlas en la final, dentro de diez jornadas, para presentar los candidatos a las internas, el paso a las votaciones de agosto y octubre. Peripecias de días agitados en los que se pierde tiempo para pensar hasta en cambiar el nombre de las alianzas, cuestión de que nadie se acuerde de lo que han sido hasta ahora. El oficialismo mudó a Unión por la Patria, lo hizo desaparecer, la oposición tuvo dudas con su sigla, pero se mantuvo en los siete.
Cristina habla y pone distancia al tumulto desde el sur, se acomoda y debate consigo misma sobre la conveniencia o no de pronunciarse por algún candidato. Tuvo visitantes queridos que la aconsejaron: “Después de Alberto Fernández, mejor no elijas a nadie. Además, si gana y llega a fracasar como Alberto, te van a maldecir por toda la vida, serás una desgracia”. Agregando: “Ya tuviste 4 penales y los erraste todos. Es hora de cambiar de ejecutante”. Sugerencias al vacío, parece.
Mientras, continúan las rituales implosiones en el oficialismo (Massa, De Pedro, Cristina, Scioli) al igual que en la oposición (Horacio Rodríguez Larreta, Patricia Bullrich, Mauricio Macri), los dos grupos contenidos en una misma frontera: no romper la jarra de cristal que los contiene. Aunque se detesten. Saben que una escisión les hace perder más de lo que ganan y, en el deporte profesional que practican, esa alternativa se vuelve inaceptable.
Un ajeno a estos intereses de la liga, Milei, tropieza no solo con el lenguaje del sistema y, cándido, entiende que puede repetir la experiencia de una Graciela Fernández Mejide que solo recorriendo la provincia de Buenos Aires en una camioneta azul, venció a Duhalde, a la esposa, a los famosos barones del conurbano, al llamado “aparato” en la estancia escriturada a su nombre. Justo el mismo que, al llegar al gobierno por un atajo, se había aliado al jefe del radicalismo de entonces para trepar y quedarse en la Casa Rosada.
Con la misma inocencia cree Milei que no se va a desinflar por carecer de estructura, o así lo van a informar los medios, y que si lograra el milagro de atravesar el ballotage, copiaría al Bukele de El Salvador, quien alcanzó la cima sin respaldo legislativo y desde entonces, gobierna. Curioso, una misma cantidad de horas que los Fernández y con un mayor respaldo de su pueblo (al menos en temas como el de la inseguridad o en la reducción del gasto público).
Tal vez el economista argentino confía en que podrá asociarse a esos acontecimientos divinos sin necesidad de preocuparse por la organización de su partido o despreciando la tarea de la fiscalización el día de los comicios. Como diría algún rival, “no estamos a favor del fraude, pero tampoco queremos que nos obliguen a cometerlo si es que no se ocupan de sus obligaciones”. Más grave, en estas cuestiones administrativas, será la falta de boletas propias en los cuartos oscuros. Algún pícaro especialista supone que esas fallas pueden restarle entre 4 y 5 puntos en una elección general. Y ese número, en una competencia de tres tercios es un pérdida letal.
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