sábado, 17 de junio de 2023

La impunidad se paga muy caro

 Emerenciano Sena, líder piquetero detenido por la desaparición de Cecilia Strzyzowski,
y Jorge Capitanich, gobernador de Chaco.

Por Héctor M. Guyot

Los déspotas que caen en la paranoia son predecibles. “Hoy fuimos testigos del poder abusivo más malvado y atroz en la historia de nuestro país, algo muy triste de ver. Un presidente en funciones corrupto hizo arrestar a su principal oponente político por cargos falsos y fabricados de los cuales él y muchos otros presidentes serían culpables”. 

Tras declarar en la causa de los documentos clasificados que se llevó de la Casa Blanca, Donald Trump adjudicó sus pecados a quienes lo acusan, un mecanismo de proyección calcado del que despliega Cristina Kirchner. Podrían pasarse letra. Tanto la “realidad alternativa” como el relato persiguen lo mismo: la impunidad, que se obtiene cuando la palabra del líder desplaza las evidencias de la realidad y se impone como criterio de verdad. La impunidad equivale al triunfo del autócrata. Supone el fin de la ley. La vuelta al Medioevo, donde el ciudadano pasa a ser súbdito.

La lucha contra la verdad define la historia del kirchnerismo, que solo puede prevalecer donde logra consagrar la impunidad. Eso explica su ligazón con los gobernadores del interior feudal, donde el poder hegemónico ha neutralizado la división de poderes. Allí donde no hay más ley que la del más fuerte, donde la suerte de los demás depende de la voluntad del que manda, los poderosos cosifican al otro hasta reducirlo a mero instrumento de sus intereses. Por eso suelen producirse crímenes atroces, como el de María Soledad Morales en la Catamarca de los Saadi o el de Paulina Lebbos en el Tucumán de Alperovich, a los que ahora se sumaría, según todos los indicios, el de Cecilia Strzyzowski en el Chaco de Capitanich.

Poder, dinero, violencia, muerte. Un gobernador que administra la pobreza se asocia a un líder piquetero con una ambición análoga a la suya que, con plata del Estado, de la que deduce el porcentaje de rigor, levanta barrios y escuelas a las que bautiza con su nombre. La gente le teme y con razón, tal como era temida Milagro Sala en Jujuy. El miedo, siempre. Y la gente que obedece y calla. En los feudos donde la propia vida está en manos ajenas nada cambia. Hasta que un crimen del poder, o de sus hijos, provoca una reacción social y se abre la posibilidad de una transformación.

En Buenos Aires desconocemos el verdadero carácter del poder en las provincias feudales. Para la mayoría de los porteños, el país es la ciudad de Buenos Aires, el conurbano y después un difuso más allá, que se abre en la inmensidad de la llanura y conduce a un interior en el que las provincias adquieren un perfil particular solo con las elecciones o cuando hechos graves concitan la atención de los medios nacionales. Sin embargo, ¿cuál es el verdadero país? ¿Aquel en el que vive un ciudadano de Recoleta o Villa Soldati o es más bien aquel mucho más vasto en el que habitan los formoseños, los riojanos o los santiagueños, entre otros?

Es posible que haya dos países, como quiere la atávica antinomia entre Buenos Aires y el interior, alimentada por autócratas que se erigen en figuras redentoras capaces de responder con orgullo telúrico las supuestas afrentas del puerto. En Insfrán, por ejemplo, esta pose deviene caricatura.

En los últimos veinte años, sin embargo, esos dos países se han confundido y los porteños han tenido la oportunidad de tener una muestra (no gratis) de la vida bajo un régimen cerrado dominado por el caudillo, en el que la vida deja de ser regida por la ley y pasa a ser objeto de la voluntad del líder autoritario. Esa muestra han sido los gobiernos de los Kirchner, en los que se buscó llevar a nivel nacional el esquema que previamente habían instalado en Santa Cruz. Fue un intento de feudalizar la Argentina, montado sobre una matriz corporativa ya bien asentada, sobre antinomias arteramente fogoneadas y sobre la pobreza capitalizada como insumo político. Aunque llegaron lejos, no pudieron consumar su objetivo de ir por todo. Pero los efectos de esa aventura desorbitada hoy se hacen sentir en la pauperización moral y material del país, lo que nos acerca a la realidad que padecen las provincias feudales.

En el fondo, en cualquiera de los tres niveles de gobierno, la lógica es la misma. Se trata de la apropiación del aparato del Estado para convertirlo en un botín que depara ganancias constantes o vitalicias a una asociación ilícita amparada por el voto (cautivo) y camuflada con las formas externas de la democracia. Dicen que vienen a erradicar la pobreza, pero la perpetúan porque de ella dependen. ¿Qué hace falta para que la impostura se imponga y el Medioevo pase por Modernidad? La impunidad.

En Washington o en Buenos Aires, de Caracas a Formosa o Resistencia, cuando el autócrata domina la Justicia, suya es la vida de aquellos que están bajo su férula, que quedan desvalidos sin el amparo de la ley. Pues sin un Poder Judicial que la aplique, no hay ley. De la independencia de los jueces, y de una sociedad que la reclame, depende que haya justicia. También, la posibilidad de un país distinto, ante un populismo que no descansa en la búsqueda de impunidad para sus crímenes.

© La Nación

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