Por Gustavo González |
La Argentina electoral vive un torbellino informativo que atraviesa asesinato, intento de incendiar una legislatura provincial y acuerdos electorales de último momento. Pero lo que de verdad atraviesa la Argentina es el choque frontal entre distintas maneras de entender el relacionamiento social y político y la forma de gobernanza.
Esa disputa es la que queda reflejada en los precandidatos presidenciales que compiten por cada espacio. El duelo es entre aquellos que entienden que la manera de gobernar e implementar cambios es por consenso y quienes creen que alcanza con ganar una elección.
El ejemplo más mencionado de esa dicotomía es el de Larreta y Bullrich en Juntos por el Cambio. Y era el de Scioli vs. De Pedro en Unión por la Patria hasta el viernes.
La candidatura de Massa parece responder a la opinión de gobernadores, intendentes y del Presidente, de que quien más chances tiene de ganar por el oficialismo es alguien vinculado con el dialoguismo y no con la confrontación. No es casual que el ministro tenga una estrecha relación con la fórmula Larreta-Morales. Amigo del primero y exsocio político del segundo.
Supergrieta/supernova. De todos modos, es probable que en esta campaña cueste hallar demasiadas diferencias entre unos y otros.
Hay una fuerte corriente cultural y política que hoy se impone en la conversación mediática y que castiga cualquier intento de ser contemplativo con el otro y con sus razones. Es la evolución natural de años de grieta que dieron paso a una supergrieta que genera exponentes mediático-políticos caricaturescos, patológicos, pero que espejan bien a ciertos sectores sociales.
La supergrieta se asemeja a las supernovas, esas estrellas que nunca brillan más que en el momento en que producen su explosión final antes de desaparecer. Que tal vez sea lo que ocurra con la grieta nacional cuando termine esta campaña.
En el mientras tanto, no parece haber mucho lugar para las posiciones moderadas. Al contrario. La particularidad de estas elecciones es que hasta los más moderados se muestran extremos y apareció un candidato que aprovechó la grieta para cavarla aún más y convertirla en un proyecto en sí mismo.
Milei es el mayor emergente de esta supergrieta que no solo representa el rechazo al consenso, sino que corporiza a esa suerte de anarquía que fue ganando a parte de la sociedad. Es cierto que si él no existiera, hubiera aparecido otro. Para eso están los líderes. Espejan movimientos colectivos de los cuales ellos creen ser artífices, aunque es la historia la que usa sus apellidos. Hoy usa el de Milei.
Chaco/Jujuy. Este anarco capitalista le puso su nombre a un espíritu de época que abarca desde lo que habitualmente se llama “derecha” hasta el trotskismo, y se caracteriza por el mismo rechazo al sistema y a los políticos que lo encarnan.
Es lo que se vio en los últimos días en Chaco y Jujuy. Sectores que dejaron de aceptar la voz de cualquier autoridad. Unos porque creen que Capitanich es cómplice del asesinato de Cecilia Strzyzowski, más allá de lo que diga y haga. Otros porque consideran a Morales un pequeño dictador capaz de reprimir sin límites.
Ellos son la “casta”, y nada que provenga de ellos será creíble. No importa que la Justicia chaqueña esté avanzando con la resolución del crimen sin que aparentemente surjan trabas políticas. Ni que la cuestionada reforma constitucional jujeña haya sido votada por amplia mayoría, incluso con el voto peronista, o que se haya intentado incendiar la legislatura.
Blanco/negro. No se sabe cuántos votos sacará Milei (y su correlato antisistema de “izquierda”), pero su violenta gestualidad y sus insultos para enfrentar a la “casta” expresan bien a esos sectores.
Ese espíritu de época rupturista, agresivo y unidireccional tiene su correlato mediático. Chaco y Jujuy son ejemplos del superagrietamiento que contamina la información y conforma dos universos mediáticos paralelos e irreconciliables.
Cada uno con amigos y enemigos bien definidos y con reglas muy claras. Si un gobernador es peronista y, además, cercano a Cristina Kirchner, nada de lo que de él provenga puede ser bueno. Si un gobernador es radical e impulsó el enjuiciamiento de Milagro Sala, solo puede estar guiado por su afán de reprimir al pueblo.
La uniformidad dentro de cada universo parece incapaz de reconocer verdades, medias verdades y mentiras. Una suerte de mileinización de los medios por la que cualquier cosa (una noticia en este caso) puede transformarse en mercancía si responde a las necesidades de la demanda (la audiencia).
Pero los periodistas tenemos el derecho de investigar y la obligación de hacerlo. Sobre lo que sea.
Sobre la eventual complicidad de Capitanich con el crimen, sobre los posibles excesos de la represión policial o sobre si las marchas en Jujuy estuvieron financiadas por el gobierno nacional.
Lo esperable es que después de investigar se diga qué es cierto, qué no lo es y qué no sabemos. Sin importar a quién beneficie o perjudique. Las mejores investigaciones están llenas de grises, no de blancos y negros.
Peor/mejor. También los candidatos están mileinizados. De hecho, existen mutuas simpatías entre Milei, Macri y Bullrich; y Larreta sumó a Morales como si fuera un halcón, aunque su estilo histórico es el de negociador.
Y es de suponer que, durante la campaña, Massa no querrá recordar su amistad con Larreta ni su alianza con Morales. Entre otras cosas, porque deberá demostrarles a Cristina y a los sectores que se quedaron fuera de la fórmula que parte de su discurso confrontativo estará presente en las tribunas.
Milei puede no ganar, pero si la mayoría de los candidatos termina asumiendo que lo que pide la sociedad es más grieta, eso implicaría una suerte de triunfo conceptual del libertario.
En ese caso, lo que se va a escuchar en los próximos meses es que Alberto Fernández destruyó al país, como ya lo habían hecho Macri y, antes, el kirchnerismo. Que el presente es horrible y lo que viene no será tanto mejor, porque la herencia de la herencia de la herencia lo hará imposible.
Pero plagiar a Milei y a su correlato setentista del “cuanto peor, mejor” tiene sus riesgos.
Porque después de dinamitar los diques de contención del relacionamiento político, de decir lo que sea para descalificar los argumentos del otro, de azuzar y naturalizar la agresión como modo de expresión, de mostrarse tolerantes frente a cualquier forma de violencia; después de todo eso, quien gane deberá gobernar.
Las minorías intensas tienen el derecho de buscar a quien mejor las represente y a gritar su hartazgo por lo que este sistema no es capaz de ofrecerles.
Por momentos, hasta pueden dar la sensación de ser mayorías.
Pero no lo son. Y no alcanzan para lo que viene después del 10 de diciembre.
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