Por Jorge Fernández Díaz |
El epigráfico y electrizante Andrés Malamud, no sin razones técnicas e históricas, cuestiona el término “feudal” para describir estas rancias formas hegemónicas que se apoderaron de varias provincias y distritos, y que los condujeron al atraso, a la servidumbre y al crimen. La mismísima aclaración del politólogo evidencia cuánto se ha popularizado en la Argentina ese término para bautizar el modelo imperante, y el Diccionario de la Lengua Española parece habilitar en parte su uso, puesto que en su segunda acepción anota: “Sujeto a una estructura abusiva y fuertemente jerarquizada”.
En otros países, como en la Madre Patria, el término resulta más amplio y ahistórico, aunque refiere usualmente a sistemas políticos estatales manejados por un caudillo eterno; ese fenómeno se llama caciquismo: “Dominación o influencia del cacique de un pueblo o comarca; intromisión abusiva de una persona o una autoridad en determinados asuntos, valiéndose de su poder”. No se trata de un juego de palabras sino de la búsqueda de un concepto que condense los distintos matices del “proyecto nacional y popular”, reseteado y redefinido por Néstor Kirchner hace veinte años. Fueron los Kirchner quienes intentaron, como nunca nadie antes, nacionalizar un método de gobernabilidad y opresión que en Santa Cruz y Formosa –dos ejemplos señeros– era predemocrático y que, mediante coartadas intelectuales y blanqueos de papanatas progres, se transformó en “un virtuoso ensayo de posdemocracia”. De manera más sencilla, Néstor se lo explicó tempranamente a Luis Juez en la Casa Rosada: la alternancia existiría durante su larga gestión, pero únicamente se daría dentro de su propio matrimonio. Y después de “veinte años en el poder, Luisito, desde el que está en Mesa de Entradas hasta el presidente del Tribunal Superior de Justicia te deben el cargo y son tuyos” (sic). La “generación diezmada” y sus herederos ideológicos, encontraron en este régimen de partido único la manera perfecta de adaptar su antiguo setentismo, que despreciaba tanto la democracia como los peronistas de ultraderecha que eligió Perón para “meterles bala” a los “zurdos” (así los llamaba) y los dictadores militares que luego salieron a cazarlos. Latía entonces en la “juventud maravillosa” la idea de una “dictadura popular”, remedo nacionalista de la dictadura del proletariado, y esa pulsión quedó agazapada. Los señores feudales del siglo XXI les permitieron, con su astuta caja de herramientas y socavando desde adentro la “democracia burguesa”, alcanzar más o menos lo que anhelaban: un control absoluto del Estado y una colonización de las instituciones neutrales, que están para obedecer al líder y no para objetarlo. Carlos Menem también era un señor feudal, pero al llegar a Balcarce 50 no intentó instalar el feudalismo puesto que este era contrario a sus objetivos neoliberales. En cambio, la dinastía Kirchner –con el auxilio inestimable de la izquierda peronista y de diversas corporaciones mercenarias– se atrevió a ir por todo y casi lo consigue. Muchos se lamentan, con un buenismo sobrecogedor, de que se haya generado una grieta en el país. Pero la grieta es precisamente un derivado de esa descomunal maniobra divisionista para instalar un Nuevo Orden (Cristina dixit), y un síntoma saludable de que ese sueño despótico encontró fuertes resistencias. Al menos hasta ahora. Muchos creen también que, enredada en internas, la oposición republicana perdió “concepto”. Nunca estuvo más claro, sin embargo, que la encrucijada argentina es feudo o democracia. Las discusiones acerca de cuántos halcones y palomas hacen falta para librar esta epopeya son necesarias e ilustrativas, pero menores frente al desafío central; también lo son las ambiciones personales, y los panqueques y las contradicciones de la hora, puesto que en toda reyerta hay –como se decía en épocas napoleónicas– leales, confundidos, oportunistas y afrancesados. Nada modifica, sin embargo, la dicotomía de fondo. Y todos y cada uno de los terribles acontecimientos de esta semana deberían leerse como piezas de este asunto nodal.
La razón feudal se basa, como hemos aprendido, en el copamiento de cajas y palancas, en la creación de punteros que gerencien el pobrismo y controlen a los “clientes”, neutralicen las eventuales protestas contra el cacique, extorsionen a los sectores disidentes y alienten hostigamientos campales contra sus adversarios. Se forman así ejércitos callejeros y heterodoxos, que en algunos casos de zonas calientes acuerdan también con el narco, porque el lumpen busca al lumpen, y al final todo se vuelve fatalmente mafia. El abuso y la violencia laten así en la política de la imposición y en la apropiación ininterrumpida del Estado, y la nomenklatura clientelar surgida de esa acción se transforma en una clase impune llena de privilegios, ubicada por encima de la policía y más allá de la ley. Chaco ha resultado un tremendo escaparate nacional de estas patologías, pero el formato se replica –con mayor o menor profundidad– en muchos otros sitios, y también en vastos segmentos de la provincia de Buenos Aires. En Jujuy se estaba legislando lo obvio para cualquier democracia: es ilegal cortar sin permiso calles y rutas, y una patota manejada por el kirchnerismo y secundada por su amante dócil –un trotskismo infantil y desquiciado– intentó quemar la Legislatura e hirió a cincuenta agentes policiales. Levantarse contra una institución fundamental del Estado de Derecho debería significar una pena de reclusión por tiempo indeterminado: eso no sería criminalizar la protesta, sino el golpismo. Pero aquí funciona la protección de las “almas bellas”, que en el mejor de los casos –cuando no tienen directamente mala fe– confunden a los marginales y a los delincuentes con los pobres, o son vulnerables al chantaje emocional. Esa mujer que, en medio de la trifulca, cabecea la ventanilla de un patrullero para autoinfligirse heridas en el rostro, sabe perfectamente lo que hace: la victimaria de pronto se victimiza comprendiendo que una sarta de imbéciles –carne de diván– siempre estarán dispuestos a poner el grito en el cielo ante cualquiera de estas imágenes, porque una lastimadura en una manifestación es más grave que un atentado contra la democracia. También cunde un hondo mutismo frente al hecho de que varios de los abnegados apedreadores de las instituciones jujeñas tenían gruesos prontuarios por robos, violaciones y abusos sexuales. Serán femicidas y violadores, pero al fin y al cabo son nuestros femicidas y nuestros violadores, parecen razonar las feministas del Gobierno, que ya han olvidado el caso Cecilia Strzyzowski: puede haber desaparecidas en democracia, siempre y cuando ocurran en terreno feudal. Que es terreno amigo. Muy progresista todo.
Mientras los sediciosos incendiaban y lapidaban Jujuy, algunos artistas se preocupaban por la “represión salvaje”; una suerte que no tuvieron los carapintadas cuando se alzaron contra la Constitución nacional. Recordemos: las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado eran protagonizadas por la derecha militar; las actuales pertenecen a una izquierda militarizada, que ha sabido también tercerizar el ejercicio de la coacción con grupos de choque y matones a sueldo. Feudo y matonismo forman un matrimonio indisoluble.
Flota entre los analistas la impresión cada vez más fuerte de que este populismo autoritario podría no aceptar un eventual revés en las urnas, y que, si al final lo hace, ordenará una inmediata escalada destituyente a sangre y fuego contra los republicanos. Le sugerían incluso a Sergio Massa, antes de que se convirtiera en candidato oficial de UP, que aceptara un lugar estratégico en la línea de sucesión, en descarada previsión de que la “resistencia” lograse su objetivo: que se vaya anticipadamente en helicóptero el próximo presidente constitucional en medio de humeantes turbulencias lideradas por los nuevos “comando civiles”, que desde hace rato son peronistas. Ese sujeto histórico llamado kirchnerismo, principal responsable de la alarmante descomposición económica y social, le pone así una pistola en la sien a la nación: si no votan por mí –el único que puede dominar al Frankenstein que yo mismo inventé– deberán atenerse a las consecuencias. Son ellos quienes rompen el pacto democrático. Ya lo han roto.
© La Nación
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