Por Jorge Fernández Díaz |
Después de veintisiete años de firmar ejemplares en la Feria del Libro de Buenos Aires, y de hacerlo invariablemente de pie y durante largas horas con el buen talante de un mosquetero de Dumas, al escritor Arturo Pérez-Reverte le sucedió esta vez algo inusual, al borde de lo insólito: varios de sus lectores más agradecidos se le acercaban con los ojos llenos de lágrimas o directamente rompían a llorar cuando se hacían la foto de rigor. A medianoche, tomando la última copa con amigos y a punto de regresar a Madrid, nos preguntó qué pensábamos de aquel extraño fenómeno emocional.
Supongo –cavilé entonces– que la pandemia convenció a muchos lectores de que ya no volverían a las viejas alegrías ni a los rituales de siempre, y que no tendrían nunca más la oportunidad de ver en persona a sus héroes literarios. Mi mujer recordó, sin embargo, la visita que Daniel Barenboim realizó en 2002 cuando, aislada y en default, detonada y humillada ante sí misma, con un clima deprimente y sombrío, la Argentina recibió al eximio hijo pródigo, que tocó al piano las 32 sonatas de Beethoven escandidas en ocho recitales; en el Teatro Colón no cabía un alfiler, y al término de las presentaciones lo esperaba una pequeña multitud devota, que en disciplinada fila le pedía al maestro un autógrafo en su programa de mano.
Muchos le entregaban pequeños regalos (alguna flor, bombones), no pocos lagrimeaban de emoción; la palabra que repetían era la misma: gracias. Gracias por haber venido a este confín olvidado por todos, por traernos una brizna de lo bueno que pasa más allá de las fronteras de nuestros desastres. Y gracias por recordarnos quiénes somos de verdad: algo que alguna vez fuimos, algo mucho mejor que esta degradación a la que nos han arrojado. Hablamos esa última noche con Pérez-Reverte de angustias colectivas, implícitas o manifiestas, y yo recordé a un mozo a quien conozco desde hace veinte años. Es un veterano de todas las batallas y de todos los infortunios argentos, y lleva en los ojos lúcidos y caídos un cansancio ancestral. Pertenece a la estirpe de los antiguos y eficientes camareros de chaqueta blanca y moño negro, y había comentado con él esa misma semana los estragos de la superinflación y la alarmante recesión creciente. Me recordó entonces que están por llegar nuevos aumentos de tarifas y que el sueldo se le disuelve enterito al cabo de la primera quincena, y de pronto dejó caer con un largo suspiro otra palabra decisiva. La palabra “dolor”. Que alude al primer sentimiento que cruza hoy a la empobrecida clase media –segmento en peligro de extinción–, y a las distintas clases bajas, que chapalean y se ahogan en un océano sufriente. “Estamos de vuelta en 2002 –me dijo, coincidentemente–. Y este gobierno es nuestra ruina: nos va a seguir haciendo doler más y más, y encima cualquiera que venga en diciembre nos va a tener que hacer doler si realmente quiere arreglar este quilombo. Porque yo no me voy a comer la galletita de cualquier chanta que trate de endulzarme la oreja con anestesias y soluciones fáciles: ése fija que es un mentiroso y un ladri. Y entonces, mire usted, no tenemos entusiasmo por nada ni por nadie; cuando llaman a casa para hacerme una encuesta, les corto o les digo la verdad: lo único que nos queda es elegir verdugo, señorita, no me moleste más”. Un sobrino le insiste con que vote a Javier Milei, y el mozo le responde una y otra vez: “Vos sos joven y yo jovato. Vos tenés rabia y yo tengo tristeza. Pero ése que a vos tanto te gusta es el que más dolor nos tiene que causar, si es que hace todo lo que promete”.
El mozo no es más que un mero testigo barrial, pero si decodificamos correctamente las encuestas comprobaremos que su opinión no resulta tan exótica: representa con bastante exactitud el sentido común y el ruidoso silencio de vastos segmentos del electorado. El dramatismo de la hora obliga a pensar sin tantos marcos conceptuales o teóricos, y principalmente sin miedo a quienes lo tienen todo claro, porque ya sabemos: de ellos es el reino de los ciegos. Acaso como nunca el voto oculto, el voto sorpresa, el voto útil, el voto bronca y el voto estribo (aquél que se decide directamente en el cuarto oscuro) le meterán fuerte incertidumbre y múltiples convulsiones a este fin de ciclo. Y no es posible dejarse arrastrar por meras simpatías personales o adhesiones ideológicas, sino razonar y analizar muy seriamente qué clase de gobernanza se necesitará para no fracasar con estrépito, sobre todo después de experiencias fallidas y de las advertencias directas de complots y golpismos que la corporación kirchnerista realiza en público, día tras día, sin sonrojarse y sin que ningún fiscal los procese por amenazar el orden constitucional. Es por eso que el plan de estabilización económica, aun con ser fundamental, resulta menos relevante que el programa político integral que le serviría de andamiaje, y esto vale tanto para la oposición republicana como para los libertarios. La retórica recurrente, según la cual en nuestra patria todo cristo tiene una fórmula infalible para deshacer este descomunal entuerto y detener esta hemorragia social, no representa demasiado si no se pone también sobre la mesa una agenda y un camino claro y un sistema de alianzas que le presten gobernabilidad a las ideas de fondo y a las ocurrencias técnicas. Este quizás sea el único flanco en el que Horacio Rodríguez Larreta parece haberse hecho fuerte, puesto que su estrategia –por ahora, es cierto, con tibios resultados– está basada en una suerte de permanente gesto de moderación y “antigrieta” con vistas a sumar amigos para cuando más los necesite. Lo hace en el presupuesto de que el centro ideológico es todavía lo que era, y como si no existiera un corrimiento de la sociedad hacia la derecha, algo que solo se verificará el Día D, cuando se abran las urnas y comiencen los asombros. La actuación de Horacio es tan convincente que en ocasiones parece lisa y llanamente un peronista light, y ante todo un enfermero: nadie debe temer grandes sobresaltos, compañeros; antes de marchar al quirófano sacaremos las gasas, curaremos las heridas y conversaremos un poco. No lo estoy rebajando: en este país largamente colonizado por el peronismo, donde hay por todos lados peronistas involuntarios que ni siquiera tienen conciencia de serlo, la táctica vocacional del alcalde de Buenos Aires puede ser un éxito, o en todo caso, el posibilismo aceptable para una comunidad que tiene el cerebro lavado y los modos amoldados a las metodologías usuales. Será, recordemos una vez más, una campaña acerca del dolor.
Su oponente dentro del universo amarillo se beneficia de esas defecciones y del seductor mito de David contra Goliat, puesto que se enfrenta solita y sola a un aparato multimillonario y avasallante. Ella, que fue peronista de izquierda, cultiva hoy el institucionalismo radical heredado de su familia y abraza con convicción un liberalismo de madurez: tiene la fe de los conversos, se muestra como una “mina brava” y apela todo el tiempo al coraje, valor necesario pero exacerbado que a veces suena a mero voluntarismo. Su ventaja consiste en irradiar eficientemente la certeza de que está dispuesta a todo para hacer cirugía mayor. Este último factor, sin embargo, aterra a quienes sienten que no es momento de hacer grandes olas, porque quien las haga puede llevarnos a un tifón. El naufragio después del naufragio. Ambos candidatos de Juntos por el Cambio –los que más miden en los sondeos– nos deben en consonancia con los otros sectores internos del frente una explicación plausible acerca de cómo alcanzarían sus metas: si la continuidad no diluiría el cambio, y si la ruptura no hundiría la nave. La gran pregunta entonces es esta: ¿serían capaces de pactar un Boca-River, una interna vibrante y absorbente sin insultos ni golpes bajo la cintura, sin operaciones sucias y con la idea de discutir a fondo y robarse el protagonismo de la campaña? ¿Tienen suficiente talento político para semejante desafío, o indefectiblemente esa batalla a cielo abierto terminaría por dañar a la coalición y beneficiaría a los anarcocapitalistas y al peronismo que nos sumió en esta dolorosa anarquía del final? Una sociedad lastimada contempla con ojos húmedos y desconfiados toda esta peripecia.
© La Nación
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