Por Arturo Pérez-Reverte |
El Renacimiento dinamitó, o empezó a hacerlo, el cerrojo que durante los siglos medievales la Iglesia había puesto a la inteligencia en Europa. Una demolición, seamos justos, que también se hizo desde dentro; porque también la Iglesia, o una parte importante de ella, acabó respirando con entusiasmo los aires humanistas, sobre todo los grandes papas romanos del siglo XVI (lo fueron Julio II, León X y algún otro). En todo caso, el nuevo espíritu no era todavía antirreligioso, que eso vino luego, sino anticlerical o más abiertamente crítico con los vicios eclesiásticos.
Pero incluso intelectuales notables como Erasmo de Rotterdam o Tomás Moro, dos buenas cabezas, fueron cristianos sinceros, dispuestos a hacer compatibles vida espiritual y terrenal. Lo que el Renacimiento destruyó felizmente (aunque aún colearía durante siglos) fue la pretensión de los teólogos de controlar las artes, las ciencias y la moral. Ahí se les complicó el sacro negocio. En cualquier caso, limitar el concepto renacentista al arte y las letras se queda corto: el movimiento, originalmente italiano, revolucionó toda la actividad humana e hizo posibles descubrimientos científicos y geográficos que cambiaron el aspecto del mundo. La recuperación de la antigüedad grecolatina como referencia, la formación científica, el deseo de acceder a las verdades que el estudio de la naturaleza ofrecía, el nacimiento de una sociedad urbana dueña de su destino, el capitalismo moderno, el mecenazgo e influencia social de familias poderosas, se convirtieron en virtudes propias de unas ciudades (Florencia, Milán, Venecia) donde el poder y el prestigio pasaban de manos de la vieja aristocracia a la nueva élite comerciante, que era la que ahora estaba podrida de pasta. Y precisamente Italia, donde todo eso cuajó primero, resultó ser una interesante paradoja. Por una parte, el carácter de sus ciudades-estado, la falta de unidad y las luchas que entre ellas se desarrollaban, dieron lugar a que, alejadas la nobleza y las familias ricas del oficio medieval de las armas, éste recayese en profesionales especializados, los condottieri o mercenarios, que con ejércitos particulares se ponían al servicio de unos y otros, y a veces se alzaban con el santo y la limosna, adueñándose por la cara del chiringuito. Fue la época de los llamados tiranos, especialidad tan típicamente italiana como hoy son la pizza o la Mafia: gobernantes basados en la fuerza, la conspiración y el asesinato (los Sforza, los Visconti de Milán), de los que el papa Pío II llegó a decir: En esta Italia donde nada perdura, los criados pueden aspirar a ser reyes.
Sin embargo, y a esto viene lo de la paradoja, paralelo a ese descalzaperros político y militar (también los papas andaban a sartenazos defendiendo sus posesiones), crecía el culto a la Antigüedad con nuevos y fructíferos enfoques, el latín se convertía en elegante idioma internacional de la gente culta, escritores y artistas formados en el estudio de los clásicos se expresaban con una libertad hasta entonces desconocida; y las matemáticas, la física, la astronomía, la geografía, libres (o casi, todavía) del corsé medieval, preparaban la Europa del futuro. Sería injusto no mencionar el nombre de una ciudad clave en el tinglado: Florencia. O para ser más exactos, la Florencia de la familia Médici (Cosme, Lorenzo el Magnífico, etcétera), banqueros del papa entre otros clientes ilustres, ricos hasta aburrir, que fueron bastante inteligentes para comprender que amparar las artes y las ciencias daba más prestigio y más poder; y de ese modo convirtieron su ciudad en centro de las nuevas luces intelectuales que acabaron iluminando Europa. La Florencia del Quattrocento y la Roma de los papas en el Cinquecento pusieron de moda Italia; y con toda razón, porque la nómina que allí alumbraron los siglos XV y XVI es apabullante: sobre la huella literaria de Dante, Petrarca y Boccaccio caminaron con esplendor Ariosto, Castiglione, Tasso, Maquiavelo y Aretino (Aquí yace Aretino, poeta tosco / De todos habló mal menos de Cristo / excusándose al decir: no lo conozco). En materia de arte destacó el trío formado por Leonardo da Vinci (científico del arte, quizá el mayor genio de todos los tiempos), el escultor y pintor Miguel Ángel (no se pierdan la soberbia película El tormento y el éxtasis), y el pintor Rafael (el más blandito de los tres, pero que aprendió tanto de uno como de otro). Y a eso hay que añadir, sin acabar nunca, talentos extraordinarios como el arquitecto Bramante, el pintor Fra Angélico, Piero della Francesca, Brunelleschi, Sansovino, Bellini, Giorgione, Botticelli y su Nacimiento de Venus (el paganismo incrustado en el arte moderno, con dos cojones) y tantos otros. Sin embargo, esa Italia que hoy sigue asombrando al mundo no fue el único país donde el Renacimiento pegó fuerte; también iluminó otros lugares importantes de Europa. Y de eso hablaremos en el próximo capítulo.
[Continuará]
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