Por Jorge Fernández Díaz |
Hay amores tan bellos que justifican todas las locuras, enseñaba Plutarco, y lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal, añadía luego uno de sus lectores más lúcidos: Friedrich Nietzsche. Muy pronto intuyó Cristina Kirchner que el mito evitista, creado por la “generación diezmada”, no estaba sostenido por la bonanza que administró el general Perón durante los primeros cuatro años de su presidencia, ni por las dádivas de la fundación o el horrible martirologio temprano de su esposa, sino principalmente por determinados relatos religiosos y sentimentales montados alrededor de un concepto: el “amor del pueblo”. Que en realidad comenzaba, más modestamente, por el núcleo duro: el amor incondicional de la militancia.
Para cautivar ese primer cordón de un sentimiento impermeable a los datos, abusos, errores y críticas, era necesario proceder como lo habían hecho los setentistas: escribieron una narrativa redentora, armaron un culto a la personalidad y se inventaron una Evita revolucionaria que nunca existió.
Cristina aspiró a ser la Evita del siglo XXI, comprendiendo que entonces la historia la absolvería no solo de cualquier delito sino incluso de cualquier negligencia gestionaria. Era más importante retener ese mito redivivo –fuente de poder perenne– que presentar su currículum institucional, que tiene logros impresionantes: fue votada dos veces presidenta de la Nación y una como vice, y superó largamente así la performance de su propia maestra. Pero esos triunfos objetivos y coyunturales no eran suficientes: los devoraría, como a cualquiera, el olvido; los inscribirían en la fatal crónica del recurrente fracaso argento, y esto dejaría expuesta su figura a notables trastadas terrenales y medibles: solo el amor justifica las locuras de la militancia y coloca a la médium del pueblo (la frase es de Il Duce) por encima del bien y del mal. Cristina Kirchner no se equivocaba. Y este ambicioso proyecto literario le insumió más tiempo y más fuerzas que cualquier otro gerenciamiento político o económico: había que crear una novela y una deidad. Esa novela se fue perfeccionando a través del tiempo, y fue enriquecida por los herederos de la “juventud maravillosa”, para quienes a lo sumo la corrupción es una expropiación con el objeto de sostener la política y “hacer el bien”, y por las viejas corrientes nacionalistas, para las que el siniestro señor feudal de nuestros días se corresponde con el “heroico” caudillo federal del siglo XIX: allí están los verdaderos “padres fundadores” de la patria, como recordó hace muy poco Julio De Vido. Robar para la corona y formar “reinados” antidemocráticos tienen por lo tanto coartadas morales e históricas que, aunque no se digan en voz alta, se susurran en las unidades básicas, en los bares temáticos y en las ranchadas de los dirigentes venales con mala suerte: el cristinismo, puertas adentro, está a salvo en consecuencia de cualquiera de estas acusaciones y eso le permite relativizar sus dos grandes pecados. Lo que no se le perdona, ni siquiera a un caudillo idolatrado, es su asociación concreta y sostenida con una factoría incesante de pobreza. Ese asunto carcome los cimientos de cualquier mito pobrista. Aquí se encuentra la principal encerrona de la jefa, puesto que entre lo real y lo simbólico no pocas veces cayó en la tentación de privilegiar la novelística, y para reforzar su halo de indomable frente al “abyecto mercado” fue incluso abjurando de toda iniciativa privada y arrimándose por dialéctica a un estatismo arcaico; se calzó así un cepo ideológico que ahora es difícil de quitarse, porque ese pesado vestido mítico ya representa su segunda piel.
El estatismo muere cuando el Estado quiebra y ya no puede financiar a nadie. El limón fue exprimido y se secó en la Argentina, y esta fría realidad marca el fin de una época y la obsolescencia de un modelo. La sociedad entera lo presiente y eso explica en parte también algunos de sus corrimientos más extremos y delirantes. La radicalización kirchnerista, que no logró consumarse en épocas de vacas gordas ni tampoco durante el peligroso estado de excepción de la pandemia, es imposible en este pantano resbaladizo de catástrofe social e indigencia financiera. Y el pragmatismo impone un giro que el peronismo tradicional, para salvarse de su brusca vetustez, no hubiera dudado en operar sin el mínimo rubor. Pero la mano que mece la cuna del conurbano y que escribe el relato no está dispuesta a rifar su laboriosa leyenda, y prefiere “morir con la suya”. Esa muerte política o comicial arrastra, sin embargo, a una facción con gran sentido de la supervivencia que siempre fue falsamente frentista, puesto que el justicialismo era la locomotora y el tren completo, y porque a lo sumo los aliados viajaban en el incómodo vagón de equipajes. Pero Movimiento –palabra nacionalista– y coalición –palabra liberal– jamás congeniaron, y la modulación de este “coalicionismo” interno articulada durante los últimos tres años constituye una evidencia palmaria de que la unanimidad que la Pasionaria del Calafate anhelaba nunca fue posible: tuvo que buscar socios y títeres que le sirvieran de máscara, porque sus ideas evitistas metían miedo. Al principio, su narcisismo acusaba el golpe y no podía digerirlo: ¿cómo pueden los peronistas ser tan desagradecidos y atreverse a mostrarse disidentes?
Esto con Evita no pasaba. Pero luego la sucesión de derrotas que su dedo le infligió a su propia fuerza la volvieron más humilde. Si no hubiera que vigilar esta ficción tan minuciosamente escrita y tan amorosamente acatada por sus acólitos, ella misma sería capaz de habilitar un poskirchnerismo abierto al mundo y a las inversiones, y adoptar una disciplina fiscal que hasta otros populismos cómplices de América Latina aplicaron sin que se les cayeran los anillos. Si Sergio Massa no se hubiera precipitado por ambición y ansiedad hacia la silla eléctrica del Ministerio de Economía y no hubiera demostrado al país su mala praxis, hasta le podría haber servido a la doctora como “la gran esperanza blanca”. Pero el plomero del Titanic, que no pertenece precisamente a la “generación diezmada”, nos está diezmando con sus increíbles y dolorosas torpezas. Podría la monarca, como ofrenda al peronismo, “sacrificarse” y elegir a otro neomenemista que conecte mejor con la onda de los tiempos, pero ¿quién creería entonces que no lo condicionaría día y noche, como ya hizo con su actual regente? ¿Y cómo sería una campaña del Frente de Todos: “Tenemos la fórmula mágica para salvar a la nación y mejorar la vida de los argentinos, pero no la podemos poner en práctica ahora mismo, cuando ustedes más lo necesitan, porque Alberto Fernández no nos deja”? Tal vez los enamorados de la reina aceptarían semejante idiotez; el problema es que con los fanáticos no alcanza. Como decía el polígrafo catalán Noel Clarasó: “El amor es ciego, pero los vecinos no”. Llevar al “movimiento nacional y popular” a una nueva derrota e intentar salvarse sola en la provincia del gobernador que no gobierna puede convenir a ese otro mito setentista –el de la resistencia–, pero tendría costos altos para esos caciques impiadosos que están repartidos por todo el mapa, y no les gusta perder ni al tatetí, y a quienes las novelas personales de la gran escritora les parece que ya pasaron de castaño a oscuro. Resulta ahora más claro que nunca un axioma real pero no escrito: es incompatible la intransigencia –rasgo aparente de Evita– con la jefatura del movimiento peronista: el General se caracterizó precisamente por su oportunismo y su plasticidad ideológica. El peronismo fue nacionalista, desarrollista, socialista nacional, guevarista, socialcristiano, socialdemócrata y neoliberal en diferentes estaciones de su historia. Para evolucionar y sintonizar con cada época, los justicialistas renunciaron muchas veces a dogmas y a rigideces, y se volvieron líquidos. Cristina está cristalizada. Los mitos siempre lo están, y el agua le está entrando incluso a su base electoral más fiel. Porque como cantaba el poeta Andrés Calamaro, no se puede vivir del amor, compañeros: “Las deudas no se pueden pagar con amor, una casa no se puede comprar con amor. Nunca es tarde para pedir perdón”.
© La Nación
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