Por Nelson Francisco Muloni |
La mayoría de los países del mundo, tiene a la educación como una de sus prioridades. Así ha ido progresando la humanidad y así continúa en las zonas más desarrolladas y en aquellas en proceso de desarrollo. Porque la educación es el aspecto esencial de la cultura, su razón de ser, porque la cultura (ergo, la educación) antecede a las instituciones o a las organizaciones sociales, tengan éstas el carácter que tuvieren.
La cultura es la que nos va identificando, como naciones primero y como países, después. Es decir, hay una identidad africana, una europea, otra asiática, una norteamericana o una latinoamericana. Cada país, después, se organiza, crea sus instituciones y funde (o no) lazos con las otras identidades. La educación, solidifica, fortalece esos devenires identitarios.
Porque, y en esto coinciden los grandes pensadores modernos, los países progresan donde se expande el conocimiento y el conocimiento crece a partir de la educación.
Pero esa primordialidad de la esencia cultural que deviene en los procesos educativos -a pesar de su importancia-, no es igual en todo el mundo. Es allí donde surgen los desequilibrios, las postergaciones y se ahondan las grandes diferencias y desigualdades. Sociales y económicas.
Ahora, aquellas desigualdades impactan notablemente en los cuerpos sociales de una nación. Crecen el hambre y la pobreza. En tal sentido, la escritora sudafricana y Premio Nobel de Literatura, Nadine Gordimer, trabajó con la UNESCO en estos aspectos relacionados con la educación, el desarrollo, la pobreza y la lucha contra el analfabetismo en el mundo. “Nos preguntamos -dijo- si las causas del analfabetismo son universales o debemos buscarlas en nuestro entorno próximo, cualquiera sea. La pobreza y la falta de infraestructuras educativas son obviamente responsables de la ignorancia en las naciones pobres y los países en desarrollo”.
Justamente, el informe de la UNESCO, en el que trabajó Gordimer en 2007, señalaba “que en nuestros días hay alrededor de 700 millones de adultos analfabetos y que más de 72 millones de niños no van a la escuela, viéndose así privados de un patrimonio legítimo: leer y escribir”.
Por último, la escritora sudafricana se preguntó, en una fundamental retórica: “Nuestro nuevo milenio, entregado a la causa de definir y hacer respetar los derechos humanos, ¿no debería incluir entre ellos el derecho inalienable a aprender a leer y escribir?”
Ante todo esto, llama la atención que, con una periodicidad que puede espantar a los más templados espíritus, la educación sea puesta, como objeto opinable, a la intemperie de la vocinglería y la imbecilidad de sujetos cuyo mayor mérito es haberse servido de la política para enancarse en un conchabo, inmerecido las más de las veces, que repercute en una creciente burocratización y en una estupidización social alarmante. La docencia es el blanco preferido de tales sujetos.
En su libro “En esto creo”, el escritor y pensador mexicano Carlos Fuentes, afirma que “la base de la desigualdad en América Latina es la exclusión del sistema educativo. La estabilidad política, los logros democráticos y el bienestar económico no se sostendrán sin un acceso creciente de la población a la educación. ¿Puede haber desarrollo cuando sólo el 50 por ciento de los latinoamericanos que inician la primaria, la terminan? ¿Puede haberlo cuando un maestro de escuela latinoamericano sólo gana cuatro mil dólares anuales, en tanto que su equivalente alemán o japonés percibe cincuenta mil dólares al año?”
Bueno, el libro de Fuentes fue publicado en 2002. Hoy, un docente de la provincia de Salta percibe mucho menos que entonces: 2.500 dólares anuales, poco más o menos.
En el mismo libro, y en defensa siempre de la educación pública, el mismo escritor asegura: “No es posible exigirle al maestro latinoamericano cada vez más labor y más responsabilidad, pero con salarios cada vez más mermados y con instrumentos de trabajo cada vez más escasos. El futuro de América Latina se ilumina cada vez que un maestro recibe mejor entrenamiento, mejora su estatus y aumenta su presencia social”.
Ahora, resulta que miembros de las corporaciones políticas salteñas pusieron el grito en el cielo, encolerizados, porque los montos de sus sueldos o dietas se hicieron públicos: 24.000 dólares anuales, es decir, casi $12 millones de pesos argentinos a los que habrá que sumarles las dos mitades del aguinaldo.
Incapaces, brutos y provocadores (“¡que venga el que quiera a decírmelo en la cara, papá...!”, “tienen que respetar lo que ha votado el pueblo...”), no trepidan en argumentar con números de mentirosas paritarias acordadas en los enjuagues bochornosos con los gremialistas de turno. Mientras, golpean y apresan a docentes que reclaman (desde hace muchos, muchos años, sin solución) por un poco más de justicia en los salarios. Para justificar esa violencia, aquellos incapaces, brutos y provocadores aluden a leyes que ni ellos respetan, como si una norma fuera más importante que la propia Justicia. En todo caso, la ley es una herramienta de la misma.
Compárese las cifras aludidas: $100 mil mensuales para un docente contra $1 millón mensual para un concejal. Ni hablar de legisladores provinciales o, más aún, nacionales. Y mucho menos, mencionar a jueces y demás magistrados ¿A esto se lo puede llamar “equilibrio”, es decir, Justicia?
Los miserables tienen esa capacidad de pervertir todo. Y justificarlo. Mirando siempre hacia otro lado. Disimulando sus incapacidades, sus inutilidades, con un discursito patético en el que la “democracia” es, apenas, “lo que vota el pueblo”, sin entender que la educación y sus maestros, son el eje fundamental de la democracia que no entienden y, mucho menos valoran. Tampoco comprenden (en realidad, no saben) que la Justicia es un valor natural para el entendimiento entre las personas. Las leyes se hacen después.
Pero, como ellos son los miserables, no lo van a entender...
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