Por Héctor M. Guyot
Anteayer asistimos a una muestra de populismo en estado puro. La persona más poderosa del Gobierno hace oposición en un acto grandilocuente montado en la Plaza de Mayo, en el que sueña junto a sus seguidores un futuro que los rescatará de este presente de espanto por obra y gracia de la fidelidad a los valores originales de la revolución nac&pop. En esa misa laica, la feligresía le pide a la sacerdotisa que vuelva, que sea ella quien traiga la buena nueva y encarne la redención.
Pero ella no puede volver porque en realidad nunca se fue –este presente es todo suyo, como el Gobierno–, y porque los votos no le dan y su fuerza quedó reducida a su voz, que preserva sin embargo el poder de crear un más allá para ella y sus fieles, una realidad paralela en donde todos se encuentran para celebrar la fe.
El acto ofreció a los militantes la oportunidad de una identificación total con su líder, la ocasión de confirmar una identidad y una épica que precisan del discurso iluminado del mesías para renovarse. Al mismo tiempo, y en sugestiva simetría, la celebración dejó en claro que Cristina Kirchner a su vez necesita la adoración de sus fieles, su adhesión incondicional, para reafirmarse en un relato que la erige en mártir y le exige el esfuerzo de divorciar su conciencia de sus palabras en nombre del bien sin mácula al que se ha consagrado. “Sin el amor de ustedes seguramente no estaría acá”, le dijo a la plaza, en lo que acaso haya sido un rapto de sinceridad. Y la más absoluta verdad.
Esta sugestión colectiva, tan inquietante desde la perspectiva de la psicología, preocupa por sus implicancias políticas y las consecuencias que puede derramar más allá de los límites de la plaza del jueves. En este sentido, el discurso de la vicepresidenta sonó gastado, viejo, con un poder de fuego menguado. No tiene nada nuevo que decir y se repite. Como si la cantera propia estuviera seca, abrevó incluso en la mística de un peronismo histórico que resulta más rancio aún. Sin embargo, acaso por los años que lleva en el oficio de la demagogia, la vicepresidenta soltó frases de antología, que a un tiempo resultan música para el oído de su gente y dardos con objetivos políticos muy concretos. “Me odian, me proscriben, porque nunca fui de ellos”, dijo. Es la síntesis del kirchnerismo en una sola línea: el juego con el fuego del odio, la polarización, la victimización, la lectura conspirativa del mundo. “Siempre seré del pueblo”, agregó, como si hiciera falta.
A medida que pierde efectividad, la jefa recarga el relato. Lo hizo cuando se refirió a la Justicia, su obsesión mayor, en tanto el gobierno que ella misma fraguó para doblegarla y conseguir impunidad fracasó en ese intento. Calificó a la Corte Suprema, que en un gesto histórico se muestra decidida a condenar los delitos del poder, de “mamarracho indigno”, y al Poder Judicial, de “rémora monárquica”. Mirado desde afuera, el acto del jueves fue el colmo del desvarío. La vicepresidenta, en el mayor acto de la fecha patria, cargó con munición gruesa contra la división de poderes, contra las gestiones agónicas de su ministro de Economía (paradito detrás) y hasta contra el mismo gobierno del que forma parte y al que mira con asco, como si fuera un hijo bastardo que se niega a reconocer. Fue, en síntesis, un discurso golpista proferido por quien detenta el poder. La Plaza de Mayo ha visto muchas cosas. Ninguna como esta.
Al abrir el foco, lo que se veía alrededor de la oradora era una actitud de sumisión sin atenuantes. Se diría que la tropa de dirigentes que Cristina Kirchner había puesto detrás suyo le rendía la misma veneración que le prodigaba, desde abajo y a la intemperie, la multitud en trance. Axel Kicillof y Eduardo “Wado” de Pedro asentían con la cabeza ante cada uno de sus dichos. No es raro que la jefa los quiera como candidatos. Tan identificados con ella están que parecen haber renunciado a sí mismos. Son fantasmas que acatan y repiten, como un eco, la palabra de su líder. Cristina ve en ellos una prolongación de su voluntad. Lo mismo vio en Alberto Fernández (y antes en Daniel Scioli), con las consecuencias que hoy padece el país. Cuando no cumplen con su función instrumental, ella se aplica a destruirlos, aun cuando dar rienda a esa pulsión implique también un inevitable daño al gobierno que ella integra y al pueblo que dice representar. La misma dinámica ha vaciado al peronismo, hoy un espectro sin identidad discernible.
Lo que no declina es el populismo, y eso habla de la vulnerabilidad de nuestra sociedad ante los engaños de falsos profetas que venden recetas simplistas y alientan el odio. Según varias encuestas, los dos populismos que hoy jaquean al centro político por izquierda y por derecha suman, juntos, cerca de la mitad de los votos. Medio país aferrado a líderes mesiánicos y narcisistas. Es evidente que buena parte de la ciudadanía tiene tendencia a deponer la racionalidad ante la promesa de soluciones mágicas que supuestamente aliviarán sus carencias y frustraciones. Hasta ahora, para peor, solo se escucha clara la voz de los vendedores de humo. Y el aire se vuelve cada día más tóxico.
© La Nación
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