La heladería de Auschwitz.
Por Guillermo Piro
Una de las grandes pasiones de la especie humana es la de ocuparse en la creación de sus propios problemas. La mayoría de lo que el ser humano llama “problemas”, efectivamente, no solo tienen solución, sino que en muchos casos carecen de existencia real, son meras representaciones de sus propias inseguridades, de sus propias debilidades y de sus propios prejuicios.
Desde hace unos días en el Museo de Auschwitz, el famoso campo de concentración nazi ubicado en Polonia, se discute acerca de una pequeña heladería que abrió sus puertas cerca de la entrada. El Museo considera a esta heladería, llamada Icelove, y que además de helados vende waffles, poco apropiada e incluso irrespetuosa, teniendo en cuenta su trágica historia.
Se estima que en el campo de concentración de Auschwitz murieron más de un millón de personas, y se convirtió en Museo en 1946, un año después que fuera liberado por soldados soviéticos. La heladería apareció a comienzos de mayo y está a unos 200 metros de la entrada al Museo. Su propietario es un particular que alquiló el terreno sobre el que instaló su negocio a otro particular: todo legal, todo en el área externa del perímetro legal del Museo, por lo que la dirección no puede hacer nada para cerrarlo o alejarlo.
Tomó cartas en el asunto el alcalde de Oswiecim, la ciudad que alberga el Museo, tampoco tiene herramientas para deshacer un acuerdo legal entre personas. Hizo las investigaciones adecuadas para saber si la apertura de la heladería había sido aprobada por el gobierno provincial y sí, todo está en orden, los permisos fueron otorgados, los trámites fueron realizados y los impuestos y sellados correspondientes fueron pagados.
En 2015 se había discutido la decisión del Museo de instalar rociadores de agua para refrescar a los visitantes en los días de mucho calor, cosa que para algunos críticos recordaban las duchas dentro del campo, es decir las cámaras de gas usadas para exterminar a los prisioneros. Y en el caso de la heladería no hay que olvidar que dentro del Museo de Auschwitz hay una cafetería, que ofrece además, diversas opciones de comida. El problema, entonces, no es la deglución.
Un joven periodista estadounidense, Lev Gringauz, que trabaja en un pequeño diario de la comunidad judía de Minnesota, en Estados Unidos, recordó que la zona de Minsk, en Bielorrusia, donde parte de su familia fue asesinada por los nazis, está muy cerca de un McDonald’s. Y al parecer ningún bielorruso se siente particularmente ofendido por eso. “Aunque quisiera que todo espacio en que se recuerda el exterminio de los judíos tuviese la categoría de memorial, debemos convivir con el hecho de que estas atrocidades se cometieron en un espacio público, y que la vida ‘normal’ hoy sigue adelante, en estos mismos espacios”, dice Gringauz.
Alguien muy crítico con la decisión de montar una heladería en las puertas de Auschwitz es Bartosz Bartyzel, el portavoz del Museo, quien considera su presencia “no solo de mal gusto estético, sino también de falta de respeto por un lugar histórico especial”. La observación de Bartyzel resulta llamativa, ya que alguien podría, justificadamente, considerar de mal gusto que el portavoz del Museo, un sitio donde la mayoría de los prisioneros llegó a pesar poco más de 40 kilos, sea un polaco cuyo peso debe superar los 120 kilos. Sin embargo nadie, al parecer, le dio relevancia a ese asunto, y Bartyzel sigue siendo el portavoz.
Muchas de nuestras preocupaciones más imperiosas, por más que nos parezcan relevantes, no lo son para nadie, y tampoco deberían serlo para nosotros. Sin ir más lejos, no hay que olvidar que los nazis tenían un “problema judío”.
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