María Concepción Balboa Buika
Por Renato Salas Peña (*)
Sí, lloraba, cuando volteé vi que lloraba y no quise interponerme en ese momento sublime que es el llanto, y mucho más sublime, cuando este es causado por la emoción, esa que aparece en esos instantes que duran solo tres segundos y traen a un amor, a un hijo, a una victoria, a un orgasmo; aunque también, vienen traídos por los engaños más pensados, las derrotas al último minuto, las idas del que no regresará, las resacas causadas por el mal.
Sí, lloraba, y la causa era esa voz que atravesaba en forma de tajo al alma, dejando una cicatriz que no se borrará con ninguna concha de nácar, porque esa voz que llenaba al teatro esta noche vino desde el mundo, y vino de Miami, y vino desde la Palma de Mallorca a Lima, la horrible, a sacarnos eso que aun nos queda de humanos libres, a sacarnos ese toque de emoción que todavía nos recuerda que andamos vivos.
María Concepción Balboa huyó como muchos de su tierra, escapando de dictaduras, del hambre, de la falta de oportunidades, del miedo y esto le enseñó a ser libre, a reconocer que no hay prenda más valiosa que nuestra propia libertad. Su padre escapó de la casa cuando ella no llegaba a cumplir los 10 años aun, eso sí, dejándole una herencia de más de seis casi desconocidos hermanos, y heredándole un futuro sin futuro. Su madre Honorina la crió a golpe de chancletazos y delineó en cierta forma esa protesta de voz, esa furibunda voz que se pasea por todos los registros y canta enduendada – a lo poesía de Lorca – en ritmo de cantejondo: vals peruano, tango argentino, reagee jamaiquino, bossa brasilero, rock inglés y más.
Y lo de ser libre se lo aprendió en el barrio, compartiendo con okupas que dejaron de ocupar los edificios en abandono, de los yonkis que se fueron extinguiendo en un suspiro surrealista, de las putas jubiladas y en huelga de deseos. De allí, sí, de allí heredó la libertad y se volvió a parir, con nombre nuevo, con pasaporte de libre pase, y se puso Concha Buika y cantó en los bares más oscuros y poéticos, en las esquinas apenas iluminadas con su voz, en los pisos de alquiler sin cancelar. De allí vino la fama, los Grammy, los viajes, los discos, lo de las mejores 50 voces del mundo y un largo etcétera.
Buika nos ha regalado, Mestizo, su primer álbum que la catapultó a ese poder comer de la música, del arte. Años más tarde sale, Mi niña Lola, para lanzar luego, acompañado de un poemario tan franco como ella misma, Niña de fuego, que burló, eso de lo que casualmente ella busca burlarse: la censura. Con el mágico Chucho Valdés, El último trago, y para seguir en dúo, el ya hímnico, Oro santo con Javier Limón. En los últimos tres años, nos da de prestadito nomás: Vivir sin miedo y Para mí.
Hay libertades que dan miedo, hay locuras que nos acomplejan, hay humanos demasiado humanos, y eso es la clave para poder sobrevivirnos, para sobreponernos a nuestra cotidianidad, tan vulgar, tan pequeñita. Eso es lo que nos da el canto de Buika, lo que nos da sus días que pasan verdaderos, sin pose, trisexuales – como en algún momento se autonombró – y desde esa profundidad de su canto, sí pues, lloraba, lloraba cuando yo volteé a verla.
(Ciudad de Palomino)
(*) Lima-Perú 1971 - Docente universitario, Licenciado en Educación con especialidad en Lengua y Literatura, asimismo llevó una Maestría en Docencia a Nivel Superior y Gestión Educativa y actualmente un Doctorado en Humanidades.
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