Por James Neilson |
Cuando de lawfare se trata, los auténticos maestros no son aquellos pedantes reaccionarios latinoamericanos que, por motivos inconfesables, procuran sacar provecho de los pequeños deslices cometidos por líderes populares como Cristina Kirchner, sino los guerreros judiciales del progresismo norteamericano.
La semana pasada un representante cabal de dicha hermandad, el fiscal del distrito de Manhattan Alvin Bragg, un hombre que se ufana de su militancia demócrata y consiguió el puesto que ocupa luego de una campaña en que se comprometió a meter preso a Donald Trump, se las arregló para someterlo a juicio con la presunta esperanza de verlo sentenciado a varios años entre rejas aunque. es de suponer, se sentiría satisfecho si el asunto, que involucra la relación del magnate hace 17 años con una actriz porno cuyo nombre artístico es Stormy Daniels, sirviera para descreditarlo a ojos de los muchos cristianos fervorosos que, hasta ahora, lo han apoyado a pesar de su notoria afición a los pecados carnales.
Si bien juristas que nunca han ocultado su desprecio por Trump encontraron un tanto rebuscadas las acusaciones esgrimidas por Bragg, ya que comprar el silencio de una pareja efímera no es un delito federal, muchos demócratas apuestan a que resulten ser más hirientes que otras que han ensayado con el propósito de poner fin a la extravagante carrera política del personaje, ya que no funcionó el intento de probar que era un títere de Vladimir Putin y, hasta ahora, no lo han perjudicado demasiado los esfuerzos de quienes lo creen el máximo responsable de la caótica invasión del Capitolio por una turba en enero de 2021, un episodio esperpéntico que, según ellos, fue una “insurrección” que pudo haber transformado Estados Unidos en una dictadura fascista.
La emboscada legal de Trump ocurrió poco después de que un senador republicano bastante influyente que lo apoya, Ted Cruz, pidiera que las autoridades de Estados Unidos investigaran a Cristina, a su juicio “una política profundamente corrupta”, por la apropiación ilícita de una cantidad fabulosa de dólares, por “haber puesto las instituciones argentinas al servicio del terrorismo global de Irán” y por otras fechorías, de tal modo “socavando el estado de derecho de la Argentina”. Puede que la iniciativa no prospere, pero hasta nuevo aviso no le convendría a la señora viajar a jurisdicciones en que pululan abogados politizados vinculados con el imperio. En un intento por mitigar el impacto del golpe, Cristina lo atribuyó a la proximidad de Cruz al “Partido Judicial y Comodoro Py”, o sea, a una infame campaña mundial en su contra. No le faltó cierta cuota de razón: está cobrando fuerza una ofensiva internacional, encabezada por Estados Unidos, contra las cleptocracias, en especial las proclives a aliarse con la China autocrática de Xi Jinping.
Tampoco se equivoca por completo Cristina cuando habla de lawfare, es decir, de la politización de la Justicia. Es que las preferencias ideológicas, lo mismo que las creencias religiosas, las relaciones personales y el clima cultural, siempre han incidido en la conducta de fiscales, jueces y abogados, además de la de los legisladores que, al fin y al cabo, en última instancia son quienes escriben las leyes. Es por lo tanto inevitable que, por lo común con cierto retraso, los cambios culturales se vean reflejados en la legislación de las distintas sociedades, como ha ocurrido en el terreno de las relaciones sexuales, al normalizarse, acaso pasajeramente, variantes que hace apenas un par de décadas eran consideradas perversas en todo el mundo occidental y que siguen siéndolo en sociedades de tradiciones diferentes.
Así pues, es razonable atribuir los problemas judiciales de Cristina y otros políticos latinoamericanos corruptos a la voluntad renovada de quienes son contrarios a los valores que tales personajes encarnan de enjuiciarlos por violar las leyes que, en teoría, rigen en sus países, incluyendo a la Argentina, pero que por mucho tiempo eran tomadas por nada más que expresiones de deseo acaso elogiables pero de valor práctico limitado en el mundo real. Con todo, aunque los sindicados como corruptos cuentan con el respaldo de una multitud de simpatizantes, hasta ahora ningún militante ha procurado justificar de manera explícita, con argumentos ideológicos o filosóficos comprensibles, el robo sistemático de vaya a saber cuántos miles de millones de pesos, dólares, euros o lo que fuera por la familia Kirchner y sus adláteres. Lo único que hacen es fingir creer que tales detalles carecen de importancia.
Como Cristina, Trump ha iniciado lo que podría resultar ser un paseo prolongado por los tribunales hasta que sea exonerado o termine encarcelado; al igual que la señora, el norteamericano enfrentará muchas más acusaciones que las ya formuladas. Sin embargo, mientras que parece evidente que la mayoría de las dirigidas contra Trump se inspiran en sus actividades políticas, es decir, en el lawfare de abogados progresistas resueltos a castigarlo por liderar un proyecto sociopolítico y cultural que a su entender es atrozmente racista y discriminatorio, los cargos que atribulan a Cristina son mucho más sencillos. No está en apuros por su militancia ideológica o sus decisiones políticas sino por la corrupción rampante que caracterizaba su gestión. Aunque sería legítimo sostener que lo que hizo como gobernante causó mucho más daño al país que su escaso respeto por los principios éticos consagrados en el sistema legal y la Constitución nacional, nadie ignora que le corresponde al electorado, no a los tribunales, juzgarla por su gestión como presidenta o, a partir de diciembre de 2019, como la jefa indiscutida de la coalición gobernante.
Si bien a Cristina no le gusta para nada verse comparada con el Donald, la verdad es que tiene mucho en común con el ex presidente norteamericano. Los dos dependen de votos procedentes de sectores que han sido postergados por la forma en que están evolucionando las economías de muchos países, tanto los desarrollados como los atrasados. En opinión de sus partidarios, Trump es el antídoto a la desindustrialización impulsada por la decisión de exportar muchísimos trabajos fabriles a países como China, mientras que Cristina atrae a los que no logran encontrar un lugar en la economía formal. Asimismo, ambos han sabido aprovechar la hostilidad rencorosa hacia las elites de sus países respectivos que domina las actitudes de una proporción sustancial de sus habitantes. A su manera, son síntomas políticos de una enfermedad social que padecen no sólo la Argentina sino también virtualmente todos los demás países.
Sea como fuere, mientras que en la Argentina es casi tradicional procesar a los ex mandatarios a menos que hayan sido, como eran Arturo Illía y Raúl Alfonsín, personas conspicuamente honestas, no lo es en Estados Unidos. Como muchos han señalado, nada parecido ha sucedido desde 1872, cuando el presidente Ulysses Grant fue multado por romper las leyes de tránsito al mando de un coche tirado por caballos. Así pues, el fiscal neoyorquino acaba de sentar un precedente peligroso, ya que los presidentes norteamericanos raramente se han destacado por su voluntad de respetar a rajatabla el laberintico sistema legal. Por cierto, no cabe duda de que abogados republicanos podrían obligar a Bill Clinton, además de su esposa Hillary, a comparecer ante una serie de jueces. También podrían hacerle la vida imposible a Joe Biden, ensañándose primero con su hijo, Hunter Biden, un hombre cuya vida privada ha sido aún más licenciosa que la de Trump, por negocios turbios en China y Ucrania que fueron facilitados por su vínculo con el entonces vicepresidente, para proceder a interrogar al presidente actual acerca de su eventual participación. En vísperas de las elecciones del 2019, Hunter extravió un laptop lleno de información incriminatoria que llegó a manos del New York Post, pero otros medios, entre ellos los sociales basados en California que apoyaban a Biden, optaron por minimizar su difusión por entender que ayudaría a Trump.
Se ha abierto, pues, una caja de Pandora que a buen seguro está repleta de explosivos judiciales que no vacilarán en procurar utilizar los tentados por el lawfare. Trump y quienes lo respaldan dicen que se verá fortalecido por esta nueva batalla político-legal en que será, una vez más, la figura central. Aun cuando no lo sea, es inevitable que contribuya a convencerlos de que lo que algunos califican del “Estado profundo”, que para ellos es una alianza maligna conformada por la burocracia permanente que es mayormente demócrata, el FBI, la CIA, el mundo académico, los sindicatos aún poderosos, los mastodontes tecnológicos de Silicon Valley y los medios de difusión más prestigiosos, está dispuesta a ir a cualquier extremo para perseguirlos.
Exagerarán aquellos que insisten en que Estados Unidos está en el borde de una guerra civil, pero es evidente que se ha agravado el riesgo de que haya brotes de violencia política en los meses próximos y que la campaña electoral que ya se ha iniciado resulte ser todavía más tumultuosa, y más encarnizada que la última en que Biden logró destronar a Trump que, así y todo, cosechó más votos que cualquier otro candidato a presidente de la historia norteamericana con la única excepción de quien resultó ser el ganador.
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