Por Arturo Pérez-Reverte |
Hasta mediado el siglo XV, los libros eran muy caros. Todo o casi todo en ellos había que hacerlo a mano, y eso era lento y costaba una pasta enorme. Los de esa época eran manuscritos decorados con dibujos y colores que sólo la gente rica, los obispos y los monjes de monasterios importantes podían darse el lujo de tener. Signo de poderío, vamos, y además escritos casi siempre en latín, que era la lengua culta internacional de entonces. Un libro gordo, por ejemplo una Biblia, costaba igual que una casa. Aquello limitaba mucho la lectura, claro.
Eran pocos los que podían darse el lujo, y por eso tuvo tanta importancia que a un orfebre e impresor alemán, de Maguncia, llamado Johannes Gutenberg se le ocurriera la idea genial de producir libros de una manera más rápida y eficaz, gracias a una imprenta de tipos móviles; invento que iba a cambiar el mundo y que los historiadores consideran, con la caída de Constantinopla en manos turcas y el descubrimiento de América (ambos acontecimientos estaban ya a punto de nieve), comienzo de la modernidad europea y punto final de la Edad Media. Por supuesto, nada nace sin antecedentes: antes de que Gutenberg entrara en danza ya se había adelantado mucho en el arte de la impresión con el método llamado xilografía, que consistía en grabar letras o dibujos en relieve en una plancha de madera que, después de untarse con tinta mediante un rodillo, se imprimía en la hoja de papel. El problema era que esas letras de madera se desgastaban en seguida con el uso; y además de acabar saliendo impresiones imperfectas, el procedimiento de renovar las planchas una y otra vez seguía costando un huevo de la cara. Y ahí fue donde el amigo Gutenberg dio el campanazo, porque (y recordemos que también era orfebre) fabricó letras sueltas de metal, que no se desgastaban tanto. Esas letras se ponían unas junto a otras encajadas en un soporte en forma de página (con las letras invertidas, ojo) formando palabras, y éstas líneas de texto, y la plancha metálica conseguida se impregnaba de tinta para imprimir con ella cada página. Eso fue un pelotazo increíble porque convertía el asunto de fabricar libros en algo más barato y más rápido, y el éxito absoluto llegó en 1454 con la impresión de la que se llamó Biblia de 42 líneas (pues tal número de ellas, a dos columnas, tenía cada una de sus páginas).
Ese libro, llamado también Biblia de Gutenberg, pudo así publicarse en unos doscientos ejemplares, parte en papel y parte en vitela, que la gente con viruta y posibles adquirió con entusiasmo. Era un libro caro, pues costaba unos 30 florines de allí (dos o tres años de salario para un trabajador medio), pero resultaba más rápido de hacer y más barato que un libro copiado a mano. Lo curioso es que ni el propio Gutenberg se dio cuenta de lo mucho que su invento iba a cambiar Europa y el mundo, o sea, del enorme poder que la imprenta iba a tener en los siglos posteriores. El impresor alemán sólo había pensado en ganar dinero suministrando a religiosos, letrados y estudiantes unos libros asequibles; e incluso los fulanos más pijos y elitistas de su tiempo, alzada una ceja despectiva, tardaron en aceptar la imprenta que popularizaba el libro, precisamente por eso: como escribió el historiador gabacho Henri Pirenne, al principio manifestaron desdén hacia un descubrimiento que les parecía rebajar, por la baratura y carácter mecánico de sus productos, la majestad y encanto de las obras intelectuales. También la Iglesia católica anduvo entre Pinto y Valdemoro; porque si de una parte le interesaban las ventajas de la imprenta para sus asuntos eclesiásticos y sus bibliotecas, por la otra recelaba (y con motivo) que al popularizar el libro y hacerlo más asequible a la gente, ésta accediese por su cuenta a ideas y doctrinas perniciosas que la Iglesia de Roma y sus ministros no podían controlar, hasta el punto de que les saliera el cochino mal capado. Cosa que, por supuesto, acabó ocurriendo. Iban a ser la imprenta y los libros lo que más facilitara la gozosa explosión de esa Europa tan interesante que venía de camino. Y no es casual que para los hombres de la Revolución Francesa, que tres siglos y medio después proclamarían los derechos del hombre, Gutenberg fuera un temprano precursor con el que se sentían en deuda. No les faltaba razón, porque ese invento haría posible que palabras importantes, ideas nuevas, revolucionarias, empezaran a estar al alcance de quienes hasta entonces, privados de libros, sólo eran sumisos analfabetos sometidos a papas y monarcas. De alguna forma, aquel humilde taller de Maguncia fue el cadalso simbólico donde, con el tiempo, se acabaría cortando cabezas de reyes y poniendo el viejo mundo patas arriba..
[Continuará]
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