Por Gustavo González |
Es muy acertada la distopía que Eduardo Fidanza describió en PERFIL hace dos semanas sobre que, en cierto sentido, el modelo libertario ya parece gobernar la Argentina. Aun cuando Javier Milei todavía no ganó la elección. Un Banco Central achicado con reservas limitadas, un Estado débil, crecimiento del comercio de drogas y armas, calles libradas a la ley del más fuerte.
El retroceso. Puede que para Milei éste siga siendo un Estado opresor, pero sin dudas es un Estado que viene cediendo poder a lo largo de los años.
Los hechos en torno a la agresión al ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, son una síntesis perfecta de ese retroceso.
1) El Estado no ofrece seguridad: dos personas suben a un colectivo para robar y matan al chofer que no había opuesto la menor resistencia.
2) El Estado perdió el monopolio de la fuerza: hay zonas en las que la policía no puede ingresar.
3) El Estado no funciona como regulador de las tensiones entre los derechos de unos y otros: los compañeros del colectivero asesinado ejercieron su derecho a protestar, cortando una vía de circulación clave (General Paz y Ruta 3) y parando los servicios de 99 líneas de colectivos; impidiendo que miles de personas ejercieran su derecho a la libre circulación.
4) El Estado no merece respeto: el ministro fue recibido a los golpes por los colectiveros que cortaban la ruta. No lo dejaron ni hablar porque nada de lo que les fuera a decir les hubiera resultado creíble. Le aplicaron a Berni una dosis de la violenta inseguridad que ellos sienten a diario: corporizaron en él la ineficiencia del Estado.
5) El Estado no es reconocido para imponer Justicia: cuando se detuvo a los acusados por la agresión al ministro, la respuesta de los colectiveros fue comenzar un nuevo paro “hasta que los liberen”. Habrán considerado que, si los funcionarios son culpables por no defenderlos, no sería justo que sus compañeros fueran castigados por haberle pegado a Berni.
El ascenso. La degradación del poder del Estado presenta su correlato en la degradación del rol de los políticos, que son los encargados naturales de manejar la burocracia estatal.
Milei refleja el ascenso de importantes sectores que piensan lo mismo: “El Estado es un monstruo que, lejos de resolver los problemas de la gente, para lo único que sirve es para beneficiar a la casta que vive de él.”
No está tan claro si todos sus seguidores piden que desaparezca el Estado o si están quienes lo que quieren es que aparezca de verdad. Pero en lo que coinciden es en repudiar al Estado tal cual está.
Este auge inédito del anarco-liberalismo no se debe a la aparición de algún dirigente extraordinario.
Si no era Milei habría sido otro. Porque él expresa el descontento frente a un Estado que perdió sus razones de ser.
Es cierto que tampoco cualquier dirigente podría ocupar esa representación. Milei reúne los requisitos de espectacularidad y violencia acordes con quienes sienten que están “jugados”. Los que intuyen que, sin este Estado y sin esta casta, tendrían más para ganar que para perder.
Mala influencia. Después están los que seguimos creyendo que el Estado debe garantizar la salud, la educación y la seguridad de la población; con las variantes ideológicas que, a partir de ahí, proponen mayores o menores niveles de participación estatal.
Los políticos son parte del problema que llevó a este deterioro del Estado. No pueden no ser parte de la solución.
Porque la alternativa histórica a ellos, aquí y en el mundo, son las dictaduras.
En el oficialismo y la oposición, quienes se enfrentan a los dirigentes más moderados de cada espacio, los acusan de dejarse influir por las posiciones antigrieta como las que expresa PERFIL: “Van a meter a la grieta en la campaña y esa es una abstracción que para la gente no significa nada. Lo que a la gente le interesa es que le digan cómo vamos a resolver la inflación y la inseguridad.”
Algo de razón les cabe.
La grieta es un concepto teórico que simboliza la polarización extrema que en una sociedad hace imposible cualquier tipo de negociación. Pero no tiene la fuerza mediática de un 6,6% de inflación o de un asesinato a plena luz del día.
Por eso, los políticos suelen apelar a la tradicional campaña de prometer fórmulas exactas para terminar con esos flagelos.
Lo que, por otra parte, es absolutamente normal.
La ventaja de Milei. Imagínense si los políticos dijeran que no lo tienen claro, que no saben bien cómo ajustar sin que haya un rechazo general, ni cómo devaluar el peso y aumentar tarifas sin reconocer que con eso habrá más inflación en lo inmediato, ni cómo frenar las expectativas inflacionarias, ni cómo se consiguen dólares que queden en el sistema, ni cómo se bajan impuestos sin desfinanciar al fisco.
Imagínense lo extraño que sería una campaña en la cual los candidatos dijeran que no están tan seguros de los resultados que prometen.
Igual eso no va a pasar: la mayoría de los políticos y economistas que juran saber cómo solucionar los problemas, de verdad creen saberlo.
Esa es la diferencia filosófica entre el ignorante sabio y el ignorante necio. Estos no saben que no saben.
La asertividad de los políticos para prometer soluciones suele coincidir con la misma asertividad con la que rechazan las asertivas promesas de los políticos de otro signo.
Lo que también es normal: si ellos están convencidos de que tienen la fórmula del éxito, no puede concebir que haya políticos que piensan distinto y que tengan otra fórmula que vaya a funcionar.
La duda es si el gag seguirá siendo efectivo.
O si serán mayoría quienes ya no distingan entre las promesas de unos y otros y consideren que ambas son parte de la misma casta.
Esa es la ventaja de Milei: su fórmula todavía está por fracasar.
El día después. ¿Habrá otra alternativa? Quizá sí.
Quizá se trate de explicar que, detrás de los consecutivos fracasos argentinos, se esconde la incapacidad compartida de hallar puntos básicos de coincidencia permanente.
Explicar que será muy difícil recuperar la presencia eficiente del Estado sin una mayoría ampliada que avale y defienda los mecanismos necesarios para lograrlo. Y explicar que será más complejo bajar la inflación, frenar la inseguridad y acotar la marginalidad, sin ese convencimiento mayoritario.
¿Cómo se supone que explotará el potencial económico del país sin antes reconstruir una confianza social que garantice que las reglas no seguirán cambiando cada dos o cuatro años?
Hoy la Argentina está trabada por los distintos sectores políticos que buscan –y no consiguen– satisfacciones absolutas e innegociables. Sin comprender que la forma de destrabarlo –e incluso de obtener un beneficio egoísta– es aceptar un acuerdo de “insatisfacciones equilibradas”, por el cual cada sector ceda algo en pos de alcanzar consensos sostenibles más allá de los gobiernos.
Puede que en un país agrietado esos consensos sean imposibles en tiempos electorales. Pero para que sucedan después, lo que se requiere es que durante la campaña no se terminen de dinamitar todos los puentes, todo el tiempo, entre todos los que piensan distinto.
Lo fantástico del juego democrático es que los políticos y economistas que creen saber, puedan discutir sus modelos y pelear por sus cargos. Que son los modelos y cargos que genuinamente luego elegirán sus representados.
Pero el país llegó a un punto en el que se necesita algo más que políticos adiestrados en repetirle a cada electorado las verdades reveladas que cada electorado quiere escuchar.
Estos políticos hacen bien en pensar en la próxima elección. Son los estadistas los que deben pensar en el día después.
Demostrando que lo están pensando desde ahora.
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