miércoles, 5 de abril de 2023

La democracia fracturada que muestra el rostro de Berni

 Por Pablo Mendelevich

Alberto Fernández, quien en Washington encontró las banderas a media asta por la matanza en un colegio primario de Nashville, justo venía de contarle a Joe Biden en la Casa Blanca que hay un loco en su país que defiende la libre portación de armas. “Es una amenaza para la democracia, definitivamente”. El Presidente tiene la costumbre de coronar sus sentencias con adverbios de modo terminados en mente -el preferido es claramente-, porque así lacra las verdades que reparte y de paso refuerza el vigor de sus convicciones. 

En el Salón Oval no dijo loco, o quién sabe qué dijo, pero ya había terminado de culpar a Macri; estaba hablando de Milei, al que horas después comparó con Hitler. Fernández explicó que Hitler no llegó mediante un golpe de estado. “Llegó votado por los alemanes. Lo que tenemos que hacer es advertir a la gente (de) que, por muy desalentada que esté, no son caminos saludables para el país”.

No se sabe si gracias a esta profilaxis cívica ya se le derrumbaron a Milei las expectativas de enfilar hacia una extraordinaria marca electoral. No sería extraño que el gobierno, haciendo diagnósticos sobre la salud de la democracia, consiga los mismos niveles de éxito que obtiene en la lucha contra la inflación, la gestión del sistema previsional, el manejo de las vacunas y las cuentas de Aerolíneas.

Como de costumbre, la vicepresidenta tiene un diagnóstico distinto. Para ella la democracia no peligra por culpa de Milei (a quien sólo procuró refutarle ideas sobre la dolarización) sino de los jueces y fiscales que la persiguen porque la encuentran corrupta. Informó la semana pasada, justo cuando Fernández se ajustaba la corbata para entrar al Salón Oval, que los funcionarios judiciales locales son meros esbirros, es por una orden “del Norte” que a ella hoy la proscriben, lo que prueba que acá el estado de derecho no corre. De allí la denuncia oficial presentada en enero en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, donde la administración de los Fernández se convirtió en el primer gobierno del mundo que se denuncia perseguido en su propio país. Si es por violaciones a los derechos humanos lo habitual es que sean opositores, o digamos ciudadanos comunes -si lo sabrán los argentinos-, quienes se denuncian víctimas de gobiernos, no vicepresidentes.

Alberto Fernández no llega a preguntarse en sus cavilaciones politológicas si la performance de él, de su mentora, de su ministro de Economía, los dirigentes del anémico Frente de Todos, los líderes opositores, la dirigencia política en general y por extensión la sindical, la empresarial, los medios de comunicación, los periodistas conocidos, todos, en fin, los que de una u otra forma son las caras del sistema no tendrán algo que ver con el auge de Milei y con el desencanto democrático. Si no habrá una relación inversamente proporcional entre los resultados que esta clase dirigente logró en las últimas décadas en materia de pobreza, inflación, seguridad, desarrollo económico, educación, y la facilidad de un ultraderechista recién llegado a la política para acopiar cientos de miles de fanáticos mediante insultos a “la casta”, impetuosidad histriónica y promesas extremistas trasmitidas a voz en cuello.

Mucho menos parece conectar el Presidente la ira controlada de Milei con la ira descontrolada de los colectiveros que intentaron linchar a Sergio Berni. Pero la conexión existe. En el grave episodio del lunes –es la primera vez que se ataca físicamente a un alto funcionario en una protesta- se fusionan la incompetencia para resolver el problema de la inseguridad con la metástasis del desencanto en la democracia, justo cuando el gobierno prepara la fiesta por los cuarenta años.

Los Fernández no asimilan que la democracia tiene una fractura -no confundir con grieta-, que separa en forma progresiva a la dirigencia de sus representados. La máquina de rayos equis de la política no la registra, sin embargo el lunes pudieron verla en directo por televisión. Es seguro que la vieron porque se asustaron: ni Alberto Fernández ni Cristina Kirchner ni Axel Kicillof aparecieron por ningún lado después de que la ira de los colectiveros se descargara sobre el ministro Seguridad bonaerense (a quien tal vez haya que rebautizar ministro autónomo de Seguridad bonaerense).

Esta vez había trabajadores registrados y un gremio de por medio, la UTA, si bien cursando una severa interna, con autoconvocados. No fue un hecho tan inorgánico, tan silvestre como el del asalto y destrucción, hace un mes, de la casa del narco sospechado de asesinar a un niño de 11 años en el barrio Los Pumas de Rosario, temerario brote de justicia por mano propia incitado por la deserción del Estado. Pero igual podría decirse que una paliza a un ministro significa algo serio, tal vez subir un escalón hacia la preanarquía.

En una época en la que se especula abiertamente con que la posibilidad de que un estallido social esté a la vuelta de la esquina, la violencia inorgánica es la que más altera a la política, acostumbrada como está a procesar la realidad con cuadrantes derecha-izquierda, propios-contrarios: tener con quién negociar el repliegue de una protesta hace la diferencia. Los colectiveros desbordados de indignación, y de dolor, por el asesinato de Daniel Barrientos y dispuestos a castigar sobre el rostro de Berni sus promesas incumplidas, es obvio que al mandarlo al hospital cruzaron un límite. Lo que en las actuales condiciones de hartazgos latentes, riesgo de desborde social, bronca acumulada difícil de mensurar, resultó lo más parecido a una fogata junto a un polvorín.

El kirchnerismo, del cual Alberto Fernández se proclama socio fundador, arrastra una vieja traba mental para procesar el tema de la inseguridad. Fernández era jefe de Gabinete en 2004 cuando ocurrieron las movilizaciones masivas (cinco marchas, hasta de 150 mil personas) promovidas por Juan Carlos Blumberg luego del secuestro y asesinato de su hijo Axel. El presidente Néstor Kirchner, volcado entonces a la causa de los derechos humanos, intentó fagocitar el fenómeno, pero no pudo ni quiso dejar de ideologizar la inseguridad, lo que contribuyó poco a hallar soluciones sustentables.

Meses después del caso Blumberg, una médica de San Isidro llamada Susana Garnil, cuyo hijo de 17 años había sido secuestrado (finalmente fue liberado), publicó una carta abierta a Kirchner que produjo un revuelo importante. La carta contrastaba la intensa dedicación de Kirchner a la política de derechos humanos, a restañar heridas del pasado, con el desdén frente a la inseguridad y sus víctimas. Kirchner mandó a Alberto Fernández y Aníbal Fernández a responderle. El hoy presidente le dijo que ella, la doctora Garnil, era “parte de la Argentina que descubre el dolor cuando le toca”. Sobre una queja específica relacionada con las penas a los secuestradores afirmó que el gobierno las había subido y los secuestros continuaron, “con lo que se demuestra que no es un problema de penas (…) Entiendo que es médica y que por lo tanto no debe estar bien anoticiada”.

Garnil, como Blumberg, efectivamente dejaba traslucir un pensamiento de derecha. Pero el problema no era ese, sino que Kirchner pensaba que el tema de la seguridad le pertenecía a la derecha y los derechos humanos a la izquierda. Absurda y onerosa división ideológica que hoy sigue tan vigente como varios protagonistas de entonces.

Una novedad en todo caso es que los colectiveros -la UTA, gremio estratégico de la CGT, tiene fuerte impronta moyanista- no son Blumberg, además de que el asesinato del lunes no ocurrió en San Isidro sino en Virrey del Pino, donde ya perdieron la vida tres choferes.

Berni está ahora empeñado en instalar –el verbo no es ocioso, porque insinúa, no demuestra- que el crimen de Barrientos tuvo factura política y que la protesta violenta estuvo organizada. Pero al golpeado Berni, quien necesita justificar la ausencia de sus subordinados de la bonaerense y su resistencia descabellada al rescate de la Policía de la Ciudad, la verborragia no lo está ayudando. Hasta dijo que sufrió una emboscada. Una emboscada es una treta que consiste en esconderse para atacar por sorpresa, un plan secreto que se prepara en contra de alguien. Acá la única sorpresa que hubo fue su aparición solitaria y sin previo aviso en una protesta de colectiveros furiosos a los que él les había fallado.

© La Nación

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