Por Jorge Fernández Díaz |
A principios de mayo de 1942, en un puerto del mar Báltico ocupado por los alemanes y a órdenes del mismísimo ministro de Propaganda de Hitler, un veterano y escéptico director de cine gritaba por primera vez acción; comenzaba así el accidentado rodaje de una película llamada “Titanic”, que tenía por objeto mostrar simbólicamente el naufragio de las naciones enemigas del Tercer Reich. La faena, financiada con 180 millones de dólares, se fue complicando poco a poco: el equipo creativo tuvo graves desavenencias con la marina nazi, los soldados que habían sido designados como extras comenzaron a acosar a las actrices, la niebla arruinó muchas escenas, las bengalas nocturnas llamaban la atención de los aliados y se temió por un momento que bombardearan la zona, y las tomas diarias debían enviarse a Berlín y esperar su autorización.
Joseph Goebbels reclamó varios cambios de guion sobre la marcha y finalmente, harto de todo, el director formuló declaraciones contra la política oficial, fue desplazado del escenario, interrogado por la Gestapo y finalmente encarcelado: apareció muerto, poco más tarde, en su propia celda. Cuando vio los primeros resultados del film, Goebbels se sintió satisfecho por el mensaje oculto que transmitía, pero a medida que su régimen se desmoronaba temió que la obra terminada fuera leída exactamente al revés: como un reflejo inquietante del pánico y la muerte que ahora sufrían los alemanes en su propio territorio. La versión daba ideas: el monumental transatlántico se venía a pique por culpa de la arrogancia y la ineptitud de quienes mandaban. Esa versión de “Titanic” fue prohibida a último momento, y el barco muleto que se utilizó para la filmación -el Cap Arcona– fue luego ametrallado por la Royal Air Force en la bahía de Lübeck: perecieron allí más de 4000 personas. Como la cinta frustrada tenía “sesgo anticapitalista”, después de acabada la gran contienda mundial el Kremlin mandó cortarla, doblarla y estrenarla en todos los cines de las repúblicas soviéticas. A fines de los años cincuenta los ingleses volvieron sobre el tema, y lo hicieron en una obra maestra escrita por el gran novelista británico Eric Ambler. “Una noche para recordar” pone el acento en las reacciones personales y minimalistas –entre el heroísmo y la trivialidad– que demostraron tripulantes y pasajeros ante la catástrofe, y sintetiza la idea colectiva de vulnerabilidad que existía en plena Guerra Fría: “Hemos perdido el sentimiento general de confianza”. Tras la caída del Muro de Berlín y el inicio de la globalización y la nueva era tecnológica, James Cameron volvió –con grandes efectos especiales y polémicos trucos melodramáticos– a recordarnos que aquella vulnerabilidad seguía presente durante los años noventa, aunque había mudado de razones, rostros y ropajes.
Todos y cada uno de los productores cinematográficos utilizaron la legendaria peripecia de aquel barco “inhundible” para alegorizar el destino trágico que atacaba a determinadas empresas humanas enfermas de gigantismo y cruzadas por esa Santa Trinidad de la Desgracias: soberbia, ineficiencia y frivolidad. Los tres pecados combinados describen perfectamente al cuarto gobierno kirchnerista, y resulta todo un síntoma el hecho de que en la jerga íntima del poder hayan naturalizado la palabra “Titanic” para describirse a sí mismos. El magnífico cronista Santiago Fioriti contó hace unos días cómo las alusiones al destino fatal de ese buque mítico son constantes puertas adentro del palacio, y recordó incluso dos frases públicas: Oscar Parrilli (“tenemos que evitar que se hunda el Titanic”) y Emilio Pérsico (“la política está bailando en la cubierta”). Faltó ese chiste habitual y tan tranquilizador de nuestro ministro de Economía: “Parezco el plomero del Titanic”. Nadie podrá decir esta vez que la autopercepción no tiene un fuerte arraigo en la realidad. La macroeconomía y las encuestas están por fin alineadas: lo que de manera casi invisible para el ciudadano de a pie ocurre allá arriba, se siente o presiente acá abajo; la temperatura y la sensación térmica han ido convergiendo. Y a un peligroso tufo a caos social y a indignación de base se suma una notoria descomposición política y un alarmante deterioro intelectual en la coalición gobernante. Ocurre esto a raíz de la crisis aguda y la lucha intestina en todas las latitudes –gobernadores e intendentes huyen del hundimiento para no ser succionados por el monstruoso remolino–, pero se verifica como nunca en la ilimitada torpeza de la conducción y, específicamente, en la provincia de Buenos Aires, donde el castillo inexpugnable del cristinismo empezó a dar signos de resquebrajamiento. Dos episodios puntuales desnudaron la indigencia táctica de la reina y su favorito. El primero puede traducirse en una secuencia antológica: los choferes de colectivo son blancos móviles y caen como moscas en esa tierra de nadie; todo el mundo ya sabe que el kirchnerismo es permisivo con los narcos y ha hecho una opción abolicionista por los delincuentes; en ese contexto terrible y conocido, un conductor es asesinado y se produce una colérica protesta; el ministro de Cristina Kirchner se presenta en helicóptero a montar su show de cada día, recibe una golpiza y es salvado por la policía porteña de la turba a la vista de todas las pantallas del país. Horas después la jefa les ordena a sus muchachos que digan lo siguiente: Sergio Berni fue prácticamente secuestrado por quienes en verdad lo rescataron, y todo fue producto de una conspiración orquestada por la oposición. Les “tiraron un muerto”. Sin solución de continuidad, cuando ya nadie creía en esa ridícula conjura, ordenaron la detención aparatosa de dos colectiveros, el sindicato llamó a un paro por tiempo indeterminado buscando su liberación, y la arquitecta egipcia escribió un tuit para despegarse de la insólita espectacularidad de aquel operativo coordinado por sus propios funcionarios. Los bonaerenses saben que la gestión kirchnerista es responsable de ésa y de otras muertes similares y cotidianas, y que, en lugar de hacerse cargo, ha montado un relato para imbéciles; no solo los han dejado solos, sino que además se han dado el lujo de insultar su inteligencia.
A este espectáculo popular esperpéntico se unieron revelaciones más técnicas, pero igualmente devastadoras: la mala praxis repetida de Axel Kicillof ya le costó a la Argentina aproximadamente 33.700 millones de dólares. Con gran precisión, los economistas Alfonso Prat-Gay y Luciano Laspina calcularon los estropicios que el niño mimado de la Pasionaria del Calafate perpetró en sonados casos como Repsol, Griesa, YPF, Club de París, Ciadi, Cupón PBI y deuda provincial. Kicillof fue un pésimo gestor económico, el kirchnerismo perdió las elecciones de 2015 esencialmente por su culpa, fue votado como gobernador sólo porque encarnaba el espíritu de la doctora y ésta creyó que su triunfo era un espaldarazo histórico de la sociedad a la formidable pericia de su última presidencia. Eso le permitió a Kicillof erigirse cómodamente como el gran objetor en las sombras de Guzmán y de Massa, el ideólogo del estatismo más cerril, el argumentista de extravagancias y supercherías, y el arquitecto de un modelo que se ahogó. Engreído, fútil y negligente, el gobernador que no gobierna es uno de los principales comandantes del Titanic. Y esta metáfora náutica que tanto se menta en las entrañas mismas del oficialismo encierra también otra evidencia: los kirchneristas no habían hecho autocrítica y se veían a sí mismos como navegantes maravillosos. Construyeron, por lo tanto, un barco a su medida: suntuoso, inexpugnable, que marchaba a todo vapor hacia la aurora; se acomodaron con altivez en sus salones a libar y a jugar a las cartas y se desatendieron de las reglas normales de la navegación y, sobre todo, del sentido común. El iceberg y el mar los contemplan ahora impasibles: corren desesperados por cubierta, a sabiendas de que no hay botes para todos, y piensan cómo disimular las responsabilidades propias y a quién encajarle el sombrero de saboteador. No hay sabotaje. Y este desenlace es producto del mal gobierno, pero comenzó a urdirse mucho antes: como dice un marino llamado Pérez-Reverte, los barcos se pierden en tierra.
© La Nación
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