Por Nicolás Lucca
Las circunstancias siempre alteran sí o sí el valor de las cosas. No es una frase mía, la leí en algún libro de filosofía hace muchos años y ni siquiera creo que la haya transcrito literalmente, aunque el concepto es ése.
Hace muchos años tenía una fascinación por el estoicismo, una escuela filosófica de la Grecia Antigua que me daba soluciones prácticas a la vida cotidiana. Caló tan, pero tan hondo en la cultura general que aún hoy utilizamos la palabra “estoico” como adjetivo positivo. Lástima que nos quedó la acepción actual de la Real Academia Española: Fuerte, ecuánime ante la desgracia.
Pero no es que eran unos castigados. Ellos eran felices con lo que les tocara porque buscaban la virtud en otras cosas. En ese camino, cualquier trabajo les resultaba bueno, por más decadente que resultara a la visión de los demás. Incluso los trabajos repetitivos les parecían beneficiosos porque no quedaba otra que pensar ante el hastío de lo rutinario.
Quizá no sea casual que el primer libro sobre estos locos haya caído en mis manos cuando contaba con 18 años y trabajaba en un kiosco de diarios. Había rechazado la posibilidad de un buen trabajo solo para rebelarme ante mi padre. A cambio, acepté uno en el que vivía cagado de frío en invierno, derretido en verano, con tos de tinta y demasiado tiempo vacío que, en época muy previas a la internet en el celular, rellenaba con lectura. Mucha lectura. Nunca demasiada lectura.
Pocas veces en mi vida tuve la posibilidad de cultivar mi mente con tanta voracidad como en aquel trabajo totalmente alejado de la carrera que estudiaba. Obviamente, me costaban más las materias al no trabajar en el rubro de la carrera, pero con el tiempo eso se corrigió. Los libros leídos, en cambio, no me los quita nadie. ¡Y me pagaban por ello!
Esto viene a cuento porque fue muy gracioso cuando alguien me dijo que soportaba de forma muy “estoica” mi rutina de levantarme a las cuatro de la madrugada para poner en marcha la maquinaria del kiosco de diarios y revistas. Como si no formara parte en ese entonces de un universo de miles de personas que hacían lo mismo que yo desde toda la vida. Como si no existieran millones de humanos que se vuelcan a tareas muchísimo más esforzadas.
El estoico no se dedicaba a tolerar la adversidad y nada más. Aprendía de ella a buscar soluciones pragmáticas y a no descreer ni subestimar experiencias pasadas. Necesitamos de la historia de otros protagonistas porque muchas situaciones son complicadas, porque las personas que vivieron antes que nosotros alcanzaron la sabiduría a fuerza de prueba y error, algo que, por lo general, es doloroso. Y salieron con “estoicismo” de aquellas situaciones, aunque no supieran del calificativo: aprendieron a sobrevivir y lo hicieron.
Y sin embargo, vivimos en tiempos raros. Hoy nos abocamos el fino arte de reinventar la rueda. No nos interesa nada de lo aprendido por milenios de errores ajenos. ¿Qué nos van a enseñar, no ves que somos argentinos, papá? Emitir genera inflación. ¿Dónde? No tener fondos anticíclicos te arruina en una recesión. ¿A quién? Gastar más de lo que producís revienta el déficit. ¿A nosotros? Es más complejo.
“Sabiduría, templanza, justicia y coraje” eran las cuatro virtudes cardinales que guiaban al estoico. Quedaron olvidados por mucho tiempo e incluso se perdieron para siempre muchos de sus libros. Por suerte Tomás de Aquino recuperó estas cuatro virtudes y les añadió fe, esperanza y caridad. Sí, el doctor por excelencia de la doctrina católica era un estoico hecho y derecho. Y sin embargo…
Vivimos en un país en el que se nos hace cada vez más difícil rechazar que las cosas son como son, así de mierda como están, y que nada hay por hacer que pueda cambiarlas. Una de las principales enseñanzas de los estoicos radicaba en que no tenemos control sobre los eventos que nos rodean, pero que sí podemos controlar cómo nos afectan. Y aunque muchos crean que los tipos eran conformistas, la verdad es que la aceptación no implica, precisamente, resignación. El coraje no se necesita para resignarse sino para intentar un cambio. La templanza es para bancarse lo que venga, la justicia para no ser brutos a la hora de cambiar la realidad y la sabiduría para tener la noción de esperar el momento exacto, el cómo, cuándo y dónde.
Que Tomás de Aquino haya sido estoico no es un tema para nada menor. Hace ya unos cuantos años que la nueva Iglesia volvió a centrar su discurso en la ambigüedad: condenar la pobreza y sostener que de los pobres será el Reino de los Cielos. ¿Quién no querría entrar allí? Es una paradoja que Santo Tomás había zanjado hace ¡ocho siglos! al retomar las enseñanzas de unos locos que habían vivido ¡catorce siglos! antes de que él naciera. Ser rico y ser pobre son circunstancias. Y ser rico está buenísimo porque se puede hacer mucho más por uno mismo y por el prójimo cuando se tiene plata.
No existe superioridad moral ni en la riqueza ni en la pobreza. Pero es preferible siempre la primera opción. No lo digo yo, lo decían ellos. Es lo que los estoicos llamaban “indiferentes preferidos” y que, a mi humilde interpretación, no deja de ser una cuestión de posibilidades de poder ser mejor persona a través de la realización personal. Cualquier religioso que haya estudiado lo sabe porque, doy por sentado, leyó a Tomás. Y Tomás tomó prestado sus conocimientos de Zenón, Cleantes, Séneca y toda esa camarilla de delirantes que filosofaban y, encima, trabajaban.
Eran tiempos en los que reinaba el concepto de “philoponia”, el placer de trabajar. O sea: creían que entregar la vida al trabajo honesto nos convertía en mejores personas además de darnos poder adquisitivo.
¿Hoy quién siente placer en el trabajo? En este país en el que el trabajador es pobre, en el que todos los días tenemos que elegir qué nueva cosa sacrificaremos de nuestro estilo de vida ¿quién trabaja feliz? Salgo a caminar por mi barrio y en menos de dos manzanas veo tres comercios de ropa y cuatro restaurantes con carteles de “se busca personal”. En teoría estamos al borde del pleno empleo según el Indec. Pero un desempleado, por definición, es una persona que no tiene trabajo y lo busca activamente.
No sé si lo sabían, pero el 52% de los argentinos recibe algún tipo de prestación social de la boca del Estado. 52%. Esto incluye a los trabajadores que cobran asignaciones, obviamente. Pero hay un número de personas que viven de planes sociales, dentro de las cuales hay un enorme número que no tiene otra alternativa. Eso quiere decir que hay otros que sí la tienen. Si pueden marchar hacia la 9 de Julio doy por sentado que no tienen problemas de movilidad física. Puede que exista alguna limitación neurológica, pero tampoco vivimos en el país de los discapacitados. Podrían aprovechar el paseo por el centro porteño para tomar alguno de los empleos que se ofrecen en cada calle, que tampoco están mal pagos y son en blanco. Pero es difícil porque se perdió el placer del empleo, la maravilla de saber que por hacer algo tengo una consecuencia gratificante.
No los juzgo, dado que hasta en las mejores empresas del sector privado existen sujetos que no entendemos cómo es que cobran lo mismo que el resto, si se rascan a cuatro manos. Pero no deja de ser un factor de preocupación por una sencilla razón y hacía allí vamos:
Flotamos en un mega ajuste sin fin solo justificado para llegar a las elecciones. Y que después sea lo que Dios quiera. Como si Dios quisiera darnos otro milagro a este país de analfabestias financieros.
Lo peor es que de este mega ajuste se saldrá con otro ajuste de medidas calamitosas. ¿Qué pasará cuando alguien blanquee que el grueso de la recaudación tributaria va a parar al sostenimiento del sistema asistencial? ¿Qué pasará cuando alguien diga públicamente que el dinero que nos falta todos los meses es porque hay que dárselo a otro en un país que no genera riqueza?
Ya pasó en un momento, cuando se instaló que hay una sola torta y que lo que le falta a uno es porque otro se lo quitó. Así se rompió el respeto social y el que tenía algo que yo deseaba, me lo había robado. Linda sociedad se formó. Ahora el péndulo puede irse hacia el otro extremo ante la necesidad del que ya nada tiene para que le quiten sin caerse de su estrato social.
A principios de la década de los noventa existía un desinterés total hacia todo lo que nos rodeaba. Luego de décadas de inflación y dos crisis hiperinflacionarias consecutivas, no teníamos ganas ni resto para mirar al lado. ¿Qué importa el mayor atentado internacional –hasta entonces– y la explosión de una embajada extranjera? ¿Qué importa el asesinato del hijo de un presidente? ¿A quién le puede importar que vuele por los aires un pueblo entero para encubrir un delito mayor o que asesinen periodistas?
Fue tal el agobio y el miedo a la pobreza de las crisis hiperinflacionarias que no se permitió que nada, absolutamente nada perturbara esa nueva tranquilidad en la que la vida valía cero, pero había estabilidad. Como si estuviéramos condenados a nunca tener las dos cosas.
Esta semana que transcurrió me encontró nuevamente ante un dilema: sumar un nuevo ingreso. Otro más. De alguna forma lo encontraré y lo disfrutaré porque me salvará la cosecha. Y como yo, somos miles.
He tenido épocas en las que con un solo empleo me alcanzaba para vivir y otras en las que hice de todo. Hace tan solo unos días vi un informe en el que daban cuenta de las personas que aceptan empleos aparentemente berretas por la crisis. Yo quiero millones de esos tipos. Los quiero a todos. Porque en un momento en el que todo se va a la mierda, ir a putear al gobierno no paga las cuentas. Y se los puede insultar igual mientras se pagan las cuentas.
Desde aquí les escribe un tipo que trabajó de remisero, de canillita, de tipeador, de lo que fuera. Trabajé antes, durante y después de mis estudios. Trabajé mucho por necesidad y trabajé un poco menos cuando la circunstancia me permitía poder dedicar parte del tiempo a contemplar esas cosas que hacen que la vida merezca ser vivida.
El estoicismo no está en bancarse cualquier cosa. Está en tener la sabiduría, el coraje, la templanza y la noción de justicia para arremangarse y buscar la adaptación a las circunstancias mientras intentamos cambiar esas circunstancias. Es lo más humanista que existe. Porque si estamos mal, quiere decir que no somos los únicos.
No hay forma de ser mejores personas ni para nosotros ni para quienes nos rodean. Nos han quitado tantas cosas que hasta se nos fueron las ganas de tener una linda vida. Y con eso se nos fue también la cordialidad y el trato afectuoso a quien nos rodea. ¿Cómo no estar dell’orto si todos los días amanecemos con miedo a abrir los portales de noticias?
El péndulo se encuentra en el extremo de la pobreza, la angustia económica, el miedo a caernos aún más. Ojalá la solución no nos lleve a un lugar igual de turbio que el actual, pero con estabilidad económica, electrodomésticos en cuotas y ropa de calidad al precio que vale. Si ocurre, será de pedo.
PD: Ah, Massa bajó a Alberto y no pasó nada. Porque no hay gobierno. Si hubieran aceptado las circunstancias para intentar modificarlas…
© Relato del Presente
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