Por Pablo Mendelevich |
Un inédito, temerario y sobre todo impredecible año electoral está en desarrollo. En medio de la pobreza que sufren cuatro de cada diez argentinos, con una inflación anual de tres dígitos en ascenso, dólar indomable, sin reservas, sin hoja de ruta y con pronóstico recesivo, la frustración sumada al hartazgo inflama las chances de una ultraderecha unipersonal cuya taquillera ira no grita soluciones, grita la cercanía del abismo.
Candidatos de derecha con discursos económicos intercalados en la polarización ya tuvimos (los ex ministros de Economía Alvaro Alsogaray y Domingo Cavallo sacaron 7,1 % y 10,2% en las presidenciales de 1989 y 1999). También en algún momento el golpista carapintada Aldo Rico fue tercera fuerza (1993). Pero Milei es otra cosa.
“Un fenómeno pintoresco, uno más, en un país que es cementerio de terceras fuerzas”, se decía con candor hace dos años. Ya no: en el Departamento de Estado de Estados Unidos y en Wall Street empezaron a preguntarse alarmados hace unos días si el Trump o el Bolsonaro argentino no se llamará Milei.
¿Eso es lo nuevo de esta temporada? Sí, pero no es lo único nuevo. Tres presidentes renunciaron en el término de cuatro meses y medio a la posibilidad de volver al poder. Nunca había ocurrido algo semejante. En primer lugar porque la reelección presidencial acá no es costumbre. Mal se podía renunciar a algo que no se planteaba (y de manera consecutiva, durante mucho tiempo tampoco se podía). En 169 años sólo se concretaron cinco reelecciones: Roca, Yrigoyen, Perón, Menem y Cristina Kirchner (dos consecutivas, dos no consecutivas y en un caso, el de Perón, ambas cosas). Un solo presidente en condiciones legales y políticas de presentarse, Néstor Kirchner, había desistido, pero se trató de algo muy excepcional, fue el único que abdicó en vida (Perón, el introductor de la sucesión matrimonial, la previó para su muerte). No pasó así en ninguna otra democracia del mundo. Tampoco en ninguna parte el ganador de una primera vuelta se bajó antes de ir a la segunda, como hizo Menem en 2003. El peronismo es una fábrica de sorpresas político institucionales.
La falta de costumbre reeleccionista se debe en gran medida a que una cantidad inaudita de presidentes no completaba el mandato. Seis fueron derrocados. Yrigoyen y Perón en sus segundas presidencias, Castillo entre ambos y, luego, Frondizi, Illia e Isabel Perón. Pero además estuvieron los que cayeron debido a que se quedaron sin poder, aunque es materia de discusión que esa hubiera podido ser, también, una forma de derrocamiento. Fueron siete: Rivadavia, Derqui, Juárez Celman, Luis Sáenz Peña, Raúl Alfonsín, Fernando de la Rua y Adolfo Rodríguez Saá. Con Duhalde, quien para evitar caer se autoacortó el mandato, serían ocho. Ni siquiera las dictaduras estuvieron exentas de inestabilidad. Seis presidentes militares terminaron desalojados por sus pares.
Podría decirse, entonces, que esta es una buena noticia: hace veinte años, desde Duhalde, ningún presidente se va antes de tiempo. Sin embargo, las novedades no van por el lado de lo que (hasta ahora) no sucedió sino de lo que está sucediendo.
Las tres noticias políticas que desde diciembre último consumieron las primeras planas de mayor tipografía -cuerpo catástrofe, se decía antes- fueron, significativamente, las renuncias a la reelección de los tres presidentes. Las candidaturas previas a la campaña en lugar de ascender, descienden. Un enunciado que condensase estas raras noticias diría que las tres últimas personas que ya gobernaron el país no quieren volver a hacerlo. Por fin una coincidencia.
En los tres casos se habló de “renunciamiento histórico”. Mejor dicho, eso opinaron los partidarios, los respectivos partidarios, porque es obvio que se referían con exclusividad a su propio líder. La idea de “renunciamiento histórico” pretende mordisquear el bronce que el relato peronista dejó asociado en 1951 con Eva Perón (si bien la no aceptación de la candidatura vicepresidencial ofrecida por la CGT no fue decisión de la Jefa Espiritual de la Nación sino de su esposo, exégeta del Ejército).
Las razones invocadas ahora por los renunciantes fueron necesariamente dispares. Cristina Kirchner culpó a su falsa proscripción, Mauricio Macri lo atribuyó a la batalla que le ganó “al enano que tenemos adentro, el ego” y Alberto Fernández explicó que debía “concentrarse en resolver los problemas de los argentinos y las argentinas”. Los círculos más desangelados de la política, donde se estudian porcentajes e intenciones de voto, se entendió que ninguno de los tres tenía chances de ganar. Conclusión que los macristas no querrán compartir, pero que algunos cristinistas admitirán. En cuanto al presidente, sólo una persona dirá que no es cierto que iba de cabeza a una derrota estrepitosa: su vocera.
Las renuncias de Macri y de Fernández se hicieron efectivas en el mismo acto del anuncio, pero la de Cristina Kirchner, la más rotunda, tiene el mismo status de la condena judicial que la ambientó, no está firme. La duda sobre el futuro político de la vicepresidenta es un batido de la contundencia que ella usó y el operativo clamor que después dispuso.
El hecho es que por primera vez en su historia, he aquí la tercera novedad de esta extraña temporada electoral, el peronismo no tiene candidato a presidente, cuando quedan apenas 59 días para inscribirlo.
La discusión en la que el peronismo parece estar envuelto no es ornamental. Se refiere al método a emplear para resolver la candidatura presidencial. Las opciones son el verticalismo de la líder o la democracia de las PASO.
Si es por la historia, no llamaría para nada la atención si se optara por el verticalismo. Salvo Menem, todos los candidatos peronistas a presidente, desde 1946 hasta 2019, fueron seleccionados a dedo: Perón, Cámpora, Isabel Perón, Italo Luder, Duhalde, Néstor Kirchner, Cristina Kirchner, Daniel Scioli y, por supuesto, Alberto Fernández, caso fresco. Quizás el hecho de que la experiencia del peronismo neoliberal vino después de las únicas internas para elegir al candidato (1988) curó en salud al PJ. Pero ahora, en cuestión de días, los inventores de las PASO no tienen un problema sino dos. Deben resolver si Sergio Massa, al parecer su mejor apuesta sacando a Cristina Kirchner, entra o no en la competencia y tienen que terminar de definir el método de imposición.
La cuarta novedad es que el gobierno peronista de tres patas que cursa un último año de mandato no sólo carece de candidato sino también de discurso, debido a que no puede ofrecer futuro quien no consigue manejar el presente. Tradicionalmente el populismo en años electorales gasta lo que no tiene, pero ahora ni siquiera tiene lo que no tiene, porque está sometido al control del FMI.
Quinta novedad: la crisis política, social y económica es de tal envergadura que hasta desanima a los conspiradores estándar del tipo helicopterista. ¿Quién quiere hoy sacar al presidente, por malo que parezca, y tomar el poder? Ni los del propio palo ni los de la vereda de enfrente. Alberto Fernández ni siquiera se queja ya de que “la derecha” lo esté desestabilizando, lo que dijo ayer es que hace subir el dólar para ganar plata.
Con sus explicaciones diarias sobre lo que no anda bien, que no es poco, el presidente adelanta el futuro. Confirma que al oficialismo enfrentar una campaña electoral en estas condiciones no le será sencillo. Más bien promete momentos excepcionales.
© La Nación
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