Por Marcos Novaro |
Los argentinos padecimos casi sin protestar hechos extremadamente violentos en los últimos años. Para empezar, vimos con pasividad cómo un grupo de funcionarios se apropiaba en su beneficio de las pocas vacunas en principio disponibles contra el Covid, mientras miles de personas comunes fallecían por no estar vacunadas.
Luego supimos que esos funcionarios encima habían estado demorando la compra de vacunas norteamericanas por razones ideológicas y especulaciones absurdas.
Y de ninguno de estos hechos se dio ninguna explicación, ni se hizo una investigación de responsabilidades, ni siquiera se pidió una disculpa. Sin embargo, la sociedad aguantó, lo dejó pasar.
También presenciamos hasta el hartazgo cómo funcionarios de todos los niveles de gobierno se dedicaban a echar culpas a los demás por los crecientes problemas de inflación y pobreza, señalando a los empresarios, la gestión anterior, los comerciantes, lo que fuera, e insistiendo una y otra vez en que controlarían la situación con las mismas medidas que ya habían fracasado infinitas veces en el pasado.
Y ante cada nuevo e inevitable fracaso solo atinaron a aumentar las dosis y buscar nuevos culpables, cada vez más traídos de los pelos. Y sin embargo, manifestaciones de protesta e indignación contra la política antinflacionaria no ha habido, ni una.
Peor todavía. Ante la creciente frustración ciudadana por la falta de oportunidades económicas, y la inclinación consecuente de un porcentaje creciente de los jóvenes a abandonar el país en busca de mejores oportunidades, las familias argentinas recibieron el dudoso consuelo de las autoridades nacionales de que se las señalara como partícipes como consumidoras, replicadoras y validadoras de una suerte de “nueva campaña anti Argentina”, supuestamente impulsada por la oposición, los medios hegemónicos y vaya a saber qué otro demonio, que estarían buscando velar la maravillosa obra de distribución de derechos y promoción del desarrollo de la gestión de gobierno.
Mientras tanto, en particular en la periferia de las grandes ciudades, donde viven y trabajan los sectores más desprotegidos de la sociedad, se dejó florecer el delito en todas sus formas, desde el narco y las mafias organizadas, hasta el punguismo cada vez más violento; en ambos casos protegidos por una combinación variable de pasividad y complicidad de sectores de las fuerzas de seguridad, la Justicia y los gobiernos locales, por regla general cercanos al oficialismo.
Y ante la consecuente desesperación por la creciente inseguridad reinante, la única respuesta hilvanada por las autoridades nacionales ha sido, de nuevo, lavarse las manos, dejar que del problema se ocuparan las autoridades locales, y montar cada tanto espectáculos para aparentar que se brindan soluciones que nunca llegan, como cuando se promete el despliegue de gendarmes que después no aparecen, se firman convenios de cooperación que son papel mojado, o se abren juzgados que siguen desocupados durante años.
Y mientras todo esto fue alimentando más y más la sensación de desprotección con la que viven cotidianamente la gran mayoría de los ciudadanos, el oficialismo se abocó a usar esos temores para machacar contra nuevos enemigos políticos: sus representantes no tuvieron mejor idea que rechazar el uso de las pistolas taser impulsada por la oposición acusándola de promover la tortura; tacharon de “mano dura bolsonarista” la idea de endurecer el trato que reciben del servicio penitenciario los reos del crimen organizado, y acusaron a la Corte Suprema de estar detrás del avance narco.
Como si todo eso fuera poco, los argentinos debimos soportar el penoso e interminable espectáculo de una gestión dedicada obsesivamente a un internismo irresponsable, en la que los mayores esfuerzos financiados con nuestros impuestos estuvieron dirigidos no a resolver nuestros problemas, sino los suyos: además de los problemas de Cristina en la Justicia, las disputas permanentes entre sus seguidores, que los llevaron a serrucharse el piso unos a otros sin pausa ni disimulo.
Brindan así un mensaje esquizofrénico, desesperante: de un lado, dejan a la vista que lo único que les interesa es seguir viviendo del erario público, sacar ventaja personal de las funciones que ejercen; del otro, no dejan de enaltecerse a sí mismos como si fueran héroes de la patria y merecieran toda nuestra admiración. La violencia que ese mensaje supone para quienes lo reciben resulta, lógicamente, muy difícil de soportar. Y, sin embargo, al menos hasta ahora, ha sido amplia y pasivamente tolerada.
¿Por qué? Primero y fundamental, porque el peronismo es un fenomenal dispositivo de digestión de todas estas manifestaciones de violencia. Si las genera un gobierno peronista, le resulta mucho más fácil que a cualquier otro hacerlas pasar, naturalizarlas; no es que se le tolera todo, como se está empezando a ver, pero sí casi todo.
Segundo, porque es el propio peronismo el que tiene el monopolio de la organizacion de la protesta. Y salvo excepciones, entre bueyes no hay cornadas. O no hay, hasta que de pronto la paciencia se agota y empieza a haberlas.
Es sorprendente lo sucedido en los últimos años con el ánimo colectivo: las encuestas muestran niveles inéditos de frustración, pesimismo y decepción, también niveles altísimos de rechazo a la dirigencia, en particular a la oficialista; sin embargo, la protesta ha sido relativamente baja, fragmentaria y puntual.
Lo más llamativo de lo sucedido en el piquete de colectiveros que derivó en el intento de linchar a Berni fue que predominaran, de los dos lados de las trompadas y los piedrazos, de los perpetradores y de las víctimas, los compañeros peronistas. No es algo habitual, y cuando sucede, como fue el caso en los gloriosos 70s, es síntoma de una descomposición seria de la cohesión de esa fuerza, y señal preocupante para la autoridad del Estado.
Probablemente fue esta excepcionalidad en el control de la violencia lo que alentó al ministro de Seguridad bonaerense a meter la cabeza en la boca del lobo, y a no querer sacarla pese a que evidentemente corría riesgo su vida.
La autoconfianza en que “conmigo no se van a animar”, “yo voy a controlarlos”, además de su inclinación personal y loable a “dar la cara” lo llevó a ser el conejillo de indias que el oficialismo tal vez anda necesitando para advertir lo cerca que está del abismo. De que hasta ahora una pasiva frustración se convierta en furia colectiva. Y el riesgo que corre de que, si sigue dedicado a hacer la guerra interna, a echar culpas por los problemas acuciantes económicos y sociales a fantasmas de cualquier color y sabor en vez de a tratar de resolverlos, y a velar por sus exclusivos intereses mientras promueve el autobombo de los fieles, esta gestión que ya inevitablemente va a terminar muy mal, puede terminar pésimo.
© TN
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