Por Arturo Pérez-Reverte |
Llegamos ahora, tatatachán, a mi episodio favorito en la historia de Europa. Al momento, situado en los siglos XV y XVI, en que nuestros architatarabuelos abandonaron por fin las maneras medievales y tomaron por modelo, para mirar hacia el futuro, la antigüedad clásica; o sea, a los griegos y los romanos. Dicho en otras palabras, se percataron de que lo nuevo era precisamente lo olvidado. Eso no ocurrió de golpe, claro, sino poquito a poco, en una transición lenta que se llamó Quattrocento en su primera etapa (años mil cuatrocientos en italiano, porque allí empezó la cosa) y Cinquecento (años mil quinientos) en la segunda.
La característica principal fue una especie de culto a lo humano, en todas sus facetas. Cansados de mirar hacia arriba esperando consuelo (no en esta vida sino en la otra, hijos míos, tened paciencia, les repetían) para tantas guerras, epidemias, injusticias y demás desgracias, los europeos (y las europeas, como se dice ahora) descubrieron que había otras maneras de enfocar el asunto y que la modernidad estaba en recuperar el espíritu que las invasiones bárbaras y el medioevo habían mandado al carajo. Aliñado todo eso, naturalmente, con los nuevos descubrimientos que estaban cambiando la sociedad, la política y la economía. De manera que, si los siglos anteriores habían tenido a Dios como centro de todo, el nuevo tiempo se centró en el hombre, vaya, en el individuo. En el ser humano como medida de todas las cosas. Lo que, sobre todo para su época y en su contexto, no era ninguna tontería. Y a esa especie de culto a lo humano en todas sus facetas se le puso el bonito nombre, que aún conserva, de humanismo. De ahí, por un camino u otro, salió casi todo el germen de la Europa en la que vivimos hoy. Políticamente, porque fue el fin del feudalismo y el verdadero principio o el cuajar de las nacionalidades (España, por cierto, fue de las primeras en eso, fastidie a quien fastidie). Económicamente, por la extraordinaria modernización del comercio y su papel (el capitalismo, al cabo) en la nueva sociedad. Y culturalmente, por el afán de saber y de conocer el mundo en todos sus aspectos y circunstancias cuando el hombre renacentista (que sí, naturalmente, la mujer también) dejó atrás los complejos para creerse, al fin, capacitado para conocer muchas cosas y para saberlas hacer todas bien, o intentarlo. Fue como digo, al menos en ese registro, el mejor de los tiempos, el del pensamiento y la ciencia, y anunciaba un espléndido futuro. Nombres como Leonardo da Vinci, Erasmo, Copérnico, Miguel Ángel, Rafael, Dante, Gutenberg y tantos otros estaban a punto de caramelo junto a innumerables inventores, médicos, pintores, ingenieros, escultores, filósofos, navegantes, descubridores, literatos y cuanto podamos imaginar. Y, detalle no menos importante, ese renacer de la razón y la inteligencia tuvo también algo de pagano, en cierto sentido de la palabra. O en mucho. No suprimió a Dios (verdes las habrían segado en eso, pues la Iglesia aún tenía un enorme peso social y político, mandaba más que un capitán general y lo que iba a mandar todavía), pero sí aportó el Renacimiento importantes matices modernos, poniendo por delante de lo espiritual las preocupaciones del hombre, que ya iba siendo hora de que las pusiera, y su necesidad de valores tangibles o materiales como llegar a fin de mes, cultivar el pensamiento, ampliar horizontes y buscar la felicidad. Incluso ver cuerpos bonitos sin hojas de parra. En resumen, salvar al hombre aquí en la tierra, y no (cuan largo me lo fiáis) en el Reino de los Cielos. En la España cristiana (ya que somos de aquí, mencionémosla), que todavía seguía liada a espadazos pero ganando su secular guerra contra el Islam, el Renacimiento entró de modo lateral, antes por Levante que por Castilla, debido a la influencia mediterránea italiana. Porque fue realmente Italia la madre del cordero, o sea, la cuna de donde irradió casi todo, tanto hacia poniente como hacia los países del norte; pues al estar dividida en ciudades-estado cada vez más republicanas y menos monárquicas (Florencia, Génova, Venecia, Milán, Nápoles, la Roma de los papas), cada una rivalizaba con las otras en esplendor y grandeza. De todas formas, haciendo justicia conviene señalar que sería España la que, en esos siglos extraordinarios donde hubo de lo bueno y de lo malo, y también en los siguientes, iba a acabar llevando el espíritu humanista a las tierras recién descubiertas en América; y a la larga, con sus luces y sombras, mientras en el norte los anglosajones exterminaban a cuanto indio se les ponía delante (pero Pocahontas es hoy una heroína de Disney y la Malinche de Hernán Cortés una traidora), en los mestizos territorios hispanos se fundaban universidades. Que por cierto, para escozor de los gringos, ahí siguen todavía.
[Continuará]
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