domingo, 12 de marzo de 2023

Un rosario de caraduras


Por Nicolás Lucca

Ahora que el gobierno registró que en Rosario pasan cosas feas, surgieron dos soluciones: mandar gendarmes para reprimir el narcotráfico que no reprimen en las fronteras, y al ejército para urbanizar villas. Es todo un tema dado que nadie se dedica a vender falopa porque no tiene asfalto. ¿Acaso Constitución es una Favela, manga de electroencefalogramas planos? Pero algo había que hacer con ese temita de mirar para el costado durante los doce años de multiplicación constante de homicidios en la gran ciudad santafesina.

Poner un ex combatiente de Malvinas en la Apertura de Sesiones no sumó votos. Pegarle a la Corte, tampoco. Conmemorar el inicio de la pandemia fue una idea que va de lo suicida a lo sencillamente idiota. Al no quedar alternativa, parece que decidieron prender el noticiero y ver qué onda con lo que le pasa al ciudadano: encontraron un Estado tan, pero tan grande que no logra ver qué pasa en Rosario. O en todas las grandes ciudades del país. O en la opulenta Capital Federal.

El argentino promedio tiene algunos conceptos un tanto torcidos en sus definiciones. Así como creemos que toda represión es ilegal, tendemos a creer que el autoritarismo es hacer lo que se quiere y punto. El autoritarismo, muchas veces, es también la inacción, la justificación de no querer hacer algo porque “nadie me va a decir qué tengo que hacer ni cuáles son las prioridades”.

No digo que haya que dejar las villas así como están. Después de todo, dos tercios de las existentes son 110% Made in Kirchnerismo. Pero, convengamos, hacer un link directo entre narcotráfico y pobreza es desconocer la cadena de producción de los productos comerciados por los farmacéuticos ambulantes de algunos despachos gubernamentales y legislativos.

Crecí en un barrio en una ciudad en la que cada barrio tiene su identidad. El mío era uno dentro de otro barrio compuesto de cientos de complejos estatales que tienden a crear micro sociedades endogámicas. Estas construcciones que aún llamamos por las siglas del extinto Fondo Nacional para la Vivienda –Fonavi– son como los que podemos encontrar en cualquier zona residencial de clase media y baja de cualquier gran ciudad del mundo. Pero con una característica propia del experimento soviético: los comercios y los establecimientos educativos se encuentran dentro de cada complejo, bien en el centro, para comodidad de sus habitantes. Lo positivo: los habitantes provienen de distintas realidades y extracciones sociales, interactúan, se amalgaman. Lo negativo: esa comodidad impide el afuera, el contacto con el otro que se convierte en extraño.

Crecer en un complejo de edificios del Estado es todo un tema: si la zona es tranquila, podés dejar a tus hijos en la calle sin demasiados temores. Pero si se mete una bandita, las cosas se complican.

Como en todos lados de la sociedad, se veía de todo. Quizá sea el paso del tiempo lo que magnifica las cosas, pero en mi memoria recuerdo en extremos: los que laburan son máquinas, los que estudian son voraces y los que se dedican a la nada pueden dar miedo.

De los monoblocks partí luego de un año de balaceras que se repetían por noches y después de haber quedado en medio de un tiroteo a plena luz del día, viendo como deshacían a balazos a un pibe a metros de mí. Años más tarde, de paseo melanco, noté que el barrio era un lugar tranquilo de nuevo, con chicos que andaban en bici por los pasillos peatonales y la plaza de juegos repleta.

En 2018 ese lugar volvió a ser noticia cuando Pity Álvarez acribilló a un vecino. El lugar se llenó de medios y de periodistas para cubrir un hecho cometido por un famoso y no un crimen que debía ser noticia por la magnitud marginal del hecho. Mientras todo esto pasaba, un movilero de TN pedía presencia policial por un muchacho que merodeaba cerca y afirmaba esperar al Pity para matarlo. A las nueve de la mañana. Ante las cámaras, una vecina sostuvo que el barrio fue copado por los narcos y un pibe gritó que ese lugar era tierra de nadie.

Una esquina, dos monoblocks con tres entradas cada uno en un complejo de 14 monoblocks. En frente tiene otro complejo aún más grande creado en los años setenta con otro complejo a su lado construído en el siglo XXI. Del otro lado existe otro complejo enorme y todos se encuentran alejados de los históricos Lugano I y II, de los construidos cerca del cementerio de Flores y en Mataderos. Lo que ahora llamamos “soluciones habitacionales”, en su inmensa mayoría, son zonas tranquilas.

Con el paso de los años, la solución habitacional cambió su significado y ahora incluye la urbanización de las villas.

Hablar de los asentamientos precarios es un tema un tanto complejo y peligroso de abordar sin herir susceptibilidades. De todos modos, si empezamos por reconocer que ya no añadimos el término “de emergencia” a “villa”, tenemos más de la mitad del camino resuelto. Luego surgió el acto buenista de llamarle “barrio” a una villa “urbanizada”. O sea: con abrir calles, poner cloacas, abrir una escuela, fomentar el comercio y mejorar las casillas más peligrosas, se supone que ya es un barrio. Nos olvidamos de las varias décadas de una cultura en la que una mayoría queda presa de una minoría marginal que maneja el territorio como una mafia gracias a la fisonomía y, más que nada, a las sucesivas crisis económicas que parten al medio a los de menor poder adquisitivo.

La existencia de las villas es un buen negocio para el Estado. Por eso nadie se calienta en abordarlo. Si las villas fuesen un problema real para la subsistencia de un gobierno, ya habrían sido reguladas.

La inmensa mayoría de los asentamientos son inofensivos para los funcionarios. Por lo general viven en barrios más cómodos. Los que se trasladan en helicóptero para ir de Olivos a la Rosada, o se mueven rodeados de empleados, ni sienten la intranquilidad moral de ver las construcciones –que ningún arquitecto se atrevería a denominar edificio– que asoman entre los barandales de la autopista Illia.

Una de las grandes paradojas del sistema de recaudación impositiva deriva en que a nadie con poder de decisión real le importe la existencia de una villa, ni siquiera para el cobro de impuestos. Las provincias no recaudan los impuestos municipales y, lo que corresponde al impuesto a la propiedad inmueble, no merece el esfuerzo de convertir el asentamiento en una zona residencial como la gente.

Asfaltar calles, construir escuelas en proporción a la cantidad de alumnos, pagar a los docentes, establecer una comisaría y su dotación, no son costos que puedan recuperarse con recaudación de impuestos en lo que dura una gestión. Y al Estado Nacional le da exactamente igual: los habitantes de las villas pagan el mismo impuesto al consumo que los vecinos de los mejores barrios por los mismos productos escenciales.

¿Por qué, entonces, urbanizan algunas villas? Por el mismo motivo por el que no lo hacen con otras: costo-beneficio. Cuando una situación se convierte en más negativa que la realidad preexistente, resta votos. Una ola de delincuencia asesina, resta votos.

Los asentamientos precarios no siempre tuvieron inicios de ocupación ilegal. El primero que se recuerde existió en la década del treinta y fue creado por el mismísimo gobierno nacional, que cedió treinta vagones de tren para que un grupo de polacos viviera como pudiera. Para darle un tinte menos trágico, el asentamiento se llamó «Villa Esperanza». Si bien fue demolida unos años después, el terreno ya era tentador. Luego fue conocido como la Villa 31. Hoy le llamamos Barrio 31. Salvo cuando ocurre un hecho ilícito grave, claro.

La denominación Villa Miseria se la debemos al escritor Bernardo Verbitsky –padre de Horacio– quien a principios de los años cincuenta escribió en el desaparecido diario Noticias Gráficas una serie de textos sobre los asentamientos. Luego quedaría inmortalizado en su libro «Villa Miseria también es América».

La denominación “villa de emergencia”, intenta no cerrar la ventana a una chance de mejora social: es una situación de emergencia, pasajera. Pero en las últimas décadas, los únicos que logran movilidad social ascendente tras nacer en una villa, son los futbolistas que llegaron a jugar en primera, los punteros y los narcos.

La marginalidad como norma general dentro de las villas es, más bien, moderna: creció con la hiperinflación, se perfeccionó durante los noventa, se convirtió en heroica en la crisis del 2001, y pasó a ser un valor cultural en la década ganada. Más de treinta años de éxito ininterrumpido en la creación de generaciones en las que son muchos quienes no recuerdan cuáles de sus ancestros fueron los últimos en tener un empleo digno, estable y esperanzador.

El término villero dejó de ser despectivo y se convirtió en orgullo gracias al cambio de siglo. A mi humilde entender, el surgimiento de la cultura villera fue de las peores cosas que le pudo pasar a los habitantes de las grandes urbes argentinas en cuanto a consciencia social refiere. Incluso para los propios habitantes de los asentamientos. La aceptación de la existencia de un otro que pertenece a un mundo que ya no es ni de emergencia ni pasajero. Un otro al que se teme y desprecia, pero del que se consume su cultura, sea por moda o por intención electoral. Un otro al que es mejor tenerlo contenido, sin posibilidad del afuera y retroalimentado.

La aceptación de la cultura villera como un elemento colorido del gen argentino también acarrea políticas pedorras y deshumanizantes. De un modo un tanto curioso, éstas son propulsadas y defendidas por gente que se denomina progresista y que a la villa va para sentirse mejor persona desde la comodidad de un palco, cual general romano. La mayoría de las medidas aplicadas mantienen a sus habitantes bien dentro de sus barrios. Suponer que armar un ciclo de películas dentro de las villas las coloca en plano de igualdad con los demás barrios residenciales, es insultante. Si nos sacan la posibilidad del afuera, todos creeremos que nuestra realidad es única e inmodificable.

Tanto que se habla de la movilidad social ascendente, nadie tiene en cuenta el deseo de querer otra realidad para nosotros y nuestros hijos. Nadie cambiaría su realidad si no deseara otra. Obviamente, para desearla primero hay que conocerla. ¿O acaso debemos creer que nuestros abuelos vinieron a la Argentina sólo porque huían del hambre? Si no hubieran sabido que acá podían estar mejor, ni se habrían acercado al puerto.

En las encuestas realizadas dentro de las villas a inicios de la década de 2010 –más o menos después de la toma del Parque Indoamericano– surgió un dato: en asentamientos con establecimientos educativos, los padres buscaban anotar a sus hijos en escuelas fuera de la villa.

Cualquiera que haya estrenado sus neuronas podría darse cuenta que son las ganas del afuera, el deseo de que los hijos tengan una vida mejor que aquella que les tocó a sus padres. ¿Cuántos con buen pasar económico pagan la educación de sus hijos en la loma del ocote o en el extranjero? Somos todos iguales en deseos, con o sin plata.

En sus televisores ven los mismos comerciales que cualquiera de nosotros, y al no ser alienígenas, quieren comprar las mismas cosas que nosotros. Y al igual que nosotros, el deseo del consumo no es igual al del progreso. Suponer que un narco lo es porque vive en una villa es agresivo hacia cualquiera que lea noticias plagadas de ricachones tremendamente delincuentes –incluso brutales narcotraficantes– que llevan la gran vida.

El dato que todos deberían ver es el del daño provocado por la economía catastrófica de este país en el que la política se ha convertido en una industria, la única que funciona aún mejor con crisis. El pobre quiere dejar de ser pobre. Es básico, elemental, sencillo. ¿Qué esperaban después de décadas sin oportunidades? Este dato que surge con tan solo caminar y dialogar por esos asentamientos fuera de temporada electoral, es algo que horroriza a cualquier funcionario perpetuo que se precie de tal: si el más humilde pretende dejar de serlo, ya no tendrían sentido las políticas limosneras y deberían buscar la forma de emparejar hacia la cultura productiva.

Imaginen el resto del panorama si la imagen de autoridad de quienes permanecen encerrados en sus barrios precarios es el puntero corrupto o el intendente que habla alegremente del narcotráfico en ambulancias. ¿Cómo apostar al trabajo si un sicario saca en un día más de un salario mínimo solo por mover el dedo para apretar un gatillo? ¿Cómo hacer para que los más jóvenes, crecidos en la pobreza total, no caigan en la tentación de romper un contrato social que nunca vieron porque todos los políticos que conocieron les enseñaron que así son las cosas?

Parece mentira que, a la misma clase dirigente que viaja y ve cómo funcionan las cosas en otros países, no se le haya ocurrido aplicar lo mismo puertas para dentro. No es igual montar un teatro itinerante por las villas que facilitar entradas para el teatro al que concurren el resto de los mortales. En el país de los cupos, a nadie le pareció buena idea que en cada sala de cine se habilite uno de entradas gratuitas para los que no tienen con qué pagarlas.

Una villa se puede urbanizar. Pero si se mantiene la cultura en la que el delincuente hace a sus anchas y es un personaje deseable, dado que vive mejor que el resto, será en vano. El problema no es sólo la villa, si no la marginalidad. Y si esto no fuera así, el complejo habitacional Ejército de los Andes, creado para erradicar villas, no sería conocido como Fuerte Apache, el lugar donde el 20% de los menores de 14 años no llega a la vida adulta. Dato: este año se cumplen dos décadas desde que la Gendarmería Nacional fue enviada a contener la delincuencia narco del barrio. Siguen allí.

La historia reciente demuestra que todas aquellas políticas que se venden como inclusivas, en su mayoría, son discriminatorias. Para muchos está bien que sea de ese modo. Es la necesidad de sobreproteger al otro sin enseñarle a protegerse solo. No vaya a ser cosa que la movilidad social ascendente derive en que los necesitados dejen de necesitarlos y terminen compitiendo por sus puestos de trabajo.

Pero, bueno, decía que se nos torcieron los significados de las palabras. Cambiar lo superficial para que se mantenga el statu quo de los más carenciados, no es precisamente progreso: es conservadurismo.

© Relato del Presente

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