Por Arturo Pérez-Reverte |
La cosa no es de hoy, porque lleva tiempo. No hace muchos años, mientras asistía al rodaje de una película basada en una novela mía, advertí que el actor —un buen actor— que encarnaba a un conde del siglo XVII, grande de España, agradecía con una inclinación de cabeza que un criado le sirviera una copa de vino. Me atreví a intervenir para explicar al actor y al director que un noble de entonces no sólo no habría agradecido nada a nadie, sino que se habría limitado a alargar una mano a un lado, altivo e indiferente, y le habrían puesto la copa en ella.
Lo he recordado viendo una película en cuyos subtítulos en español —no en la versión original, sino en su traducción— Sherlock Holmes habla de tú al doctor Watson, y viceversa: «Pásame el tabaco, Watson». «Ahí lo tienes, Holmes». Y cosas así. No se trata de la magnífica serie Sherlock protagonizada por Benedict Cumberbatch y Martin Freeman, donde traídos al presente ambos personajes se tratan de modo natural, sino de una historia ambientada en la Inglaterra del XIX. Como supongo le ocurrirá a cualquier devoto del inmortal detective, eso me chirrió hasta lo doloroso, acostumbrado como estoy a las correctas maneras de los personajes de Conan Doyle, tan propios de su tiempo, que no se tutean jamás.
Pensando en ello no pude evitar relacionarlo con otros casos: películas y series recientes donde los anacronismos y las distorsiones de la realidad son frecuentes. Si pasas revista puntillosa a lo más fresco en producciones de vitola histórica, acabas descubriendo una abrumadora serie de anacronismos e inexactitudes. Porque una cosa fue el cine norteamericano clásico de aventureros y espadachines, con sus disparates destinados a la propaganda y al entretenimiento, y otra el rigor con el que, más tarde, obras maestras como Los duelistas, Master & Commander, El padrino, Downton Abbey, Mad Men, Hermanos de sangre y tantísimas otras acabaron tratando lo histórico o lo referido a un pasado reciente.
Ahora no es así, o empieza a serlo mucho menos. Y no hablo sólo de doblajes ni interpretaciones puntuales, sino de la manera que algunos guionistas, directores y actores tienen de entender el pasado, aplicando usos del presente a situaciones y personajes de cuando el enfoque de la vida era otro. Hace sólo veinte años, por ejemplo, mi editora francesa y su marido aún se hablaban de vous en público; y no hace todavía un siglo nuestros abuelos se dirigían a sus padres tratándolos de usted. Sin embargo, ahora parece que retorciendo la visión desde el presente nos propongamos reescribir y modificar el pasado. Así, en la Inglaterra victoriana nos sitúan con toda naturalidad a refinados aristócratas de origen africano, en la Francia dieciochesca hacen que la corte de Versalles acepte sin pestañear a una pareja que muestra públicamente su homosexualidad, convierten a un enano en temible espadachín o te colocan, como lo más natural del mundo, en la reciente y fallida Babylon, a una mujer directora de películas en el Hollywood de los años veinte y a un trompetista negro, en la misma época, como gran estrella de cine.
Nada de eso sería importante si el público estuviera preparado para encajarlo. Entre gente con información y conocimientos, esas variantes pueden ser incluso interesantes y educativas: enfoque distinto, visión original y hasta provocadora o destructora de la tradicional, como ocurrió en la última edición de Letras en Sevilla, cuando para el debate Lo que queda de don Juan se decidió que el Tenorio fuese interpretado por Emilio Buale, que además de ser un gran actor es negro, frente a una doña Inés angelicalmente rubia. Pero ése no es el caso común. El público ignorante, desinformado o sumiso a los patrones sociales de hoy, que gracias a la demolición de la educación y la cultura empieza a ser demasiado, acaba creyendo que la realidad histórica fue aquélla, con sus anacronismos y disparates. Y como nadie se atreve a desmentirlo, por miedo a la sanción social de quienes viven y medran con algo de lo que ofenderse para demostrar su compromiso social, su progresía moral y su pureza ideológica, ese falso relato acaba imponiéndose. De aquí a poco —ya ocurre en el ámbito anglosajón, del que copiamos cuanta hipócrita basura nos colocan— nadie podrá ver o leer, pues quedarán proscritas, las novelas, las películas, los libros de Historia que cuenten el mundo como realmente fue y no como quisiéramos que hubiera sido. Con Holmes y Watson tuteándose, con la batalla de Trafalgar librada por dos almirantes lesbianas que se conocían de antes, con un capitán vikingo de color azul marino, con un indio sioux al mando del Séptimo de Caballería. Etcétera. Rizando el rizo hasta el disparate total, sin conocer el pasado, sin comprender el presente y sin explicar el futuro.
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